El filósofo y el tuerto

Un año después de que Fidel Castro capturase a tiros el poder en Cuba, y cuando ya empezaba a perfilarse su deriva de sátrapa comunista, dos jóvenes de diecisiete años, todavía menores de edad, Montalván, apodado El Filósofo, y Benítez, alias El Tuerto, fueron capturados por la policía política del régimen, acusados de distribuir panfletos anticomunistas, sometidos a una charada de juicio sumario y encarcelados en una prisión para menores en las afueras de La Habana.

Montalván, El Filósofo, ya se había casado y era padre de una niña, a tan temprana edad. Benítez, El Tuerto, era su mejor amigo desde los tiempos del colegio. Montalván era un gran lector, un joven dotado de una poderosa curiosidad intelectual, una mente inquisitiva y brillante. Por eso sus amigos le decían El Filósofo. Benítez era muy listo para las cosas del dinero, un negociante avispado, pero había nacido lastrado para el raro oficio de pensar: no le interesaba leer, cuestionarse el sentido de la existencia. Le decían El Tuerto porque, cuando jugaban al béisbol, jamás le daba a le pelota.

Desesperado por reunirse con su esposa y su hija, El Filósofo comprendió que debía escapar de la cárcel de menores, antes de que cumpliese dieciocho años, se convirtiese en mayor de edad y fuese trasladado a una prisión más estricta, en la que previsiblemente sería fusilado, como habían sido fusilados varios de sus amigos, un año o dos años mayores que él. Mientras fuese menor de edad, no lo fusilarían. Pero apenas cumpliese dieciocho, lo llevarían al paredón. Gracias a su esposa, quien le deslizó a hurtadillas algunos dólares, Montalván le compró a otro preso adolescente una hoja fina, una segueta, de unos veinticinco centímetros, y se propuso serrar los barrotes de la ventana de su celda, con la ayuda de su entrañable amigo, El Tuerto Benítez. Acordaron escapar un sábado a medianoche, cuando la vigilancia se hacía más laxa y los guardianes oían música y bebían licor. El Filósofo y El Tuerto serraron los barrotes hasta que les sangraron las manos, consiguieron cortarlos a duras penas y escaparon de madrugada, una noche de luna llena. Unos kilómetros más allá, los esperaba, en un auto prestado, la esposa de El Filósofo. Escaparon de la prisión de menores. Salvaron la vida. De no haberse fugado, habrían sido fusilados. La esposa de El Filósofo los dejó en una embajada, donde pidieron asilo. Meses más tarde, El Filósofo y El Tuerto, con salvoconductos expedidos por la embajada que los protegió, llegaron a la libertad, a Miami. El Filósofo se reunió con su familia. El Tuerto tuvo una epifanía: se quedaría en Miami, se dedicaría a vender joyas y relojes de lujo, se haría rico, muy rico, y algún día tendría una avioneta, un yate y un auto de presidente o dictador. El Filósofo, intelectual, hombre de ideas, decidió que se mudaría con su familia a Madrid.

Con un dinero prestado por su familia, El Tuerto se asoció con dos parientes y abrió una joyería, relojería y casa de empeño en el centro de Miami. Se juró no volver a Cuba mientras aquella isla fuese un campo de concentración, la finca comunista de los hermanos Castro. El Filósofo se instaló en Madrid con su familia, ganó una beca para estudiar en una universidad de prestigio y, al tiempo que descollaba como estudiante y luego asistente de cátedra, ejerció sin quejarse diversos oficios alimenticios en la propia universidad: chofer de los profesores renombrados, lavaplatos y mesero de la cafetería, empleado de la biblioteca. Este último oficio, el de bibliotecario, le permitía leer mientras trabajaba, y así pudo familiarizarse con los libros de los grandes novelistas, dramaturgos, poetas, cronistas y ensayistas españoles. En unos años, El Tuerto comenzó a prosperar. El Filósofo comprendió que su felicidad se hallaba en los libros, entre los libros, y que cada libro era un viaje a la mente, el espíritu y el corazón de su autor, una manera de conversar con él, viajar con él, cultivar su amistad.

Tan pronto como se graduó, El Filósofo fue contratado como profesor titular de la universidad donde había estudiado y trabajado. Era muy querido por los profesores. Le asignaron la cátedra de Literatura Latinoamericana. Montalván era un profesor brillante y jovial, sabio y ameno, memorioso y divertido. Sus alumnos lo querían tanto que al final de cada clase lo aplaudían y, cuando cumplían años o se casaban, lo invitaban a la fiesta. El Filósofo era un hombre bueno, generoso, extranjero a la vileza, la ruindad y la perfidia, de un gran corazón.

