Coronavirus: el virus da a luz un populismo de nueva generación

El muerto yace boca abajo flotando en una piscina y narra desde allí su malograda peripecia. El largo flashback que sigue a ese comienzo antológico acaso constituya la más brillante historia original jamás filmada. Repasar su argumento, redescubrir los intersticios de ese curioso pacto fáustico, tal vez nos sirva para comprender el destino fatal que le aguardaba al presidente argentino: acabar como un cadáver político después de haberle prestado esforzados y desgastantes servicios a su mentora, una diva populista que lo encierra, lo usa, lo domina y, llena de celos, al final lo ejecuta. Sunset Boulevard , como se recordará, sigue el derrotero de un guionista perseguido por sus acreedores que se refugia accidentalmente en la mansión de una antigua estrella del cine mudo. Una mujer vanidosa que vive en su propia fantasía, sueña con un regreso triunfal y acoge al guionista: le da trabajo fácil y alojamiento lujoso. El escriba acepta todas las condiciones, y lentamente va cayendo en una telaraña que lo reduce a mantenido y a sirviente de sus reclamos y caprichos más ínfimos. La célebre fábula de Billy Wilder cuenta el ejercicio de ese poder ególatra y de esa vampirización progresiva que avanza hacia una tragedia no exenta de ironías. Muchos observadores ágrafos de la política vernácula, que jamás vieron ni siquiera Hollywood en castellano , describían de manera similar, aunque menos luctuosa (todo aquí es simbólico) el desenlace que tendría esa rara asociación entre la patrona altanera (Cristina) y el empleado aquiescente (Alberto), que aceptaba un liderazgo prestado a cambio de vivir aquel falso sueño esplendoroso. Fernández flotaría al final en las aguas nada depurativas de su propia frustración, y recordaría con amargura cómo aquella reina, solo obsesionada por mantener en pie su mito intocado, lo había ido condicionando con sus exigencias, cómo había bloqueado la chance de ejercer en plenitud sus deseos y cómo, en los epílogos, se deshacía de aquel vicario ingrato. Quizás la oscura parábola efectivamente se habría cumplido paso a paso si no hubiera irrumpido sorpresivamente una peste en Sunset Boulevard. Ese acontecimiento bíblico desvía la trama inexorable, y la reescribe. Asistimos entonces al surgimiento de un nuevo dueño de casa, en una metamorfosis que encaja con ciertos populismos de nueva generación. Alude a ellos Macron: aparecerán también en Europa, si los republicanos europeístas no ponen las barbas en remojo.

El nuevo Alberto Fernández no busca ser Erdogan ni mucho menos Bolsonaro; es solo un Mujica aspiracional que acepta el tutelaje ideológico de aquel santo peronista cómodamente arrellanado en el trono de Pedro. El Grupo de Puebla -una selección de izquierdosos rejuntados bajo inspiración divina- representa ese intento de volver a cruzar progres con cristianos, y de absorber con barbijo a los bolivarianos y reconducirlos hacia un chavismo pop. Se desconoce casi por completo en Occidente la influencia latinoamericana de Bergoglio para impulsar esta flamante entente populista. El asunto es que Fernández, en su travesía agnóstica y pragmática, descubre a Su Santidad, le ruega ayuda y lobby, cuelga del espaldar de su cama su rosario bendecido, le reza todas las noches y acepta la transformación iliberal que le propone en este concierto global tambaleante y apocalíptico. Muchos cuadros políticos de Francisco sostienen en la intimidad que el Covid-19 es un castigo de Dios por tanto egoísmo humano, y en esa figura y en esa novedosa intersección ideológica y espiritual el alumno copia al maestro: Néstor Kirchner jamás se había interesado por los derechos humanos, pero encontró en ellos una coartada y un discurso. Alberto jamás había mostrado la mínima inspiración teológica: era más bien un liberal de izquierda con cultura hippie, inscripto sucesivamente en las cambiantes reencarnaciones del justicialismo. Pero se hizo la luz y hasta el pasado puede ser reversionado. En esos dos presidentes kirchneristas hay primero impostura y cálculo; luego autoconvencimiento y realidad. Torcuato Di Tella, teórico y amigo de Alberto, invirtió alguna vez el lugar común: no creo en Dios -ironizó-, pero creo en la Iglesia. Se trata ahora de una Iglesia con fuerte gusto por el «pobrismo solidario» (en la pobreza hay una moral superior), aversión por el consumismo de las clases medias, repulsión por la pujanza capitalista y un asordinado desdén por las instituciones. Lo de siempre, pero ahora tamizado por las lecturas de Perón.

Fernández, en medio de la tempestad, adopta de hecho un «estilo monseñor», un populismo frío cargado de paternalismo emocional. Y se convierte en un patercomprensivo en busca de una cierta unanimidad bajo la emergencia. Un cura que cura. La estrategia progre-pastoral le ha traído muchas alegrías: las encuestas muestran que posee una imagen estratosférica, y con ella se permite mantener a raya a su mentora, reducida provisoriamente a sus glamorosos aposentos, desde donde otea desconfiada el paisaje. Alberto se adueñó de la mansión, y se permite acumular un gran poder con el estado de excepcionalidad. El miedo produce autocontrol social, amansa a las fieras, habilita autoritarismos, y le desata las manos para transgresiones, déficits, inconsistencias y errores; el coronavirus resulta también una excusa fenomenal para la mediocridad de los eventuales resultados. El Gobierno parece aclimatado en esta anomalía forzada, y no la aprovecha para realizar una convocatoria a los disidentes ni para fundar con ellos una nueva Argentina: en la pospandemia todos seremos más pobres y este es un momento único para los siempre postergados acuerdos de fondo. Se presume que el presidente de la Nación aspirará, por lo contrario, a un nuevo liderazgo sin mediaciones. Ni su maestro ni su nuevo jefe espiritual se lo reprocharían.

El gran guionista del destino se empeña, sin embargo, en torcer varias veces el relato triunfante y en agregarle continuas y sombrías vueltas de tuerca. Pensar que la foto será película y enamorarse de la cuarentena son dos ilusiones que se pueden evaporar con suma rapidez. Así como cualquiera percibe que detrás de la negociación de la deuda externa no existe todavía un plan económico real, de igual modo se advierte que no aparece por ningún lado un plan madre para salir del encierro. Se le puede aplicar un torniquete a un brazo sangrante, pero esa no puede ser una solución permanente. Si no se lo opera y sutura con pericia, el brazo declinará incluso hacia la gangrena. La Casa Rosada se adelantó a varias administraciones europeas y principalmente a Estados Unidos: cerró el país y logró amortiguar el impacto para ganar tiempo. Un logro nada despreciable. Pero ¿compró en este período de gracia la tecnología adecuada, utilizó ese lapso para articular un programa de testeo masivo y planificado? ¿Sabe realmente cómo y cuándo desatar el torniquete?

La trama de este film noir se pudo haber trastocado por la plaga, pero las acechanzas son tantas que nadie puede hoy seriamente pensar que el final antológico ha sido cancelado; después de la crisis, habrá en distintas naciones héroes fortalecidos sorbiendo un gin tonic al borde de la piscina, pero también cadáveres políticos que flotarán boca abajo, y que nos contarán, todavía atónitos, su malograda peripecia. Es una hora horriblemente dual y peligrosa. Y no es factible profetizar sobre el futuro: tiene la imprevisibilidad de una película de intriga pergeñada en los viejos estudios de la Paramount.

Crédito: La Nación

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