El adiós a un presidente

Dentro de 48 horas, el país despedirá a un presidente y recibirá a otro. Mauricio Macri y Alberto Fernández se han visto pocas veces, pero sus vidas se han cruzado a la distancia en muchas oportunidades más. Compartieron el mismo distrito, la Capital, en los comienzos de sus carreras políticas. Distancia llena de discordias y, a veces, de prejuicios. Aun así, los dos coincidieron, siempre hablando poco y por teléfono, en administrar una transición increíblemente pacífica entre un presidente no peronista y otro con viejas raíces en el partido que fundó Perón. Es una enorme excepción histórica. Frondizi, Illia, Alfonsín y De la Rúa concluyeron sus gobiernos de mala manera empujados por el peronismo. Macri no solo es el primer presidente no peronista en casi un siglo que concluye su mandato en tiempo y forma (el anterior fue Marcelo T. de Alvear en 1928), también es el primer presidente de una coalición que empezó y está terminando con la coalición intacta. En un país presidencialista, propenso al caudillismo, ese logro no es menor. Una coalición necesita forzosamente de acuerdos internos y de una dosis excepcional de paciencia.

Macri nació como un príncipe de los dueños del capital argentino. Pudo haber elegido sentarse en la cabecera de cualquier mesa del «círculo rojo» (nombre un tanto despectivo que él mismo instaló para referirse a los principales empresarios del país), pero prefirió, contra la voluntad de su padre, embarrarse en el lodazal de la política. Su apellido lo ayudó porque ya era famoso antes de ser famoso, aunque también lo metió en un corral rodeado de prejuicios. Solo la impronta irrefrenable de su amiga Elisa Carrió ayudó a romper ese cerco de prejuicios que acorralaba a Macri. El prejuicio es una forma de discriminación. Nadie puede explicar por qué Macri es, por llamarse Macri, un insensible que gobierna solo para los ricos, como estableció su oposición kirchnerista. En cambio, los funcionarios que se hicieron ricos en la función pública pueden acceder fácilmente al altar del progresismo latinoamericano. Dejemos los juicios por supuesta corrupción de lado. Miremos solo las declaraciones juradas de bienes de los dos presidentes Kirchner durante los últimos 30 años, cuando solo trabajaron en el Estado. Son ricos, aunque accedieron a la riqueza de otra manera.

Macri no pudo seguir como presidente porque gobierna un país en recesión y con alta inflación. Ese es el saldo negativo de su administración. ¿Por qué no pudo disciplinar la economía? Las razones son muchas y, sin duda, hubo también muchos errores. Recibió un país con un déficit de las cuentas públicas de alrededor del 6 por ciento, según la unanimidad de los economistas independientes. Los argentinos pagaban en 2015 solo entre el 10 y el 15 por ciento del valor de los servicios públicos. El déficit de cuenta corriente (la diferencia entre los dólares que el país produce y los que gasta) rondaba el 7 por ciento del PBI. Una enormidad para un país altamente endeudado. La deuda no la habían contraído, es cierto, solo los Kirchner. Es un despilfarro irresponsable que viene de muchos años, sobre todo de los años 90, cuando a los argentinos se les ocurrió que el peso valía igual que el dólar y que esa fantasía podía ser eterna.

La opción de Macri nunca fue gradualismo o shock para enfrentar esa herencia; fue gradualismo o estallido social, si el único programa hubiera sido un duro ajuste de las cuentas públicas. El presidente que se va eligió el gradualismo, pero el déficit debía pagarlo alguien. Lo pagó el crédito externo, hasta que el crédito desapareció. Eso sucedió en abril de 2018, cuando Donald Trump anunció una guerra comercial con China. Los fondos que le prestaban a la Argentina huyeron hacia el destino más seguro: los bonos del Tesoro norteamericano. Una sequía implacable despojó al país de casi 10.000 millones de dólares ese mismo año. La sociedad había aceptado el primer aumento de tarifas como algo que debía suceder. Pero las posteriores subas, que comenzaron a encoger seriamente el poder de compra, iniciaron las primeras protestas sociales.

Cuatro meses antes de la irrupción de Trump, la Argentina había vuelto a crecer con números cercanos al 4 por ciento y la inflación comenzaba una tendencia declinante. La prueba de que Macri no imaginó el huracán que lo esperaba (ni al FMI en su destino) es que en diciembre de 2017 envió al Congreso una ley que modificó la manera de actualizar las jubilaciones. La ley fue aprobada con el apoyo de sectores peronistas. Estipulaba que las jubilaciones aumentarían según la inflación más tres o cuatro puntos adicionales. Ese método, que está vigente, es inviable con la inflación que se desató luego de la crisis. El problema de Macri no fue, además, la fragmentación de la cartera económica, sino la falta de trabajo en equipo de los primeros ministros del área. El que aumentaba las tarifas no conversaba sus decisiones con el que administraba el presupuesto y la inflación. O, si lo conversaban, no se entendían.

En medio de tales fragilidades, Macri llegó a las primarias del 11 de agosto, cuando perdió por 16 puntos frente a la fórmula de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Su gobierno económico concluyó al día siguiente, el 12 de agosto. El riesgo país se triplicó, la devaluación fue del 30 por ciento y miles de dólares ahorrados por los argentinos en cuentas a la vista en los bancos se fueron al colchón. La administración de la economía se limitó a administrar crisis sucesivas. Las consecuentes devaluaciones dejaron la secuela más triste y desoladora: alrededor del 40 por ciento de los argentinos son pobres ahora.

Cristina Kirchner suele decir que los jueces la persiguen por orden de Macri. Ningún juez confirma eso. Menciona la mesa judicial del macrismo como el lugar donde se toman las decisiones que la acorralaron en la Justicia. Esa mesa judicial existe para asesorar al Presidente sobre la elección de jueces sobre la base de las ternas enviadas por el Consejo de la Magistratura y para definir la estrategia sobre juicios que se iniciaron contra decisiones del Gobierno. «Jamás le ordené a ningún juez perseguir a nadie. Jamás pedí que la Justicia protegiera a nadie», suele asegurar Macri. Existen algunas pruebas que confirman lo que dice. Su primo Ángelo Calcaterra fue el primer dueño de empresa arrepentido ante la Justicia en el caso de los cuadernos. Su hermano, Gianfranco, fue indagado por el juez Claudio Bonadio en la misma causa. Es probable, en cambio, que los jueces hayan percibido el reclamo social para que la Justicia castigue la corrupción.

Una noción nueva de libertad se instaló en el país desde 2015. Basta ver los medios críticos de Macri para establecer que hubo libertad de prensa. Alberto Fernández no debería cambiar ese legado de su antecesor. En el Congreso hubo acuerdos y desacuerdos permanentes entre oficialismo y oposición. Es lo que se espera de un Parlamento. Existió la división de poderes, un principio que había perdido vigencia. La política exterior de Macri se ocupó de restablecer relaciones normales fundamentalmente con los Estados Unidos, Europa y Brasil, aunque no despreció a nadie. La propia diplomacia argentina reconoce el papel importante y silencioso que en la política exterior cumplió Juliana Awada, la impecable primera dama. La Argentina volvió a ser un país respetado en el mundo. Si bien Alberto Fernández deberá lidiar con los próximos vencimientos de la deuda, con la necesidad urgente de reactivar la economía y con la insoportable pobreza, hay también principios fundamentales que Macri reinstaló. La Argentina no merece que se olviden de ellos.

Crédito: La Nación

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