El diablo está en los detalles
En el mundo de las organizaciones no hay cambio más radical que el que llaman “transformacional”. Supone ruptura y una nueva forma de asumir la realidad. Implica quiebres con los que se ha venido haciendo hasta entonces para asumir que lo viejo ya no sirve y que no queda otro camino que salir del espacio de confort para intentar algo absolutamente novedoso. Obviamente eso ocurre cuando la necesidad hace impostergable el intentar el máximo esfuerzo para sobrevivir, como cuando sobreviene una innovación tecnológica que deja a la anterior en la más absoluta obsolescencia. En esos casos no hay nada que hacer. O te montas en ese tren, o quedas para que otros te usen de ejemplo sobre la incapacidad para responder a los desafíos de la realidad.
Los pioneros son siempre personas muy incomprendidas, incluso odiadas. Schumpeter decía que en todos ellos había esa locura que caracteriza a los creativos. Todos ellos pasan por una época de soledad y rechazo para luego ser admirados, no por sus propuestas sino por sus resultados. Primero tratados como locos y luego reconocidos como exitosos. Abren nuevos surcos, imponen nuevos paradigmas, cambian las formas de relacionarse con el mundo y crean esas “divisorias” que diferencian lo anterior de lo nuevo. No hablan de adaptación, no quieren saber nada de resignación. Ellos escapan donde otros quedan prisioneros. No gravitan alrededor de nada. Crean nuevos espacios de atracción donde los demás, incluso sus más apasionados críticos, terminan por rendirle tributos.
Eso también pasa en la política. Y debería pasar en nuestra forma de ver las soluciones a la crisis venezolana. ¿Cómo salimos de esto? Los conservadores (que en este caso son los que no quieren salir de su espacio de confort) van a afirmar que la solución es la conformación de una gran alianza unitaria que sea el polo vencedor en unas elecciones, no importan las condiciones. Que para constituir esa alianza no se pueden hacer baremos propositivos o morales, porque lo importante es lograr una masa crítica que sea capaz de demostrarle al régimen usurpador que es una minoría ínfima y por lo tanto debe irse cuanto antes.
Pero el diablo está en los detalles. Porque la salida conservadora, que supone que lo malo puede tener buen néctar, asume que es posible congregar a lo dañado para que se reconstituya, y que el país va a conseguir la solución a su crisis por un proceso similar a la generación espontánea. O sea, que la corrupción la van a acabar los corruptos, que el estatismo va a ser derogado por los socialistas, que el clientelismo va a ser superado por los demagogos y que el populismo va a ser dejado atrás por los caudillos. Y por supuesto, que los marcos morales son metafísicos y en nada tienen que ver con la política real, esa que se practica todos los días, donde por lo visto se puede lidiar y ganarle la partida a la traición, la deslealtad, la adulancia, el saqueo del erario o la connivencia con los represores y violadores de los derechos humanos. Nada de moralinas, argumentan los conservadores, porque “todos somos arrieros y en el camino andamos”, una mano lava la otra, favor por favor, y nada malo tiene recibir una ayuda de quien saqueó. De esta forma vemos que lo que verdaderamente pesa en un cambio que parece imposible es que nadie quiere ser pionero, todos andan cuidando sus relaciones, y todos aspiran a una conversión masiva por la que va a ser innecesario pasar facturas, porque “todos somos venezolanos”. El error de la salida conservadora es que no quiere salir de nada, sino que aspira a ser y a quedarse con todo.
Como los detalles no importan, a lo máximo que podemos aspirar es al cambio de elenco, pero de ninguna manera de guion y de resultados. De allí el hastío que buena parte de los ciudadanos tienen con una oferta política que no tiene nada nuevo que ofrecer. Y que no quiere ofrecer nada diferente.
Los pioneros, a diferencia de los conservadores, proponen una ruptura radical y transformacional. Y para ello acuden al depositario de la soberanía. No se están imaginando un arreglo de cúpulas, porque están echadas a perder. Proponen un nuevo pacto, nuevos protagonismos, nuevas estrategias y resultados diferentes. ¿Qué significa eso? Romper con la corrupción, desafiar el compadrazgo y el clientelismo, asumir con coraje la ruptura con los que han defraudado al país, evitar la lástima “perdona vidas” con los cómplices del desguace nacional, y entender que los venezolanos merecen el advenimiento de una nueva época, donde los odres viejos no sirven para albergar los vinos nuevos.
