Iré a tu fiesta, aunque me cueste la vida
El trabajador centroamericano, Marcelo, inmigrante indocumentado, fanático religioso, padre de cinco hijos con la misma mujer, se encontraba limpiando los techos de la casa de Barclays cuando se distrajo para hablar por teléfono, se resbaló y cayó aparatosamente, dando un alarido. El grito de angustia y pavor rasgó la quietud de la tarde en aquella isla bucólica y anunció que los días venideros serían aciagos, contrariados. Los bomberos llegaron deprisa y llevaron a Marcelo al hospital. Una semana después, Marcelo apareció en casa de Barclays, acompañado de su esposa. Tenía el brazo derecho enyesado. Se había roto el brazo. Le dijo a Barclays que estaría enyesado, el brazo inmovilizado, impedido de trabajar, al menos tres meses. Le entregó a Barclays la cuenta del hospital. Barclays leyó con estupor: veintidós mil y tantos dólares. Marcelo y su esposa le pidieron a Barclays que pagase la cuenta del hospital. ¿Debía Barclays pagarla? ¿Era justo que él pagase las consecuencias de un resbalón o un descuido de su trabajador? Dado que Marcelo se había accidentado y lesionado trabajando en casa de Barclays, cumpliendo un encargo que Barclays le había dado, ¿correspondía que Barclays pagase toda la cuenta del hospital?
Minutos después de que Marcelo cayera del techo, Barclays le había prometido que pagaría todos los gastos médicos de su recuperación. Había empeñado su palabra. Ahora debía honrarla. Pero Barclays pensaba: no es justo, yo no lo empujé, yo no le pedí que hablase por el celular subido en el techo, él se distrajo, él cometió un error, una negligencia, por qué yo debo pagar las consecuencias de su error, si él es una persona adulta, que debería hacerse cargo de sus errores. Sin embargo, Barclays pensaba al mismo tiempo: yo tengo el dinero para pagar la cuenta del hospital, Marcelo no lo tiene, si no pago la cuenta lo voy a humillar frente a su esposa, voy a quedar como un sujeto avaro, mezquino, sin compasión. Además, le di mi palabra. Pero no imaginé que la cuenta serían veintidós mil dólares por una lesión en el brazo. Es una locura. Y ahora, ¿qué se supone que debo hacer?
Resignado, Barclays subió a su escritorio, sacó un cheque y escribió el monto total, pero no a nombre de Marcelo, sino del hospital. Para su sorpresa, Marcelo y su esposa recibieron el cheque sin demasiada emoción, sin expresar los copiosos agradecimientos que Barclays sentía que merecía. Lo peor, sin embargo, estaba por venir. De inmediato, Marcelo le dijo a Barclays que los médicos le habían dicho que no podría trabajar en tres meses por lo menos, y que al cabo de esos tres meses probablemente tendrían que operarle el brazo de nuevo. Luego Marcelo le recordó a Barclays que tenía cinco hijos y no podía vivir tres meses sin trabajar. Barclays pensó: ¿y qué culpa tengo yo de que tengas cinco hijos? Preguntó: ¿no tienes ahorros? Marcelo dijo que no tenía ahorros y necesitaba dinero para los próximos tres meses. Cuánto necesitas, pregunto Barclays. Marcelo se tomó su tiempo, no respondió enseguida. Barclays volvió a preguntar: ¿cuál es tu presupuesto mensual? Marcelo pareció incómodo, pero de todos modos respondió: cinco mil dólares, señor. Barclays quedó perplejo. Pensó: es mucho dinero. Pero luego razonó: si paga dos mil dólares de renta mensual por una casa, y tiene cinco hijos, quizás sí gasta cinco mil dólares al mes, quizás no me está mintiendo. Sin salir de su estupor, Barclays preguntó: ¿o sea que necesitas quince mil dólares para los próximos tres meses? La esposa de Marcelo, una señora rolliza, respondió en tono enérgico: sí, señor, eso es lo que necesitamos. Barclays pensó decirles: necesito unos días para pensarlo, yo los llamaré. Pero luego pensó: si no les doy el dinero ahora, corro el riesgo de que me enjuicien, seguramente ya han pensado en enjuiciarme, quizás hasta han hablado con un abogado experto en accidentes y lesiones, y si me enjuician no me sacarán quince mil, sino cien mil dólares. Luego recordó el consejo que le dio un amigo muy rico, hace muchos años: el mejor juicio no es el que se gana, sino el que se evita. Derrotado, Barclays les pidió que aguardasen un momento. Volvió a subir a su escritorio, sacó otro cheque, escribió quince mil dólares a nombre de Marcelo, bajó apesadumbrado y le entregó el cheque al trabajador centroamericano. Marcelo y su esposa le agradecieron sin desbordarse en afectos ni efusiones. Marcelo dijo que volvería en tres meses para contarle cómo estaba recuperándose y si ya podía trabajar. Espero que no vuelvas en tres meses a pedirme más dinero, pensó Barclays, pero no dijo una palabra y sonrió mansamente. Marcelo y su esposa se marcharon en una gran camioneta.