Unos años después, aconsejado por su esposa, una mujer sumamente astuta y laboriosa, El Filósofo tomó una de las decisiones más audaces de su vida, de la que no habría de arrepentirse: pidió un préstamo a su suegra, una comerciante libanesa, y fundó una imprenta pequeña con el propósito de editar los libros de textos académicos que su universidad y muchas otras compraban. Guiado por su esposa y su suegra, iluminado por ellas, El Filósofo vio la gran oportunidad de su vida: editar los libros que su universidad compraba y vendérselos a un precio mejor que el de la editorial que poseía el virtual monopolio del negocio. Gracias a su don de gentes y a la calidad de sus libros, Montalván persuadió a los directores de su universidad para que le comprasen a su editorial, y no a la competencia. En su pequeña editorial, El Filósofo trabajaba de sol a sombra, junto con su esposa y dos refugiados cubanos. Editaban libros de química, biología, matemáticas, como también de historia y geografía. Pero aquellos en que más ilusión volcaban eran los de literatura, textos que luego leerían los alumnos de El Filósofo. Al mismo tiempo que ganaban dinero, Montalván y su esposa sentían que estaban haciendo una contribución al mundo de la cultura: era el negocio perfecto para ellos.

Con el paso de los años, El Tuerto se convirtió en uno de los joyeros más exitosos de Miami y El Filósofo pasó a ser editor y proveedor de libros para varias universidades y escuelas de España. Ambos cumplieron su juramento de no pisar la Cuba comunista. El Tuerto no solo vendía joyas y relojes de alta gama: también compraba a precios de corsario las joyas y los relojes de las señoronas caídas en desgracia y los señorones venidos a menos. Además, a medida que su apellido se asociaba a la riqueza y el lujo, El Tuerto expandió su negocio: fundó una financiera que recibía los ahorros de sus principales clientes, prometiéndoles un rendimiento anual, en dólares, que oscilaba entre ocho y doce por ciento. Así, muchos de sus clientes acaudalados, que le compraban joyas y relojes, y tenían millones en el banco ganando nada o casi nada, y no se atrevían a comprar acciones en la Bolsa, pues les parecía una inversión demasiado riesgosa, le confiaban a El Tuerto sus ahorros de toda la vida, o parte de ellos, y El Tuerto, fiel a su fama de millonario honrado, de palabra, les pagaba los porcentajes de ganancia acordados. El éxito de El Tuerto como financista predilecto de los ricos de Miami fue de tal envergadura que, como había soñado siendo joven, pudo comprarse una avioneta, un yate y un auto de presidente o dictador.

Cuando El Filósofo visitaba Miami, no se alojaba en un hotel: su amigo El Tuerto de toda la vida lo recibía con los brazos abiertos en su mansión de Coral Gables y lo atendía como si fuera un rey. Cuando El Tuerto pasaba por Madrid, dormía en el cuarto de huéspedes del piso que El Filósofo había adquirido, frente al parque del Retiro. Seguían siendo grandes, entrañables amigos. Hablaban de política, solo de política. El Tuerto era un conspirador incansable, quería contratar sicarios y matar al dictador cubano. El Filósofo se oponía de plano a la violencia y era partidario de visitar a los líderes de las democracias occidentales para sensibilizarlos con el espantoso calvario de los cubanos, despojados estos de sus libertades y sometidos a la miseria más abyecta. Por eso El Filósofo se había hecho amigo de los más grandes escritores en lengua española, de importantes políticos españoles, y de presidentes y jefes de Estado en América Latina, a quienes obsequiaba los libros de ensayos que publicaba a menudo, deslumbrándolos con su inteligencia, locuacidad y sentido del humor.

Tanto le gustaba escribir y viajar a El Filósofo, que se propuso convertirse en un escritor a tiempo completo, no solo un escritor de ensayos, también de ficciones, de novelas. Después de décadas de ejercer como profesor, renunció a la universidad y anunció que vendería la editorial y el edificio donde funcionaba la imprenta, en el centro de Madrid. Recibió ofertas que debió pasar por alto. Esperó pacientemente. Aunque menos rico que su amigo El Tuerto, El Filósofo también se había convertido en millonario, editando libros escolares y universitarios. Un día cualquiera, unos emisarios del Vaticano se presentaron en la editorial de Montalván y le dijeron que deseaban comprar el edificio y la imprenta, para editar libros religiosos. El Filósofo era ateo y, sin embargo, pensó que era un pequeño milagro que los curas vaticanos aceptasen pagarle lo que él pedía por el edificio y la imprenta: diez millones de euros. Semanas después, El Filósofo vendió su edificio y su imprenta al Vaticano y depositó los diez millones de euros en un banco español.

