El catador de chocolates
El escritor exchileno Arturo Belano y el escritor experuano Jimmy Barclays se conocieron en Barcelona, hace más de veinte años. Muy joven, Belano había escapado de la dictadura militar chilena y malvivido como poeta clandestino, siempre con hambre, experto en hurtar libros, en la capital mexicana, y luego en las costas catalanas. Barclays, por su parte, había escapado de la dictadura familiar peruana, del déspota que era su padre, y vivido en Washington y Miami, ejerciendo el periodismo en español. Después de que Belano se hiciera mexicano y luego español, Barclays se convirtió en ciudadano de los Estados Unidos. Eran dos renegados, dos descastados, dos apátridas: Belano veía a Chile como un territorio hostil; Barclays creía que el Perú era una prisión o, peor, un monasterio, una abadía. En ningún caso querían volver a vivir en el país donde habían aprendido la lengua española.
El encuentro entre ambos no fue fortuito. Presagiando que serían buenos amigos, lo tramó y ejecutó, con su habitual astucia, el dueño de la editorial española que publicaba los títulos de ambos autores, Jorge Herrero. Barclays acababa de ganar el premio anual de esa editorial, un galardón de prestigio, dotado de una colación no menor. Belano había dejado de escribir poesía, o de publicarla, y urdido dos novelas que Herrero había publicado con entusiasmo y la crítica había aprobado o incluso celebrado. En aquel momento, ungido como ganador del premio anual, Barclays era un autor más leído o comercialmente más exitoso que Belano, si un escritor puede ser exitoso, o si el éxito puede medirse por el volumen de sus ventas. El año en que Barclays ganó el premio con una novela procaz y guerrillera sobre el amor entre hombres y el uso desenfrenado de las drogas para propiciar y potenciar ese amor, Belano publicó un libro de cuentos que la crítica aplaudió sin reservas. Del mismo modo, la crítica española, todo menos complaciente, encontró plausible la novela ganadora de Barclays. Sin conocerse, ambos autores se leían y admiraban. Belano pensaba que Barclays era un escritor suicida, kamikaze, de un coraje y una ambición infrecuentes. Barclays tenía para sí mismo que Belano era un maestro, un genio absoluto del relato. Extrañamente, siendo escritores que compartían una lengua y una generación, no se guardaban enconos ni recelos, no se veían como competidores ni adversarios, no latía en ellos envidia, mezquindad o animosidad hacia el otro. Eran, pues, amigos sin conocerse. Por eso, cuando se conocieron en un restaurante de Barcelona, invitados por el editor Herrero y su esposa Lola, se quisieron fácilmente, sin esfuerzos ni imposturas, y se convirtieron en grandes amigos.
Belano vivía entonces con su esposa y su hijo en un pueblo de Girona, al norte de Barcelona. Tras vivir unos años en Washington, Barclays se había instalado en Miami y acababa de divorciarse de su esposa, quien, afligida por el fracaso amoroso, había resuelto abandonar los Estados Unidos, país donde habían nacido las dos hijas de ambos, una en Washington, la otra en Miami, y volver a Lima, donde ella había nacido. Barclays estaba destruido, hecho polvo, circunstancia que le resultaba conveniente para escribir ficciones impregnadas de rabia y tristeza, porque su exesposa se había llevado a las niñas y él se encontraba solo en la casa de Miami, creyendo ver a las niñas ausentes en sus habitaciones, en los distintos ambientes de la casa, reviviéndolas en su imaginación herida, afiebrada. Belano invitó a Barclays a pasar unos días en el pueblo a orillas del mar donde vivía. No era arduo llegar, solo había que tomar un tren desde Barcelona. Barclays prometió que iría a visitarlo en el verano. No cumplió. Nunca fue a visitarlo. Por su parte, Belano se abstuvo de prometer que iría a Miami a visitar a Barclays porque no solía hacer promesas embusteras. Belano detestaba viajar en avión. Solo se comprometió a enviarle una carta o postal cada tanto, promesa que por cierto cumplió.