Barclays entró a su casa y su esposa Silvana lo interrogó. Barclays confesó todo: había pagado la cuenta del hospital y además les había dado quince mil dólares para los próximos tres meses. Silvana le dijo a su esposo que era un idiota, un pelotudo, un tarado, un debilucho. Furiosa, a los gritos, le dijo que no debió pagar nada, ni el hospital ni los tres meses de incapacidad para trabajar. Exasperada, fuera de sus cabales, dijo que ella siempre había detestado a Marcelo, que ese tipo era un aprovechado, un convenido, un zángano, un bueno para nada. Gritó que Marcelo no entraría más a su casa. Gritó que Barclays no le daría un centavo más. Se espantó de que Barclays fuese tan tonto para darle miles de dólares a Marcelo, creyéndole todo. Barclays alegó que le había dolido pagar tanto dinero por un error que no cometió, pero añadió que al menos se había evitado un juicio oneroso. Silvana quedó furiosa y decepcionada de su esposo. Barclays se sintió un idiota, un pusilánime.
Unos días después, Silvana le anunció a su esposo que iría al concierto de Billie Eilish en la arena principal de la ciudad. Había pagado quinientos dólares por la entrada. Luego había pagado mil dólares más para tener una reunión breve con la artista y hacerse fotos con ella. Barclays sabía bien que su esposa adoraba a esa cantante. Comprendía su ilusión de acudir al recital. De hecho, meses atrás la había llevado a Houston solo para ver un concierto de esa artista, y la había acompañado durante todo el espectáculo, a pesar de su fobia a los tumultos y las multitudes, de su aversión a los chillidos y los alaridos. Sin embargo, ahora las cosas habían cambiado. Barclays le dijo a su esposa que era una imprudencia que el concierto de Billie se llevase a cabo, en medio de la crisis por el coronavirus. Le dijo: vas a estar entre veinte mil personas, es un hecho que habrá personas infectadas en el concierto, seguramente esas personas no saben todavía que están infectadas, no van a ir con mascarillas al concierto, van a gritar y cantar y van a contagiar a las personas que estén cerca de ellas. Silvana lo miró con perplejidad, pasmo e incredulidad. Dijo que le había costado muchísimo trabajo comprar la entrada en una zona tan exclusiva, que había sido una tarea titánica comprar el boleto para la reunión privada con la artista antes del concierto, pues solamente treinta personas accederían a tamaño privilegio, estar a solas con Billie Eilish, y que no tenía ningún temor a contraer el coronavirus en el principal coliseo de Miami, viendo a su artista favorita. Barclays dijo: no tienes miedo, comprendo, porque el coronavirus no te mataría, tienes treinta y un años, eres joven, tienes buena salud, si te contagias no morirás, pero traerás el virus a la casa, me lo pasarás y yo sí moriré. Silvana sonrió con cinismo o desdén y dijo: o sea que ya me contagié, ya te contagié y ya estás muriéndote. A continuación, añadió con aire condescendiente: eres un drama queen. Barclays guardó prudente silencio. No insistió. No tenía sentido pedirle que no fuese al concierto. Sabía que ella iría de todos modos. Al verla salir, vistiendo un pantalón ajustado y una camiseta negra, le sugirió que se pusiera un suéter o una campera, no fuese a pasar frío. Así estoy cómoda, dijo ella. Barclays le preguntó a su esposa: ¿no quieres llevar una mascarilla, por las dudas? No, gracias, dijo ella, y se fue al concierto. Esta noche me va a contagiar el coronavirus, pensó Barclays. Silvana regresó a medianoche, fatigada, eufórica, desbordada de emociones. Había tomado, se notaba que había tomado, cuando ella tomaba solía volverse más locuaz, más expresiva. Le enseñó a Barclays fotos y videos del concierto. Se había hecho fotos con Billie. Estaba jubilosa. Decía que estaba enamorada de Billie. Ya lo estaba antes del concierto. A la mañana siguiente, amaneció mal, resfriada, con tos. Barclays no dijo nada, pero pensó: el coronavirus ya está en nosotros. Sin embargo, Silvana lo sorprendió: fue al spa del hotel, tomó baños de vapor, luego fue al gimnasio, sudó por espacio de una hora, enseguida salió a correr por la isla. Dos o tres días después, estaba mejor, no del todo bien, pero bastante mejor. No tenía fiebre, no tenía tos, no le dolía la garganta. Por lo visto, se había resfriado, pero no tenía el coronavirus.
