Lo que es bueno y lo que es malo
El mal existe y define el curso de nuestras vidas. O lo encaramos, o terminamos siendo sus víctimas. En su libro “Memoria e Identidad” Juan Pablo II afirmó al respecto que “el hombre tiene a veces la impresión de que el mal es omnipotente y domina este mundo de manera absoluta”. Sin embargo, ninguna experiencia del mal moderno ha terminado por aplastar al bien de manera definitiva. Siempre hay en el ser humano esa indomable persistencia que se resiste una y otra vez, que no se deja arrebatar sus espacios de libertad, por lo menos no lo permite sin antes haber dado la batalla, a la manera de cada uno, para sobrevivir a la terrible experiencia, tener la oportunidad de reivindicarse en su dignidad y sacar de la historia algunas lecciones valiosas. Los venezolanos no somos la excepción.
El hombre siempre se ha debatido entre caer en la tentación o librarse del mal. De eso se trata la forja del carácter como tarea siempre inacabada. Es la actividad permanentemente inconclusa de determinar qué es lo bueno y de qué nos debemos alejar. El problema está en las especificaciones, en los compromisos, emociones, ofuscaciones y conjeturas del día a día. Y en la sensación abrumadora de una tragedia que nos pesa demasiado y que nos ha desgastado por tanto tiempo.
Demasiadas veces hemos estado a punto de vencer y también demasiadas veces hemos visto alejarse esa oportunidad. Llegado el momento conclusivo somos víctimas de triquiñuelas, falsas rendiciones, banderas blancas fraudulentas, y procesos de diálogo, negociación que siempre se acompañan de un arrebato de violencia y persecución política que termina por echarnos tierra en los ojos. No en balde el dicho popular sentencia que “el diablo está en los detalles”. Dicho de otra forma, el mal se hace representar muy bien en los medios que usamos para tratar de conseguir nuestras metas. Y hay que decirlo, nunca ha dejado de tener sus representantes entre aquellos que se han sentado a negociar nuestro futuro.
Frente a cada episodio de nuestra lucha cada uno tiene el derecho a aferrarse a la más mínima y endeble señal de esperanza. Es humano, corresponde a nuestra fragilidad el tratar de superar los momentos de desolación de cualquier manera, a veces cometiendo el error de seguir por el desierto tras el rastro alucinante de becerros de oro transformados en ídolos.
Y los venezolanos, hay que reconocerlo, persistimos en el error de confiar demasiado temprano y con pocas o ninguna evidencia. Somos idólatras de falsos dioses, porque compramos por anticipado todo el paquete y luego pagamos altas tasas de interés en términos de decepción y frustración. Celebramos en las vísperas, y llegado el día nos conseguimos con que alguien no cumplió lo prometido. los milagros políticos no existen, y los deseos no empreñan. Ya son veinte años, suficientes como para haber aprobado esa materia. Los niños de aquella época ya son jóvenes, los jóvenes se han transformado en adultos, algunos con demasiado kilometraje, con todo lo que eso concierne para bien o para mal, y otros que lamentablemente pintamos canas, hemos visto pasar nuestros mejores años tratando de comprender, convencer y luchar contra un sistema que ha engranado todas las formas concebibles del mal.
Por eso debemos intentar ser al menos compasivos. Los ciudadanos no saben qué hacer. Viven una época de sentimientos extremos, una especie de montaña rusa que nos eleva hasta el nirvana para luego arrojarnos al último infierno. A veces la vemos cerquita y de repente nos percatamos de que es otra alucinación. Por eso responder a ciertos interrogantes nos dejan exhaustos y ansiosos. Por ejemplo dilucidar ¿cuál es el camino correcto para salir de esta desgracia? Es una pregunta difícil de responder, porque al fin y al cabo la realidad es confusa, los mensajes son ambiguos y, como lo advierte el apóstol en su segunda carta a los Corintios, la lucha está contaminada de falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como emblemas de la verdad cuando no son otra cosa que parte de una maquinaria de decepciones y engaños.