Belano era doce años mayor que Barclays. No gozaba de buena salud. Estaba mal del hígado. Había bebido mucho alcohol, había sido alcohólico, los médicos le tenían prohibido seguir bebiendo, había dejado de beber. La advertencia era severa: si volvía a beber, moriría. Junto con el alcohol, Belano había abandonado la heroína, de la que estuvo enganchado una temporada por fortuna breve y consiguió emanciparse con una voluntad de hierro. También había dejado de fumar cigarrillos, aunque ocasionalmente se permitía recordar el sabor áspero de la nicotina. Era un gran caminante. No tenía un auto, una moto, una bicicleta. Era un hombre joven, en sus cuarentas, pero estaba delgado y lucía físicamente frágil, menoscabado, como si estuviera recuperándose de una prolongada enfermedad. Caminaba despacio, hablaba en voz baja, conspirativa, y parecía que estuviese ahorrando fuerzas o bríos para volcar esa poca energía que le quedaba en el acto volcánico o torrencial de escribir.
Barclays también había dejado de tomar alcohol: no tomaba ni una cerveza, ni una copa de vino, nada. Había sido fumador de marihuana y consumidor de cocaína, y cuando dejó esas drogas, tuvo que abandonar también el alcohol, aunque a veces se permitía el goce furtivo de fumar un porrito, o la mitad, cuando algún amigo se lo invitaba, porque él había dejado de comprar drogas ilegales y se contentaba con las drogas lícitas que compraba en las farmacias para modificar convenientemente su estado de ánimo y propiciar el sueño a veces elusivo. Salía a caminar una hora todas las tardes, cuidaba obsesivamente su dieta y su salud, untaba su rostro de cremas antes de dormir y evitaba con pavor la exposición al sol, por lo cual jamás iba a la playa, a menos que fuese de noche.
Belano era, pues, un exalcohólico y un exheroinómano, y Barclays era un excocainómano y un exalcohólico. En cierto modo, parecían dos sobrevivientes de una guerra o un naufragio. Una aureola triste o desdichada los nimbaba, se desplazaban lenta y sigilosamente como si escapasen de un presidio o los buscase la policía, eran extranjeros a toda forma de optimismo, alérgicos a la fe religiosa y al amor a la patria, pero improbablemente escondían un fanatismo que los unía: la pasión por los chocolates. Nadie conocía mejor las chocolaterías de Barcelona y pueblos aledaños que el escritor ex chileno Arturo Belano. Era un consumado catador de chocolates. A pesar de que eran nocivos para su hígado, los comía con fantástica desmesura, siempre salivando por un chocolate más. Hablando de libros, o de mujeres, o de viajes que nunca harían, pero no de política ni de la familia, temas prohibidos, Belano llevaba a Barclays, como un guía o un chaperón, a una chocolatería tras otra, y podían pasar una tarde caminando de una dulcería a otra, comiendo chocolates como si fuese el último día de sus vidas, y bien podía serlo, a juzgar por la precaria condición física de Belano y la tendencia hipocondriaca de Barclays a inventar o exagerar sus males.
