Crónicas del desconsuelo
Caracas, extraviada en un sueño

Cuando mamá era presa del mal humor, la neurosis  y el desánimo  – por el cansancio de la rutina diaria, o por un canto que se le moría en la garganta,  o simple y llanamente,   porque estaba en  “esos días”-  papá decía que estaba intransitable. Sí, mamá muchas veces  se ponía espinosa,  llena de muros y de obstáculos, en fin,  de difícil acceso. Así se ha tornado Caracas: Intransitable.  En medio de las ruinas de un país, se ha trocado en una ciudad  sin  identidad  ni  estilo definido.  Temperamental, caprichosa  y  violenta –  a pesar de lo joven – hoy luce acabada y ruinosa como una vieja prostituta venida a menos.

Antes de vernos sometidos a este encierro involuntario, producto de la pandemia,  muchos caraqueños ya habíamos ido lentamente refugiándonos  entre los muros de  nuestras casas,  en el ánimo de encontrar la tranquilidad perdida de una ciudad en donde comenzábamos  a sentirnos extranjeros.  Y ahora,  sin  tan  siquiera con el bálsamo de las reuniones con los amigos, o  por decir algo, sin los paseos por los centros comerciales que  a manera de   refugios antiaéreos  parecían salir al paso a la incertidumbre, al  fuego y al  traqueteo;  A falta  de la vista ocasional a algún lugar de encuentro como los bares,  donde desde tiempos ancestrales hemos disfrutado nuestro ocio en torno a un trago y a una buena conversación tantas veces  inspiradora entre amigos,   nos hemos ido convirtiendo en  expertos exploradores de nuestros espacios personales.

De tal manera en la intimidad de nuestros hogares,  entre libros y  fotografías, nos asaltan desde los rincones los  recuerdos. Cuando las condiciones del tiempo presente son tan insatisfactorias como las nuestras y se  ha perdido la potencia de otro tiempo,  solemos volcarnos hacia el pasado.  A veces,  como un mero ejercicio nostálgico de la memoria y otras buscando respuestas a multitud de interrogantes. Y así,  entre papeles conservados en mi biblioteca, hace pocos días, no pude menos que sorprenderme gratamente al leer una crónica  del viajero inglés  Robert Semple (1766 – 1816)   que mi padre,  el historiador Miguel Martínez  González  incluyera en su libro Caracas según la visón de sus cronistas –aun por publicar -.

Era el  año de 1810,  al referirse el viajero, nacido en Massachusetts,  a Santiago de León de caracas – hoy  despojada hasta de sus emblemáticos leones – desde una perspectiva inusual,  señala  que las calles le sorprenden por su pulcritud  y regularidad  al descender  desde las montañas a sus calles. Destaca en su descripción que hay aire puro y que el aspecto físico de sus nativos traduce aguda inteligencia, además de  hermosura y espiritualidad en sus mujeres.  Se sorprende el cronista de la heterogeneidad de sus frutos y vituallas en los mercados,  los cuales,  a su modo de ver,  no se comparan con las de su país de origen, los Estados Unidos.  Leyendo la bien sustentada  crónica   sobre nuestra ciudad  me he  preguntado  una y otra vez, con el ánimo de descifrar lo que se me ha convertido en una especie de acertijo ¿Cómo pudimos llegar a esto que somos?