Barclays recibió entonces la llamada, o las llamadas, porque fueron muchas, de su madre, desde Lima. Barclays no hablaba por teléfono con nadie, tampoco con su madre. Pero ella le dejó tantos mensajes desesperados, apremiantes, rogándole que la llamase, que se sintió obligado a llamarla. Su madre le recordó que en dos semanas cumpliría ochenta años y quería ver a toda su numerosa familia reunida alrededor de ella, en ese día tan importante. Le preguntó a Barclays: ¿van a venir a mi fiesta? Barclays respondió, dubitativo: bueno, mamá, hemos comprado los boletos, por supuesto, pero, tal como están las cosas, la verdad es que no sabemos si al final viajaremos. La madre de Barclays se impacientó: ¿tal como están qué cosas? Barclays respondió: mamá, tú sabes, el coronavirus, es muy riesgoso viajar en avión, podríamos contagiarnos, es un vuelo de cinco horas. La madre de Barclays suspiró, decepcionada, y dijo: hijito, no seas tan débil, tan poca cosa, cómo vas a asustarte con esa tontería del coronavirus, cómo vas a tener miedo de viajar, no seas tonto, eso es un invento de los chinos, no seas calzonudo, no creas todo lo que dicen los chinos, esos chinos lo que quieren es fastidiar a Trump, ¿no te das cuenta? Barclays comprendió que no debía discutir con su madre. Ella continuó: más gente muere por la gripe común, más gente muere por el dengue, ¿cómo vas a tener miedo de viajar para estar en mi fiesta? Barclays se irritó levemente: mamá, si viajo y me contagio, estoy seguro de que ese virus me mataría, tú sabes que tengo problemas respiratorios crónicos. La madre de Barclays sentenció: no seas miedoso, hijito, no seas timorato, no te reconozco, dónde esta mi hijo mayor que va a ser presidente de la república, tú encomiéndate a Dios y pídele que te cuide y no te vas a contagiar. Barclays se replegó, permaneció en silencio. No puedes dejarme plantada por mis ochenta años, le dijo su madre. Claro, mamá, comprendo, dijo él. Luego preguntó: ¿pero de verdad crees que si rezo no me voy a contagiar? Su madre respondió sin un átomo de dudas: primero, ese coronavirus no existe, es un invento de los chinos, y segundo, si rezas, si te encomiendas a Dios, todo va a estar bien, hazme caso, hijito. Barclays preguntó: ¿no te da miedo de que me contagie y lleve el virus a tu fiesta y se lo pase a tus amigas? ¿No te da miedo de que te contagie a ti, y te mueras, y yo sea el culpable de tu muerte? Su madre se rio con invencible optimismo y dijo: no, hijito, no me da miedo, a mí nada me da miedo, y morirme tampoco me da miedo, me moriré cuando Dios quiera y me iré al cielo, así que no tengo miedo al coronavirus ni a los chinos ni a nadie. Barclays dijo: comprendo, mamá. Luego añadió: te prometo que iré a tu fiesta, aunque me cueste la vida. Tú siempre tan melodramático, comentó su madre, y se permitió una risotada espléndida.
Crédito: La Nación
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