Belano era pobre, lo había sido toda su vida. No tenía miedo a ser pobre, no sufría siendo pobre, aceptaba la pobreza con aplomo, con estoicismo, como si fuese la condición natural de un escritor. No aspiraba a ser rico, no se quejaba de ser pobre, parecía que se sentía cómodo siendo pobre, careciendo de bienes materiales o cuentas bancarias. Vivía cada día como si fuese el último o el penúltimo. Solo escribía, no tenía trabajos ni oficios alimenticios, aunque de joven había sido cuidador de campamentos de verano en las costas catalanas y ganador serial de concursos literarios provincianos o parroquiales. Vivía del poco dinero que ganaba como escritor, y así estaba bien para él. Barclays, en cambio, era rico, había sido rico toda su vida. Había nacido en una familia adinerada, no conocía el trato áspero de la pobreza. Como estaba acostumbrado a una vida más o menos lujosa o desahogada, sin privarse de nada, no se resignaba a vivir de sus regalías como escritor y ejercía el periodismo en la televisión, un oficio bien remunerado. Además, conocía desde joven el mundo del dinero y se jactaba de ser un inversionista sagaz, un especulador despiadado. Todo lo que Belano sabía de poesía era lo que Barclays ignoraba de aquella expresión artística; todo lo que Barclays sabía de finanzas era lo que Belano ignoraba de ellas. Belano era un pobretón contento, satisfecho, sin temor a ser más pobre todavía. Barclays era un ricachón inquieto, siempre queriendo ser más acaudalado. Tal vez por eso no hablaban de poesía ni dinero. Eran mundos separados, incompatibles. A Belano lo elevaba la poesía, escribía prosa con el oído musical de un poeta virtuoso, clandestino; a Barclays lo rebajaban el dinero y la codicia, el afán por vengarse de su padre, amasando más dinero que él, superándolo como hombre de éxito. Sabiamente, Belano entendía que la búsqueda obsesiva por tener éxito, cualquier forma de éxito, constituía una trampa mortal para un escritor. Torpemente, Barclays quería tener éxito, sin advertir que aquella era una pretensión envenenada, un lastre que aplastaría su vuelo como escritor.
Se veían dos o tres veces al año, siempre en Barcelona, caminando de una chocolatería a otra. Belano presentó una novela de Barclays en aquella ciudad y la cubrió de elogios excesivos. Un año antes, había ganado el premio anual de la editorial con una novela voluminosa sobre unos poetas clandestinos en la capital mexicana, que lo consagró como escritor, de pronto traducido a numerosos idiomas y saludado por la crítica más exigente. A pocos años de conocerse, Belano había superado ampliamente a Barclays como escritor y se había convertido en un autor de culto, un genio solapado, huidizo. No por eso dejó de escribirle cartas y postales a Barclays, quien prefería responderle con correos electrónicos. Barclays se alegró con el éxito de su amigo, no lo vio nunca como un rival o competidor. Eran amigos y el éxito no puso en entredicho aquella amistad que habría de perdurar: cada uno hablaba bien del otro en las infrecuentes entrevistas con la prensa, aunque ambos evitaban los congresos literarios. El que hablaba mal de ambos era su editor, Jorge Herrero: a Barclays le decía que Belano se inventaba enfermedades para no viajar en avión a ferias o eventos que mucho le convenían, y a Belano le decía que Barclays y su agente eran insaciables y siempre pedían más dinero por la siguiente novela. Cuando acabó el milenio, la agente de Barclays le pidió mucho dinero a Herrero por la nueva novela de su patrocinado, el editor se negó a pagarlo y ella, la agente, mujer mítica, decidió que su cliente pasaría a una editorial más comercial, pero menos prestigiosa. Belano le aconsejó a Barclays que se quedase en la editorial de Herrero. Ya era tarde. Barclays habría de lamentar ese error el resto de su vida. Belano fue leal a Herrero hasta su muerte. No habría conocido el éxito literario, de no haber sido por el tesón y la sabiduría de Herrero.
Barclays se encontraba en Santiago de Chile, almorzando en un restaurante del barrio de Bellavista, cuando la publicista de su editorial le dijo que Belano había muerto en Barcelona.
-Debe de ser una broma de Arturo, él siempre exagera sus enfermedades para no viajar -dijo Barclays.
Alguna vez había llamado por teléfono a Belano y lo había invitado a Miami, pero el escritor exchileno le había respondido:
-Lo siento, no puedo. La próxima semana voy a morirme.
Pero esta vez Arturo Belano no estaba bromeando. Había muerto con apenas cincuenta años, de una insuficiencia hepática.
-Murió de cirrosis -dijo la publicista, aquella tarde aciaga en Bellavista, Santiago, Chile.
-No -la corrigió Barclays-. Murió por comer chocolates.
Crédito: Infobae
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