Ya en pleno siglo XX, para los años cincuenta, en  mis recuerdos y  vivencias infantiles,  cuando la capital petrolera  y perezjimenista  había comenzado a ser modificada por los embates de la modernidad,  Caracas  es Pastora que se asoma, es Galipán que baja en la neblina en cesta de gladiolas y claveles.  << ¿A cuánto está  el paquete de gladiolas señor? >>  era la pregunta obligada de mamá el sábado por la mañana. Las flores venían en unos guacales especialmente construidos para sus traslados por  campesinos de sombrero y alpargatas, con olor a ahumado y mastranto al margen de la voracidad de los días que vendrían.   Más allá del límite que marcaba la puerta de la calle,  haciendo un ruido ensordecedor al raspar sin compasión  los adoquines que antes fueron mudos testigos  del paso de carretas y caballos,  en su camino hacia o desde  el centro de la Ciudad, subían y bajaban  las  carruchas  cargadas  con   bolsas de fique destinadas para los enseres que las amas de casa traían del mercado principal de la parroquia. Cuando llovía, no podían faltar los barquitos de papel que entre risas y goterones lanzábamos presas de la emoción sobre la corriente de agua turbia que bajaba calle abajo hasta desaparecer entre los alcantarillados más próximos. Puertas adentro, como la biblioteca de papá quedaba a ras del segundo patio, por encima de la tapia que daba a la casa vecina – antes de que el horizonte nos fuera vedado  por el ascenso desordenado de las  construcciones que crecieron azarosas en los alrededores -se podía mirar a lo lejos en el Ávila “El Castillo de los Españoles”. Destino obligado en la  Semana Santa cuando a eso de las 7 de la noche, sin miedo ni restricción alguna  por eso que llaman el hampa,  nos reuníamos con unas lamparillas en las manos hechas de papel y velas para acompañar  la procesión del Santo Sepulcro.   Un poco más hacia el este, en los confines donde comenzaba el estado Miranda,   Caracas para mi  era “María Moñitos” una antigua peluquería infantil ubicada en una casa bella y amable en un Chacaíto que provocaba transitar.

Hacia la década del sesenta,  cuando ya se ensayaba el periodo democrático la ciudad eran  fuentes de soda,  donde te servían en bandejas adaptadas cómodamente a  tu propio carro,  las bebidas y el condumio. Era Drugstore, Sears y la Gran Avenida, Cines de parroquia: Roma, Plaza, Alcázar o Granada sólo por mencionar los más cercanos, restaurantes italianos con jardincillos hacia la calle ¿Cómo olvidar el restaurante El Campo frente al  Coney Island? ¿O el rio Chama en Bello Monte? Era serenata y arroz con “picó”. Pero sobre todo,  Caracas era aun silente y tranquila.

Treinta años después en los albores del siglo XXI,   los sueños de sentirnos parte de un desarrollo de primer mundo   venían ya cargados con plomo en el ala. Desde la década del setenta entre la alharaca de los  viajes a Miami y el ta’ barato dame dos del país petrolero que se nos antojaba invulnerable,  comenzaron  a ponerse  en evidencia  ya las  primeras fisuras.  Y ya entrado el nuevo siglo, la voracidad de los días se fue  enseñoreando,   revestida de engañosos ropajes, y la crisis de valores más grande de nuestra historia se nos fue haciendo indetenible.  De tal manera,  el resentimiento de muchos,  el afán de olvido  y la rapiña desaforada de tantos terminaron por cernirse sobre nosotros en una Caracas que se fue haciendo    intransitable.  Ahora, somos  estallido, llanto, paredes  escarapeladas, basura, grito, colas interminables, hueco, charco, alcantarilla rota, encierro, reja y paranoia. Todo es destrucción.

Al referirse a aquella ciudad perdida para nosotros en el tiempo,  agrega acerca de las diversiones y la música Robert Semple, en la edición londinense de su  libro Sketch of the present State of Caracas  (1812) según cita mi padre

“…las…distracciones principales son el billar, los naipes y la música. En ésta, la gente de Caracas tiene un gusto excelente y está haciendo rápidos progresos, aunque no ha sido extensamente cultivada entre ellos hasta hace unos 25 años. Dudo mucho de que ninguna ciudad de los Estados anglo – americanos esta deliciosa ciencia haya llegado a aproximarse a la misma perfección que aquí tiene…”

Al referirse a la música, encuentra Semple una estrecha relación entre esta característica tan notoria del lugareño y la influencia de la religión y sus prácticas rituales estrechamente unidas a la cultura española. Sin embargo, agrega un poco más adelante al referirse al a la ciudad

“…A los que no necesitan de templos construidos de mano de hombre,  sacerdotes revestidos, ni de humo de incienso, ni de solemne sonido de órganos para exilar su devoción, el valle de Caracas les brinda un amplio campo para la meditación y la piedad…”

Tal y como dijera pues, tantos años hace,  el visitante y cronista Semple, siempre he pensado que si algo nos caracteriza es una elevada musicalidad, mucha  creatividad y una capacidad de rozarnos con la magia inigualable. Tendremos,  de cara a los nuevos tiempos que esperamos con impaciencia, escavar en las raíces para rescatar esas fortalezas potenciales que nos describen y de las que tendremos que echar mano para refundar esta ciudad  extraviada, siempre a medio hacer y atrapada entre sueños.

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