Llevamos veinte años confundidos y tratando de descifrar quién es bueno y quién es malo en toda esta trama. Quién dice la verdad y quién miente. Quién tiene la verdadera hoja de ruta y quién está cometiendo fraude. Tarea nada fácil, porque se ven caras y se escuchan discursos, pero no accedemos a los corazones. No tendríamos por qué impresionarnos o sorprendernos, en eso consiste la historia del hombre desde aquel momento en el que el primero de nosotros fue víctima de su ambición y de la ingenuidad de creer en los susurros de la culebra. Porque el mismo Satanás se disfraza muchas veces como ángel de luz e ilumina el sendero de la perdición, allí donde tantas veces nos hemos extraviado, porque lo hace pasar por la solución a todas nuestras tribulaciones. El mal es sobre todas las cosas una compleja trama de engaños.
No es extraño que seamos recurrentes ángeles caídos, porque el mal se hace presente sobre todo mediante ardides arteros. El diablo nunca muestra su peor cara. Así como el socialismo nunca va a confesar que solo provoca ruina, represión y saqueo. No se trata de decir la verdad, sino de seducir y persuadir de que vivir bajo su yugo es la verdadera y única experiencia de prosperidad. Lo de ellos es un discurso de máxima felicidad y ostentosa justicia. Aunque la realidad sea otra muy diferente.
Por eso es tan difícil no caer en la tentación, porque el mal se ceba en la confusión y crece en los espacios de la ambigüedad, donde a veces lo malo parece demasiado bueno, y lo bueno demasiado duro y difícil. ¿Cuántas veces hemos alucinado con lo que a primera vista parece tan confiable y atractivo? ¿Cuántas veces hemos dicho que “ahora sí” vamos a resolver toda nuestra tragedia? ¿Cuántas veces hemos sido víctimas de ese engaño de filigrana, que nos vende el “fácil y recto” camino de la paz pactada, para que unas elecciones resuelvan, sin traumas y sin costos, una componenda de maldad, odio, exclusión, saqueo y muerte que se ha enquistado en nuestro país por tantos años? ¿Cuántas veces nos hemos repetido que no puede ser otra cosa que la verdad aquello que nos dice el líder en quien confiamos? ¿Cuántas veces nos hemos avergonzado de nuestra propia simpleza?
El episodio evangélico que relata las tentaciones en el desierto muestra cuán atractiva puede ser la oferta: Poder sin límites al costo de la sumisión. Bienestar sin tener que esforzarse. Dominio total. Los términos de la transacción siempre ha sido los mismos desde la primera caída: “Se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. La primera ofuscación da paso a una realidad más brutal. Una y otra vez somos los que expulsan del paraíso. Porque al abrigo del mal no hay ganancia posible.
El mal siempre ofrece la opción de compartir su imperio con aquellos que se le someten. Es la esencia del mismo fraude que por milenios ha perseguido saquear al hombre: dialoga con el mal, que no es tan malo, ni tan perverso, porque el mal está interesado en la prevalencia del bien. En épocas oscuras como las que estamos viviendo son muchos los que no atinan a ver la contradicción intrínseca: del mal nunca nacerá algo bueno.
Nos ocurre una y otra vez, pareciendo que en estos tiempos lo único que nos corresponde acumular es decepción serial. Esto pasa porque olvidamos que el mal es exitoso precisamente porque es serpentino y sinuoso, y porque los ministros del mal se presentan como si fueran los heraldos de la justicia, en los cuales no queda otra opción que confiar ciegamente. Nos dejamos llevar hasta el abismo. Nos prestamos para que desde allí nos lancen al vacío sin fondo de una crisis que no cesa. Para contrarrestar este peligro no contamos con otro recurso ni otra apelación que aferrarnos a los datos duros de la realidad, donde se ciernen todos los resultados, porque como también dice el Evangelio, a los hombres “por sus obras los conoceréis”, aunque a veces ese conocimiento llegue demasiado tarde, y en forma de frustración. La realidad es el baremo de si vamos bien, o vamos mal. Lo que si debe quedarnos claro de una buena vez es que no nos puede ir bien si vamos mal. Son, como se intuye, direcciones opuestas.
