La república herida y el kirchnerismo milagrero
«Sonríeme, hermano», le susurra al oído el pérfido emperador Lucio Aurelio Cómodo mientras lo abraza y lo besa como Judas, y le clava un estilete dorado en la espalda. Máximo Décimo Meridio, héroe de las guerras contra las tribus germánicas y gladiador popular, se encuentra a punto de salir a la arena del Coliseo para enfrentarse precisamente a Cómodo, en el combate decisivo de su vida y ante la vista del pueblo de Roma, pero resulta que ahora lleva bajo las corazas una herida secreta, está sangrando y la lucha será entonces desigual y más peligrosa que nunca. Máximo sale finalmente al ruedo disminuido y vulnerable; las posibilidades de triunfar y sobrevivir son mínimas.
La escena cúlmine es quizá ficcional, aunque está inspirada en el libro canónico Historia Augusta y también en las peripecias de Espartaco, y fue escrita por el guionista de Gladiador. Mauricio Macri recordó esa secuencia del film de Ridley Scott cuando un fallo supremo, en las vísperas de salir a gobernar, lo obligó a fulminar el mecanismo de retención de fondos a las provincias, aquel truco genial del kirchnerismo para cacarear federalismo y practicar desde Balcarce 50 un severo régimen unitario de control, premios y castigos. Evocando aquel puntazo y aquel tambaleante derrotero del gladiador, el nuevo presidente acató y amplió la decisión, y trató de hacer de esa necesidad una virtud republicana, pero lo concreto es que a partir de aquel momento su capacidad de poder acusó una herida mortal.
Limitado por sus propios principios, Cambiemos aceptó otras desventajas: derogó la ley de superpoderes y no quiso construir una Corte Suprema en sintonía con los requerimientos de la emergencia. Si no se hubiera conducido así, admito que muchos de nosotros lo habríamos criticado con dureza. Lo cierto es que fue como si a esa insidiosa herida bajo la coraza se le agregaran un brazo atado atrás y una venda en los ojos, y como si Cómodo hubiera ordenado soltar también a los leones.
Existen muy pocos antecedentes en la historia occidental, y hace cien años que prácticamente no se registra en la Argentina, el hecho increíble de que un gobierno atraviese todo su período sin mayorías en ninguna de las dos cámaras del Parlamento.
Fernando Henrique Cardoso, cuando hace unos días le contaron el récord, no salía de su asombro; le parecía una hazaña gobernar en esas condiciones inclementes. Aquella escribanía de la «década ganada», que le aprobó el noventa por ciento de sus proyectos a la arquitecta egipcia, se sentó en estos cuatro años a impedir, o en todo caso, a vender muy cara su tímida cooperación.
Cuando el látigo no existe y la billetera es flaca, todo resulta cuesta arriba, en un contexto político, sindical y empresarial acostumbrado a actuar por el temor o por el oro, escasamente por el bronce. No dejemos afuera a algunos periodistas y presentadores, que libres del miedo (Macri no asusta a nadie) y sin recompensa o pauta publicitaria, pasaron de caniches a rottweilers.
Para no ser malos fuimos estúpidos, podría decir un republicano medio. Tal vez lo fueron en un país donde imperan las mafias y los atajos; el populismo se transformó en sentido común y en una cultura natural y policlasista; el movimiento justicialista generó su propia oligarquía e intenta ser consagrado para siempre como el «partido único», y una facción antisistema opera en modo boicot y busca el colapso del otro, a quien no le concede ni siquiera la legitimidad constitucional.
Si a eso le añadimos imperdonables errores propios de acción política y económica, y mala fortuna, tendremos un cuadro completo. Y podremos pensar en profundidad si era posible administrar con purismo republicano una nación corporativa, y corrompida por décadas de irrespeto a la ley y de menguado amor por la normalidad democrática. ¿Se puede ser un pacifista en un pabellón de asesinos múltiples?
Cuando hace unos días Paul Krugman, venerable articulista, cuestionó públicamente la estrategia económica y las sugerencias de madame Lagarde, lo hizo con el manual y por derecha: habría que haber aplicado una contracción fiscal aún más fuerte en la Argentina.
El kirchnerismo utilizó la crítica al médico para fustigar al Gobierno, y ocultó convenientemente la enfermedad de fondo y los remedios que proponía el economista norteamericano. Pero más allá de esa picardía criolla, lo relevante es que el manual de Krugman no prevé ni sospecha la inédita economía bimonetaria en la que nos desempeñamos, ni los hábitos que aceptó una sociedad ganada por la lógica populista.
Ni mucho menos la presencia activa del peronismo, sus corporaciones y sus adherentes extrapartidarios y todopoderosos: ellos forman la melaza espesa que impide navegar hacia un «país normal». El oficialismo perdió en las urnas por efectuar una contracción mucho más débil y menos dolorosa de la que Krugman recetaría.
Y el caso Portugal, postulado ahora por el kirchnerismo como un modelo de «crecimiento sin ajuste», es una soberana mentira. El economista Eduardo Levy Yeyati dio la fórmula secreta del «milagro portugués»: «Caída del salario real, eliminación del aguinaldo, aumento de la jornada laboral, emigración masiva a Europa, tres años de recesión». Y a pesar de todos esos esfuerzos, sin el Banco Central Europeo como garante y colocada esa misma nación en América Latina, estaría hoy igualmente al borde del abismo.
El asunto conecta con la ocurrencia del ilustre Guillermo Calvo, pronunciada pocos días antes de las primarias: «Cristina es lo mejor que le puede pasar el país; va a aplicar el ajuste con apoyo popular, culpando al gobernante previo». Cierta ortodoxia ama más la fortaleza que la república. Es por eso que en el siglo pasado se alió con el partido militar (creando el «fascismo de mercado») y luego con el partido populista (creando el menemismo).
Pasión de los fuertes, y a los tibios que los vomite Wall Street. La pregunta, no obstante, es si efectivamente Cristina contrató a Alberto para que realice esa proeza. Porque la deuda se puede reprogramar; lo difícil va a ser bajar los impuestos, modificar las leyes laborales para hacernos competitivos, y poner en caja un Estado estrafalario e inviable, generado irresponsablemente por distintas capas de peronismo y llevado al cenit por los kirchneristas, que tomaron más de un millón de empleados públicos, que ingresaron a más de dos millones de jubilados sin aportes, que crearon un sistema de contratos y delirantes subsidios permanentes, y desplegaron todo un esquema de clientelismo crónico.
Quizá tenga razón Calvo y al peronismo le disculpen estos mismos recortes homéricos (o aún peores) que ahora le impugnan al gato. Porque al final resultará imposible eludir los sacrificios de Portugal, compañeros.
Flota cíclicamente en el aire la idea de que era fácil y de que los padecimientos resultaban evitables; también que la Argentina genera la suficiente riqueza para vivir como pretende. Todos esos mitos facilistas del inconsciente argentino regresan, y aquí están entre nosotros, de la mano de milagreros reencarnados, a quienes les tendrán, eso sí, toda la paciencia del mundo.
Ya se sabe: si el peronismo te regala una casa, lo votás hasta la muerte; si lo hace un republicano, le criticás la estética de los pisos y militás para que pierda. Los peronistas digieren el sapo más repugnante con tal de que se los sirva un peronista en bandeja de plata. Ya lo decía Máximo Décimo Meridio: «No nos ocurre nada que no estemos preparados para soportar».
Crédito: La Nación
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