Caracas en aparente rebeldía
En casa dividida lo seguro es la ruina
Fernando VII, el rey borbón de principios del siglo XIX nunca la tuvo fácil. Tal vez cosas de la época, de su propia personalidad y la de su padre Carlos IV. No hubo entre ellos una sucesión natural, esa que ocurre al morir el rey y le sucede su hijo, sino que ocurrieron conjuras, abdicaciones, rendiciones, perdones exigidos y obligados por las circunstancias, y de paso la circunstancia más turbulenta de ese siglo en toda Europa: la presencia invasora de las fuerzas de Napoleón Bonaparte, quien toma España, aprovechando la debilidad de una dinastía víctima de contradicciones endogámicas y de la debilidad de carácter de quienes querían reinar, pero no gobernar.
No debe haber sido fácil para los súbditos españoles de aquel entonces ver como en una ciudad francesa, Bayona, ocurrieron en un solo día (el 7 de mayo de 1808) las abdicaciones seriales de Carlos IV y su hijo Fernando VII a favor del emperador de los franceses, que gobernó por intermedio de su hermano hasta marzo de 1814. Obviamente los hechos políticos no ocurren de súbito. Antecedentes, procesos, cálculos estratégicos, delaciones, traiciones y la mirada aterrada ante el prestigio del más importante general de la época, probablemente se confabularon para provocar este interregno que interrumpió la placidez del dominio imperial sobre las américas que había durado más de trescientos años. En política, los espacios de debilidad son tomados por la fuerza por quienes exhiben mayor capacidad de dominio.
Los vacíos de poder se llenan
Los españoles nunca reconocieron al usurpador. Pepe Botella, así apodado, se vio rápidamente competido en términos de legitimación y legitimidad por una sucesión de cuerpos colectivos que se decían representantes de los derechos del rey Fernando VII, cautivo en Francia. Las más representativas fueron el Consejo de Regencia y las Cortes de Cádiz, que se instalan entre enero y septiembre de 1810, siempre con el asedio de las contradicciones internas y la persecución del ejército invasor.
Para la época Caracas era una ciudad de unas cuarenta mil almas. Las noticias no llegaban tan rápido, pero poco a poco fue siendo evidente que algo estaba pasando en la metrópoli. Los mantuanos tenían años inquietos. La conspiración fallida de 1808 ya dejó entrever la confusa posición en la que se mantenían. Todos, por supuesto, juraban a viva voz, lealtad a su rey, de quienes querían ser los protectores de sus derechos dinásticos, pero todos tenían otras pretensiones. Francisco de Miranda se había convertido en un gran instigador, cuyas cartas caían en saco roto porque todavía en aquella época pesaban mucho las diferencias entre los grupos sociales, y los mantuanos no iban a endosar sus proyectos a alguien que no fuera uno de ellos. Había mucho ruido y a la vez mucha sordina, pero de alguna manera se intuía que los franceses seguían avanzando hasta cercar cualquier iniciativa que le significara competencia.
La mentira nunca es secreta
Vicente de Emparan y Orbe, a la sazón gobernador y capitán general de la provincia de Venezuela trataba de morigerar la situación. Sabía de la inquietud conspirativa de los principales de la ciudad. El 2 de abril fue delatada la conspiración de la Casa de la Misericordia, pero el gobernador, por lo visto muy seguro de si mismo, mandó a confinar en sus haciendas a los involucrados, entre los que estaban los hermanos Bolívar. “No pasa nada en España. Aunque no he recibido noticia alguna en los últimos dos meses, no tenemos por qué asumir lo peor”. Y así lo mandó a reproducir en la Gaceta de Caracas del 13 de abril. Pero al día siguiente llegó a Puerto Cabello un buque español con noticias contrarias. Sevilla fue tomada por los franceses, la Junta Suprema de España fue disuelta y se ha creado un nuevo Consejo de Regencia.
También llegaron a Caracas tres heraldos de ese consejo de regencia con copia de una alocución que ese cuerpo había dirigido a los españoles de américa en ocasión de la convocatoria de las Cortes de Cádiz: “Desde este momento os veis elevados a la dignidad de hombres libres… vuestros destinos están en vuestras manos”. Emparan seguía jugando al secretismo. Dijo que había recibido información muy importante de España, pero no soltó prenda. Sin embargo, fue inútil. A partir del 18 de abril todo fueron reuniones para planificar la constitución de una Junta en Caracas. Al día siguiente era jueves santo, día idóneo porque el Capitán General tenía que ir junto con el Cabildo Municipal a la Catedral. No había arzobispo en la ciudad desde la muerte de Francisco de Ibarra. Así es el destino, porque esa circunstancia permitía un mayor protagonismo a los cuadro intermedios, como el canónigo de la catedral caraqueña José Cortés de Madariaga. Otro sacerdote ganado para la causa era Francisco José Rivas, hermano de un agitador de calle llamado José Félix.