Entonces su amigo de toda la vida, El Tuerto, enterado de que El Filósofo disponía de tantos millones en efectivo, se ofreció a cuidarle y multiplicarle ese dinero, pagándole una tasa de diez por ciento anual en euros, es decir un millón de euros al año, solo por concepto de intereses. El Filósofo caviló, meditó, dudó. Era un intelectual, un pensador: no le tenía miedo a la duda, estimulaba la duda, la pregunta, la reflexión. Su esposa le sugirió que dejasen el dinero en el banco, o en varios bancos. El Filósofo le dijo que, si lo dejaban en el banco, no ganarían nada. Habló con dos bancos de inversión, los bancos de los más ricos, pero sus ejecutivos no quisieron comprometerse a darle un rendimiento fijo de intereses: así no operamos nosotros, le dijeron. El Filósofo no quería comprar acciones ni bonos, le parecía demasiado riesgoso, había visto a muchos amigos perder fortunas en la Bolsa por codiciosos, por ignorantes. Al final, decidió, contrariando a su esposa, confiarle el dinero, los diez millones, el patrimonio de toda su vida, a su gran amigo El Tuerto Benítez, el favorito de los ricos de Miami, el hacedor de la lluvia, el que invertía sagazmente y multiplicaba los dineros de sus clientes, que siempre, siempre, eran sus amigos y hasta sus familiares, gente que lo conocía la vida entera. La esposa de Montalván le pidió que le dieran a Benítez la mitad, cinco millones de euros. Pero El Filósofo no quería parecer medroso, pusilánime, y transfirió los diez millones de euros a una cuenta de El Tuerto en las Islas Vírgenes Británicas.

Durante cuatro años, El Tuerto cumplió con transferir a la cuenta bancaria de El Filósofo un millón de euros redondos cada año, por concepto de intereses. Era tanto dinero que a El Filósofo no le alcanzaba el tiempo para gastarlo. Viajaba muy a menudo, se hospedaba en los mejores hoteles, se daba una vida regia, desahogada. A la vez, escribía sin desmayar. Publicó tres novelas maravillosas, tres obras maestras, que fueron éxito de crítica y de ventas. Se convirtió en un escritor consagrado, respetado por los grandes maestros.

Hasta que, de pronto, El Tuerto desapareció.

No contestaba llamadas. No respondía correos. Nadie sabía dónde estaba, cuál era su paradero. Sus clientes millonarios, que le habían confiado fortunas, se hartaron de buscarlo y lo denunciaron a la policía. El Tuerto había desaparecido, pasado a la clandestinidad, con más de trescientos millones de dólares de sus clientes. Durante años, les había pagado intereses para cimentar su buena reputación y conseguir nuevos aportantes. Ahora había fugado con el botín, estafando a sus mejores amigos de toda la vida, incluyendo a El Filósofo, que se hundió en una feroz depresión cuando comprendió que su amigo El Tuerto lo había embaucado y se había quedado con su dinero. Porque, por supuesto, el millón anual que había recibido El Filósofo como pago de supuestos intereses, lo había gastado todo o casi todo, asumiendo que el capital, los diez millones de euros, estaba a buen recaudo, rindiendo frutos tan jugosos.

Ahora El Filósofo se encontraba arruinado, triste, sin ganas de escribir, de leer, sin ganas siquiera de hablar con su esposa. No podía creer que el Tuerto lo hubiese traicionado. Estaba quebrado. Tenía que vender el piso frente al Retiro y comprar algo más pequeño. Lo puso a la venta. Pero pasaban los meses y nadie hacía una oferta firme para comprarlo.

Hasta que llegó el coronavirus. Una mañana El Filósofo amaneció con fiebre, tosiendo. Su esposa lo llevó al hospital. Le hicieron la prueba. Lo llamaron dos días después. Tenía el coronavirus. Como El Filósofo, ya con setenta y tantos años, se ahogaba y tenía grandes dificultades en respirar, su esposa lo llevó al hospital y lo condujeron a la unidad de cuidados intensivos.

Fue entonces cuando El Filósofo vio aparecer, como salido de una niebla espesa, como un zombi inanimado, a El Tuerto, sentado en una silla de ruedas, empujada por una enfermera. El Filósofo pensó en darle una trompada, pero, como buen intelectual, dudó, reflexionó y se abstuvo. El Tuerto le sonrió a su amigo de siempre, pero este le devolvió una mirada inamistosa, severa. El médico de origen rumano les dijo que debía conectarlos a sendos ventiladores, para facilitarles la respiración. Primero conectó a El Tuerto, que no podía caminar ni hablar y estaba gordo, hinchado, demacrado. Luego entubó a El Filósofo. El destino había obrado tan improbable reunión entre los dos viejos amigos, ahora tendidos en camas de urgencia, a pocos metros uno del otro. Cuando el médico y las enfermeras se retiraron, El Tuerto se hundió en un sueño profundo, con una respiración cavernosa, pedregosa, como una ballena varada en la orilla, boqueando. Entonces El Filósofo se puso de pie, pensó en desconectarlo, pero se detuvo, no lo hizo, no pudo hacerlo. Sesenta años después, los dos amigos cubanos volvían a estar en una cárcel, ese malhadado hospital de Madrid, de la que, por desdicha, ya no podrían escapar. Al día siguiente, El Tuerto estaba muerto. Desde su cama, El Filósofo lo vio morir.

Crédito: La Nación

Jaime Bayly
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