Raúl Alfonsín y las ironías del negacionismo

El presidente Alberto Fernández lanzó, en París, una suerte de disparatada ucronía política que, por suerte, el destino se encargó de no cumplir. Dijo queRaúl Alfonsín «no era peronista», pero que «merecía serlo».

Afortunadamente no lo fue porque si en 1983 hubiese ganado las elecciones presidenciales en nombre del peronismo (en vez de, como sucedió, en representación del radicalismo) habría tenido que confirmar la autoamnistía que se dio a sí misma la dictadura militar para zafar de los crímenes de lesa humanidad que había cometido; consecuentemente no hubiese propiciado el juicio a los comandantes -como sí lo hizo- ni mucho menos habría consentido la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep).

Quien representaba en ese momento al partido que orgullosamente reivindica el presidente actual, Ítalo Luder, perdió aquellos comicios. Alfonsín, generoso, le ofreció la titularidad de la Corte Suprema de Justicia, pero el candidato derrotado no aceptó.

De haber ganado Luder la presidencia, le habría dado una pátina democrática a la amnistía castrense, que, en cambio, Alfonsín no dudó en derogar de inmediato. En vez de acompañar al flamante mandatario radical en sus valientes decisiones, cuando el poder militar todavía estaba intacto, y no se trataba simplemente de bajar un cuadrito veinte años después, como lo hizo Néstor Kirchner, cuando ya todos los represores estaban presos, el peronismo le dio la espalda a la Conadep. Sin embargo, 35 años más tarde, uno de sus cómicos más connotados, Dady Brieva, se dio el gusto de exhumar aquel sagrado nombre, al que banalizó y vació de su sentido original al proponer una «Conadep del periodismo», que podría haber sido apenas un chiste de mal gusto olvidable al minuto siguiente, si no hubiese sido reivindicado por buena parte de la militancia kirchnerista, una nefasta ocurrencia que inspiró, peor aún, a un juzgado de Dolores a intentar explorar ese camino. Por allí está todavía el doctor Eduardo Barcesat soñando con un tribunal internacional inspirado en la perversa extrapolación amoral del bufo.

Todo esto viene a cuento porque Alberto Fernández se comprometió ante organismos de derechos humanos de Francia a estudiar la posibilidad de impulsar en la Argentina una ley contra el negacionismo. Se está metiendo en un verdadero brete el Presidente si quiere avanzar por ese camino con franqueza, honestidad y memoria completa, porque si existen negacionistas de origen, esos fueron precisamente no pocos connotados peronistas. Por de pronto, las mortíferas acciones de la Triple A, que salía a asesinar impunemente a activistas, prohijada desde lo más alto del poder, ¿acaso no constituyen crímenes de lesa humanidad? ¿No hubo en esa violenta modalidad un «plan piloto» que luego los militares setentistas «perfeccionaron»?

Se dirá, y es verdad, que también hubo muchos peronistas entre las víctimas de la represión estatal. Sorprende, por eso, que el justicialismo no haya abrazado la causa de los derechos humanos de movida y no de manera oportunista y espasmódica.

No está de más recordar que Luder, el candidato derrotado por Alfonsín, fue quien como presidente interino, en 1975 -mientras la presidenta Isabel Perón estaba en uso de licencia- firmó los decretos de lucha contra el terrorismo en los que usó la palabra «aniquilar» y que encomendaba esa misión a las Fuerzas Armadas, que tomaron al pie de la letra ese verbo. El Operativo Independencia, en Tucumán, también es anterior al golpe de 1976 y sumó más horrendas escenas anticipatorias del terror que sobrevendría. ¿Al indultar a los jerarcas castrenses, el peronista Carlos Menem, en 1990, no guardó cierta coherencia con lo que pensaba hacer el justicialismo si ganaba en 1983? ¿Cómo entender de un gobierno como el último de Cristina Kirchner, que aseguraba ser tan sensible hacia el tema de los derechos humanos, el nombramiento de César Milani, como titular del Ejército, sin importarle que su nombre estuviese inscripto en el Nunca más riojano?

Si Fernández está pensando en una ley que castigue a los negacionistas, ello le impone antes un profundo mea culpa sobre los ondulantes comportamientos en el tiempo de las dirigencias peronistas que lo precedieron a la hora de abordar tan ríspido tema.

Por lo demás, las controversias sobre el número de desaparecidos, fuente de tantas discordias, puede resumirse en tres datos: por un lado, la cifra simbólica de los 30.000 desaparecidos, reconocida como tal, incluso, por Horacio Verbitsky, que está en su derecho a reivindicar quien quiera hacerlo sin ser molestado; por el otro, los 6348 nombres, que surgen del Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado, al que llegó el Ministerio de Justicia, en 2013, cuando gobernaba Cristina Kirchner, y que son menos, curiosamente, que los 8961 casos que consignó en su momento la Conadep.

Inoportuno y poco feliz, en definitiva, el deseo imaginario de Alberto Fernández de travestir en peronista al radical hasta la médula Raúl Alfonsín. Al menos se anotó una victoria menor en torno de ese ilustre apellido al nombrar en estos mismos días a Ricardo Alfonsín, hijo del estadista, nuevo embajador en España. Ironías de la historia.

Crédito: La Nación

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