Camarón que se duerme…
Emparan nunca se lo creyó. Más bien parecía tranquilo. Y mira que le llegaban evidencias sobre la actitud revolucionaria de los mantuanos en coalición con los pardos. Pocos españoles seguían siendo leales a la instituciones tradicionales de la corona, mientras que la mayoría estaban maniobrando la situación para asumir el poder, y quien sabe, lograr la independencia. Para ello, lo primero era implantar otra referencia para la cual sobraban los gobernadores y capitanes generales. El 19 de abril todo estaba cocinado. La revolución había tomado un curso irreversible con el que obviamente no podía tener nada que ver quien había sido designado por el rey para gobernar en su nombre. No valieron argumentos. Emparan se retira al ver inútil mayores esfuerzos, pero en el camino aprecia a una ciudad amotinada, y lo que resultó peor, unas fuerzas militares en franca rebelión. Solo le quedaba su auctóritas y la apelación a la ciudad. ¿Quieren que siga mandando? El canónigo sirvió de guionista para un no rotundo que, sin embargo, tuvo su momento de vacilación. Todos sabían que estaban deponiendo al rey aun cuando decían que iban a proteger sus derechos.
En el acta que se redactó el mismo día consta la impronta revolucionaria: el gobernador y capitán general, el intendente del Ejército y Real Hacienda, el subinspector de artillería y el auditor de Guerra, así como la Real Audiencia, quedaban privados de mando que ejercían, a la vez que se suprimían todas esas instituciones. Como siempre, el pueblo inconsciente de sus propios haceres, ante la lectura pública del documento, gritaron “Viva nuestro Rey Fernando VII, nuevo Gobierno, Muy Ilustre Ayuntamiento y Diputados del pueblo que representan”. Ese era el grito, sin embargo, poco a poco los revolucionarios comenzaron a cantar otras estrofas invitando a que todo el continente siguiera el ejemplo que Caracas dio. Obviamente este solo era la parte inicial de un principio que a la larga resultó borrascoso.
Epílogo o moraleja
Hace doscientos diez años ocurrieron cosas importantes. Luego de trescientos años de dominación la metrópoli lucía exhausta, carente de hombres de estado y víctima de las propias contradicciones de una dinastía que sufría los efectos de su propia degradación. La virtud de aquellos venezolanos fue ver la oportunidad y tomarla a pesar de todos los riesgos que ello significaba, y que al final los arrasó también a ellos.
Coincido con Mariano Picón Salas cuando señala que “hubo en ese momento del siglo XIX un potente núcleo de suramericanos que contra todo designio pusieron cerebro y corazón animoso para que empezásemos a ser dueños de nuestro propio destino nacional. Pero esa lucha no se cerró en Ayacucho; es proeza que revive contra peligros y armas distintas en cada generación”.
Doscientos diez años después los venezolanos vivimos un momento muy oscuro. Nuestros héroes han sido convertidos en fetiches del mal, invocaciones satánicas que se nos imponen para reducirnos a esta servidumbre tan brutal. Nuestros himnos son ahora un canto contrario a lo que alguna vez significaron. Nuestros panteones han sido profanados y nuestra historia tergiversada. Por eso vale la pena hacer homenaje a ese momento y a esa sensación de atrevimiento, ruptura, desafío y coraje que esa generación de venezolanos nos dejó como legado.
Nuestro país no comenzó con Chávez, ni la historia contada por el socialismo del siglo XXI tiene que ver con lo que ocurrió en realidad. Por eso, el 19 de abril deber servirnos a todos para abrir de nuevo un libro y con la curiosidad del caso volvernos a reencontrar con lo que realmente ocurrió, cuando la palabra libertad comenzó a balbucearse con totas las imperfecciones del primer aprendizaje hasta llegar a ser lo que es hoy, de nuevo una aspiración que inspira porque nos sabemos ajenos a ella, y porque tenemos claro que su reivindicación será el objetivo de nuestras próximas batallas.
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