La peste somos nosotros

En una ruidosa convención de provincias donde se decide el destino de toda una región y los basamentos de la primera democracia, toma la palabra el mayor Cassius Starbuckle; un militar, jurista y estadista sin par a quien John Carradine dota de una voz bíblica. Estamos en una escena culminante de un western crepuscular de John Ford sobre el que se han escrito ensayos y muchas tesis universitarias, puesto que se lo considera un verdadero tratado de ciencias políticas. El inefable orador extrae de un bolsillo una hoja plegada y asegura: «He venido aquí con un discurso cuidadosamente preparado, pero este no es momento para la oratoria». A continuación, arruga el texto y lo arroja despectivamente al suelo, y exclama: «¡Permítanme hablarles con el corazón!». Es un líder populista preparado para cautivar a su público, pero un ciudadano ignoto que observa la histriónica escena no puede con su genio, se agacha, recoge el bollo y lo abre para echarle una ojeada al speech, y descubre entonces que es un papel en blanco del derecho y del revés.

Este instante canónico de El hombre que mató a Liberty Valance tiene múltiples lecturas. Habla de la mentira demagógica y de la teatralidad de la política, pero también alude a un vacío conceptual. El peronismo pragmático es un papel en blanco, mientras que el peronismo mesiánico es un fatigoso manual de Ernesto Laclau. El primero tapa con imposturas y falsos consensos sus fruslerías; el segundo traza los renglones y escribe sobre ellos sus febriles fundamentos para romper el sistema. Es la alianza perfecta entre el hambre y las ganas de comer; los que no saben muy bien en qué creer y se desmienten a sí mismos todos los días, y los que tienen creencias religiosas e irreductibles. La tuerca y el tornillo.