Hay una frase que utilizan los autores bíblicos para describir el extravío de los hombres en la intrincada selva de los medios y los fines. Se refiere al corazón endurecido. Cada vez que el hombre se aleja del sendero del bien, cuando la soberbia hace estragos en el buen juicio, luce la humanidad abandonada a sus pasiones capitales. El líder y sus colaboradores deben tener cuidado, y saber calibrar las diferencias entre lo que eran inicialmente y lo que van siendo en el transcurso de experimentar poder y gloria.
En algún momento puede ocurrir un quiebre que nos aleja de lo correcto. Eso pasa cuando el deseo desordenado por el placer y por los bienes materiales se combinan con la falta de diligencia y la flojera de la imaginación; cuando el amor propio asumido en exceso se articula con la falta de moderación, la intolerancia y la mezquindad. Por esas sinrazones el corazón endurecido deja de escuchar el clamor de la gente y de muchas maneras se aleja del sendero del bien. San Agustin aludía a este proceso como el original pecado del amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios. Y quien desprecia a Dios, desprecia a sus prójimos.
Pero volvamos a Juan Pablo II. Con el mal no deberíamos mezclarnos. Todo lo contrario, debemos diferenciarnos del mal porque si no somos capaces de señalarlo, de designarlo con precisión, es imposible vencerlo. De allí que esa soberbia bonapartista de aquellos que creen poder vencerlo a solas, sin pedir ayuda, sin confiar en los otros que están en el bando del bien, lo único que aseguran es la preeminencia del imperio del mal y su caída en los espacios vacíos de la irrelevancia.
Benedicto XVI advierte sobre lo mismo “una tolerancia que no supiese distinguir el bien del mal sería caótica y autodestructiva». La lucha contra el mal exige determinación y toma de partido. No es para los tibios que creen posible una reconciliación entre lo bueno y lo malo, porque ellos, de acuerdo con su propia naturaleza, ni aceptan el bien ni creen en la existencia del mal, porque todo es relativo y depende de cómo se narran los hechos o de cómo procede el olvido. Al mal le gusta la desmemoria, además de solazarse en la mentira.
Pero el mal existe y se hace presente en nuestras vidas. La reflexión teológica de Ratzinger termina por darnos un inventario que nos sirve para identificar el sufrimiento y la corrupción que le dan contenido histórico al mal. “Pongámonos frente a la increíble cantidad de violencia, de mentira, de odio, de crueldad y de soberbia que infectan y arruinan el mundo entero… esta masa de mal no puede ser simplemente declarada inexistente”. Con el mal siempre se hacen malos negocios. Pero algunos insisten en arriesgar 30 millones de vidas ajenas en un juego de manos que, sabemos por anticipado, van a perder.
El socialismo del siglo XXI es un compendio bien completo del mal contemporáneo. La ruta del coraje busca vencerlo. Las otras rutas buscan preservarlo, al anular y desprestigiar la ruta del coraje. Hay un abismo ético entre una y otra posición. El mal juega a la tergiversación y muchas veces los ciudadanos caen en sus redes. Por eso es crucial que podamos deslindar lo que es bueno de lo que es malo, y que podamos dar claves precisas sobre lo que es bueno:
- Luchar por la liberación del país no solo para conseguirlo cuanto antes, sino para conservarla mediante la institucionalización de un orden de derecho y de justicia. Luchar sin traicionar y sin concederle espacios a un sistema que solo consigue sentido en nuestra servidumbre.
- Luchar por la libertad de los ciudadanos, para que sin presiones indebidas puedan volver a reconstruir sus proyectos de vida, contando para ello con un país estable y seguro. No podemos seguir postergando el momento. No podemos seguir negociando los tiempos de la gente que ve cómo transcurre su vida entre la miseria atroz y la violencia más aterradora.
- Vencer la violencia del todos contra todos, abatir la impunidad, eliminar la persecución y garantizar un amplio mercado de opciones políticas comprometidas con la democracia y la libertad.