Los conservadores advierten que así no se hace política. Que los que así piensan pertenecen a otros espacios, pero en ningún caso a la política. Esa afirmación nos obliga a hacernos una pregunta crucial: ¿Qué es la política? Definámosla por su contrario: No es el espacio para condenar al ciudadano a la servidumbre. Tampoco es el ámbito para garantizar la impunidad de una dirigencia llena de mediocres. De ninguna manera debería servir para lavarle la cara a la corrupción. La política es, entre otras cosas, el espacio para hacer realidad los valores en los que se creen en el marco de un orden social que sirva a la felicidad del individuo. El llamado de los pioneros sería intentar un país donde la probidad y la idoneidad construyan espacios crecientes de libertad y prosperidad. ¿O es que los valores sirven para guardarlos en el bolsillo a la hora de tener que tomar decisiones? ¿O nos tenemos que resignar a la perversidad de decir una cosa y hacer otra? ¿Tenemos que vivir subyugados por las apariencias y apaleados por una realidad en constante disonancia? ¿Debemos resignarnos a que la mentira es el signo de la política? Y peor aún ¿Estamos condenados a vivir una forma de hacer política que es perversa?
Los conservadores se aferran a la nostalgia de un país que nunca fue pero que ellos fabularon. Un país donde las relaciones importaban. Donde la amistad era a prueba de balas. Donde el haber estado juntos obliga para siempre a una lealtad a prueba de sensatez. Un país de conversos constantes, de caídos que se redimen y de situaciones que se superan. El país de la perenne connivencia, donde todos caben, el tirano con sus víctimas, el represor con sus reprimidos, el corrupto con sus saqueados, el torturador con sus torturados. Una unidad perfecta solo porque nadie pregunta, nadie se atreve a impugnarla, nadie atina a salir de la ofuscación para ir al abrazo de la verdad. Y la verdad está en los detalles. ¿Eso es posible? ¿Es posible el perdón al tirano?
Y aquí vuelve el diablo con sus detalles. En un país dañado hasta los tuétanos. Torturado y saqueado por una dirigencia que ha sido incapaz de cualquier atisbo de prudencia. Un país que ha caído víctima del cinismo ejercido por sus élites, donde al parecer, todo vale, lo bueno, lo malo, lo peor, lo inimaginable, porque la política es así, y no puede ser de otra manera. Y entonces cualquiera que pregunte si no vale pena separar la paja del trigo, si no tiene sentido tomar la hoz y segar el campo para intentar una nueva cosecha, es tildado de ingenuo y despachado a los espacios previstos para la reflexión sin consecuencias. ¿Porque las relaciones y el acervo de memorias compartidas son más importantes? Cuando se plantea la ruptura y el imperativo de una moral pública todos se escandalizan ¿y la respuesta es que así no se hace política? ¿Acaso el sentido común es tan conservador que pretende seguir con la inmolación de los venezolanos porque no hay opción? ¿Porque la única opción es la política como pesca de arrastre, donde todo lo que se agarra es bueno?
La ruptura que necesitamos es con las élites del país, dañadas hasta los tuétanos. ¿O estamos condenados a dar por buenos los respaldos de los malos? La ruptura que necesitamos es con la connivencia que exige una repartición clientelar para llegar al poder. ¿O estamos condenados a sufrir una vez tras otra la nefasta experiencia de los frentes amplios y las mesas de la unidad? La alianza es con los ciudadanos, con la gente que hasta hoy ha sido excluida y que ha sufrido en carne propia esta hecatombe donde todos hemos sido víctimas. Necesitamos un pacto con la verdad. ¿O es que necesitamos el vínculo de la mentira, de la oferta fraudulenta, del descaro propositivo, para ganar adeptos? ¿La verdad no es más fuerte? ¿Necesitamos acaso intentar alianzas con el que tarde o temprano traiciona o practica la deslealtad? ¿La integridad no es más fructuosa?
Pero hay algo más. El pionero necesita del respeto, e incluso del temor que provocan aquellos que son capaces de mantener su posición. Por la vía del respeto llegan incluso a ser queridos, tanto como desafiados por los que se quedan atrás. Y aquí en Venezuela hay muchos que tienen que ser dejados atrás para abrirle una oportunidad al futuro. La élite pestilente que se ha lucrado con la muerte y la desolación de los venezolanos, que ha parasitado sus instituciones, que las han silenciado para sus propias conveniencias, que han perseguido y devastado derechos, que se han creído dueños de la verdad oficial para contrariar y aniquilar a los que han pensado diferente, que han preferido la censura porque hace homenaje a su resentimiento revanchista, esa dirigencia no puede ser exonerada. Por eso los pioneros son temidos.
La innovación está centrada en darle una oportunidad a la libertad. Superar el caudillismo y sus montoneras para instaurar el estado de derecho. Superar la complicidad del amiguismo y el compadrazgo, para abrirle paso a la justicia. Superar la amoralidad facilista para que podamos tener una cultura centrada en valores. Superar el diletantismo para volver a restaurar el mérito. Superar la corrupción para vivir un país de probidad y honestidad. Superar el crimen para vivir seguros. Superar el guaraléo político para experimentar la firmeza. Superar la mediocridad para tener excelencia. Superar el tiempo que se pierde, para tener eficacia. Superar la perversidad para vivir la verdad. Y solo la verdad nos hará libres.
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