Sobre las narrativas clásicas de Cristina Kirchner se ha superpuesto últimamente un nuevo relato surgido de vocerías peronistas y convalidado por tiernos dialoguistas de la ancha avenida del medio y de la vereda de enfrente: la nueva antinomia nacional es entre moderados y polarizadores. Los buenos y los malos. ¿Quién podría estar en desacuerdo con una filosofía acuerdista? ¿Quién puede alegrarse con la división? ¿Quién rechazaría el pacifismo y se pronunciaría a favor de las guerras? El argumento es tan vacío como el discurso del mayor Starbuckle. Y plantea, implícitamente, una nueva teoría de los dos demonios; resulta que a ambos lados de la grieta hay un deseo igualmente patológico y voraz por destrozar el centrismo político. Esta idea adolece de un error fundamental: puede haber en la actual oposición halcones y palomas, pero ninguna de esas dos aves plantea romper el sistema institucional ni crear una hegemonía. Solo los populismos polarizan. La destrucción del centro, coordenada esencial del entendimiento político, constituye precisamente una obsesión teórica y práctica del kirchnerismo, que es enemigo declarado de cualquier atisbo de republicanización peronista, que le hace boicot a cualquier negociación entre partidos, que aviva toda clase de disputas y que quiere acabar con las alternancias y la división de poderes en la Argentina. El Instituto Patria es una usina cabal e incesante del antisistema: basta leer sus libros y papers agonales y escuchar las incontables expresiones públicas de sus integrantes para comprender que busca cargarse la democracia tal y como la fundamos en 1983. Y una parte de la opinión pública -por interés, ignorancia, pereza o simple necesidad existencial- se niega a digerir que esa importante facción, hoy en los máximos cargos institucionales, trabaja para consagrar un régimen autoritario de partido único. Comienza, en ese sentido, a verse un notable divorcio entre ese relato idílico y simplificador de «moderados versus polarizadores», tan en boga en el «círculo rojo», y el movimiento republicano popular, que desde hace un año y medio se ha venido manifestando de manera masiva en las calles y plazas de toda la República. Un movimiento inorgánico, transversal y policlasista, sin partido ni líder, preocupado por frenar el obvio intento de feudalización y la destrucción definitiva del «país normal». Sintomáticamente, el Presidente acaba de sugerir que esas protestas multitudinarias de emocionante civismo no son protagonizadas por argentinos de bien; se comprende su preocupación: por primera vez le arrebatan al peronismo la épica y la calle. Axel Kicillof, el gobernador que no gobierna, calificó el último banderazo como un «aluvión psiquiátrico». En la década del 40, el antiperonismo utilizó el mismo sustantivo -aluvión- para descalificar un fenómeno social que no comprendía. Curiosamente, no solo el kirchnerismo descendió a la infamia de insultar a la gente común; lo acompañaron intelectuales y periodistas no kirchneristas en ese insólito desprecio. Recordemos: esos anónimos ciudadanos a quienes no movilizaron ni los medios -con los que suelen ser críticos- ni las cúpulas de los partidos -con las que no suelen tener contacto- corrieron el riesgo en plena pandemia de marchar y alzar su voz para que la Justicia no sea colonizada, mientras eran vituperados por supuestos defensores del institucionalismo. Algo parecido ocurrió después del escándalo en la Cámara de Diputados: algunas voces narraron esa salvaje maniobra para legislar de manera anómala y sin la oposición -preparatoria del tratamiento de la reforma judicial- como una muestra más de la falta de voluntad pactista. Es como si un alumno violento de los grados superiores le propinara una dura paliza en los baños a uno más chico, y al día siguiente el director del colegio igualara a víctima y victimario en una única reconversión: esto pasa por su escasa voluntad de diálogo. Refiere el articulista Joaquín Morales Solá que la estrategia de Sergio Massa -amigo de tantos- consiste en ganarse la confianza de Máximo Kirchner para cuando este descubra su techo electoral, y poder convertirse entonces en su «candidato moderado»: otro Scioli u otro Alberto para saltar los límites de la secta y cazar «almas bellas» y distraídos. A quienes luego traicionar. Por ese camino, Massa se transformó en el ariete del hijo de la Pasionaria del Calafate y salió a operar al día siguiente para que se creyera que había sido su víctima. Estamos conmovidos. Los peronistas pragmáticos prometían, off the record, ser los soldados que sosegarían a la arquitecta egipcia; hoy se van transformando uno a uno en sus sicarios a la carta. Y aun así no la conforman; no solo porque no confía en ellos, sino por algo mucho más evidente: la gestión destaca por una alarmante grisura. No se condice cierta altanería en los discursos del oficialismo con resultados tan pobres y decepcionantes. A diez meses de su asunción, el Gobierno no ha presentado un programa económico ni se le conoce una política exterior, como no sea vejar con sus burdas comparaciones a vecinos y superpotencias. Navega embotado hacia una tormenta de proporciones, con quiebras de empresas a granel y una pobreza del 50%, mientras despliega su panoplia de inseguridad jurídica, que disuade definitivamente a inversores locales y extranjeros, e invita a la emigración. Su plan de seguridad consistió en excarcelar a dos mil delincuentes peligrosos, permitirles asaltar y matar, y que los narcos se apoderen de las villas, y luego enviar, a la retranca, cuatro mil gendarmes para tratar de paliar el desastre, mientras justificaba y repudiaba al mismo tiempo los robos y las tomas ilegales de tierras, que gerencian en el conurbano bonaerense oscuros mafiosos. Y después de someter a la sociedad al confinamiento más largo del mundo, metió al país en el top ten del contagio y en el número 16 por cantidad de muertos, sin lograr siquiera que al menos los médicos y enfermeros tuvieran sueldos acordes con la emergencia ni relevos para contener su previsible fatiga. Esta cosecha de errores y desgracias, una combinación letal entre pandemia y negligencia, obliga al cuarto gobierno kirchnerista a buscar todo el tiempo chivos expiatorios. Ellos son la patria y las personas de bien. Hablan, como el cínico Starbuckle, con el corazón. Nosotros somos, en cambio, la peste.

Fuente: La Nación

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