- Vencer la corrupción. Hay que recuperar la gobernabilidad del país sin hacer concesiones indebidas al sistema de ilícitos y a la rectoría del dinero sucio que saquea, compra conciencias y distorsiona la agenda de los que se han comprometido con la libertad. Nadie puede creer que la corrupción pueda ser vencida por los que se han lucrado de la corrupción.
- Denunciar la mentira, impugnar la perversidad política, combatir la propaganda apologética del mal y la confusión. Vivir y difundir la verdad con la parsimonia del que lo hace con claridad y firmeza. No usar eufemismos. Tampoco caer en la verdad subordinada al familismo amoral que nos hace justificar cualquier cosa de los propios y ser extremadamente severos con los ajenos. Lo bueno no es malo si lo practica el adversario. Pero lo malo no se convierte en bueno porque lo hacen nuestros aliados.
- Combatir el odio y la intolerancia ejercidos desde el poder y la hegemonía de la propaganda sectaria sin pretender tolerarlos o contenerlos.
- Desafiar la soberbia con la que los falsos líderes permiten la preeminencia del mal y restan oportunidades a la liberación del país. Conjurar la prepotencia con la que se niegan a buscar por todas las vías y por todos los medios la libertad de los ciudadanos y la liberación del país. La soberbia, recordemos, es ese ensimismamiento que desaloja al resto, incluso a Dios, de la conciencia y de las decisiones.
- Incorporar el sentido de urgencia a la lucha por la liberación del país. Todo curso de acción que, por errático y laberíntico, haga perder tiempo es malo, cruel con los ciudadanos y convalidador de la indiferencia con la que el régimen juega con la vida de los venezolanos. Un líder tiene como encomienda el enfocarse en ese “cuanto antes” qué es una súplica colectiva de los que sufren y ven como los menos desfavorecidos mueren. Frente a eso, es temerario dudar, divagar y dilatar todo esfuerzo que se deba hacer.
- Sortear de cualquier manera las tentaciones y trampas de la falsa paz. Nadie quiere una “paz” que sea producto de la sumisión totalitaria y el silencio impuesto por la fuerza. Nadie quiere una paz de perdedores, ni capitulaciones indignas, ni negociaciones que tengan como moneda de cambio la suerte de vidas y proyectos de la gente. Las trampas de la falsa paz trafican con nuestros grados de libertad y nos encadenan a malos acuerdos. Los heraldos de la falsa paz son los emisarios del mal disfrazados de ángeles de luz.
- El bien evita la servidumbre, el sufrimiento, la corrupción y sus perversidades, la prevalencia del odio y la muerte. El bien practica la verdad y la sensatez. Y no renuncia al esfuerzo que requiere lograr lo valioso. En eso consiste el coraje. No es débil, no es flácido, no concede.
¿Acaso nuestra lucha no es contra el mal? ¿Tiene sentido pasar por alto que la esencia de nuestro sufrimiento es el imperio del mal que nos aplasta? El bien tiene adalides. El mal tiene agentes. A veces el mal tiene rostros más atractivos, discursos más sensuales, argumentaciones más seductoras. Frente a esta tentación de ceder, preguntemos simplemente si esa oferta pone en peligro nuestro esfuerzo de liberación y de libertad. Si no tiene sentido de urgencia que nos convoca a no perder el tiempo de los que sufren, desesperan y mueren. Si nos va a ahorrar dolor, sufrimiento y pesar. O si la corrupción va a ser combatida. Tenemos derecho a discernir al respecto para no seguir cayendo en las redes de “demonios disfrazados de ángeles de luz”, que se hacen pasar por políticos, pacifistas, encuestadores, influencers y sesudos analistas.
Juan Pablo II recordaba en una de sus obras la exhortación de San Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien porque, en definitiva, tras la experiencia punzante del mal, se llega a practicar un bien más grande”. Ya sabemos qué es lo bueno y qué es lo malo. Ojalá sea ese nuestro destino.
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