El testigo desobediente que lo vio todo

Arturo Jauretche, aquel ingenioso articulista del nacionalismo criollo que inventó todo el argumentario descalificador del peronismo y que todavía resulta el Santo Patrono de la militancia kirchnerista, no pudo evitar hacerse amigo de Sebreli. Al principio, don Arturo lo recibía con mucha cautela en su departamento de Retiro, y le costó entrar en confianza con aquel joven erudito, cuya vasta cultura excedía ampliamente la política. Los había presentado la secretaria de Jauretche, una peronista que corregía los libros de Juan José, y lentamente esa tertulia se fue transformando en una amistad. Corrían los años 60 y el autor de Los profetas del odio, que era carismático e igualmente culto, le confesó que Eva Perón no lo quería nada. Durante una ceremonia, cuando Jauretche ya estaba a punto de caer en desgracia para el régimen justicialista, ella iba estrechando la mano de los funcionarios que esperaban en fila, entre los cuales estaba el articulista. Y al llegar su turno, previendo un desaire, este se hizo el distraído mirando para otro lado. Evita lo advirtió y le dijo en voz baja: «Sos vivo vos, viejo». La anécdota está narrada en Cuadernos , que Sebreli escribió con sus apuntes personales. El asunto es que aquella larga y bien dosificada conversación amistosa entre quienes resultarían los pensadores más antitéticos del siglo XX sucedía en un escritorio muy pequeño y austero, apenas engalanado con una estampa de Rosas y un rebenque de gaucho. Ese lugar estrecho se correspondía con la personalidad pública de Jauretche: ascética, sin lujos de aristócrata; un hombre de pueblo. Sin embargo, después de cuatro meses de diálogo el dueño de casa sorprendió a su interlocutor franqueándole el resto del departamento. Fue entonces cuando Sebreli cruzó un umbral y descubrió con sorpresa que detrás de esa austeridad escenificada había en realidad un piso enorme y espléndido, y una espectacular y carísima pinacoteca: el hogar de un hombre rico. El autor de Dios en el laberinto piensa que en ese paso de comedia está cifrada la idiosincrasia dual del peronismo, que transmite hacia afuera una imagen pobrista y que practica hacia adentro una existencia opulenta. Ese doble discurso se refuerza con el hecho de que la mayoría del kirchnerismo actual ha formado una casta de millonarios y que su acción podría habilitar la verdad peronista número 21: a la oligarquía no se la destruye, se la suplanta. Pregunten por Lázaro Báez.

Estamos celebrando los 90 años de Juan José Sebreli, el outsider, el exiliado interior, el eterno disidente, el ensayista que enfrentó modas, corrientes, clichés, imposiciones, camarillas y, sobre todo, los renovados delirios de unanimidad que cada tanto asaltan a esta sociedad voluble y peligrosa. Cuando yo tenía 19 años, caí subyugado por dos prosistas del pensamiento político: Jorge Abelardo Ramos (socio ideológico de Jauretche) y el propio Sebreli, que también lo había frecuentado, pero que ya comenzaba a luchar denodadamente contra las distintas formas del populismo. De joven opté por Ramos y seguí leyendo a Juan José para discutir secretamente con sus teorías. A medida que fui madurando y dándome golpes contra la vida y la historia, fui apartándome del primero y dejándome persuadir por el segundo. Es una suerte que el proceso no haya resultado exactamente al revés, puesto que entonces no sería hoy un liberal de izquierda, sino un mero kirchnerista. En Desobediencia civil y libertad responsable (obra que escribió durante la cuarentena junto con el brillante Marcelo Gioffré), Sebreli anuncia precisamente la tercera ola mundial de la socialdemocracia, y asevera que esa ideología constituye la única vacuna contra la pandemia de los populismos de una u otra orientación. Algo emparenta a Sebreli con Ramos. El Colorado postulaba que existían dos nacionalismos: uno oligárquico y otro popular. Sebreli piensa que existen dos liberalismos, uno de derecha y otro de izquierda. Parte, por supuesto, de John Stuart Mill, y lo cita: «El problema social del futuro estriba en cómo combinar la mayor libertad de acción individual con la propiedad común de las materias primas del planeta y una participación equitativa de todos los beneficios del trabajo conjunto». Diverge el liberalismo de izquierda de los dogmas que se sostienen en la otra ala de la casa liberal acerca de la necesidad de una completa prescindencia estatal y cree, como en 1958 propugnó Willy Brandt, en una premisa razonable: «Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario». O dicho en términos risueños: «Sin el mercado no se puede, con el mercado no alcanza». Mill intentaba, según Marx, «reconciliar irreconciliables»; construir una síntesis de capitalismo liberal y socialismo democrático. Pero ese invento, con sus distintas fases y los amargos tropiezos de cada hora, demostró igualmente ser eficaz para el desarrollo y para una prosperidad sin tantas desigualdades. Lo curioso es que Néstor Kirchner, inspirado en una ocurrencia de Torcuato Di Tella y en su propia impostura izquierdista, no solo resucitó el setentismo, sino que también amagó con apropiarse de esa franquicia socialdemócrata. Envió a Alberto Fernández a estudiar en Madrid la organización interna del PSOE, pero luego vio que en ese organigrama no encajaban muy bien Ishii, Espinoza, Moyano ni Gildo Insfrán. No se rindió, y mandó a Aníbal Fernández (un progresista de reconocida trayectoria) a Brasil con la misión de explicarles a los miembros de la Internacional socialdemócrata que el peronismo debía inscribirse en ella. Alguien recordó que Perón fue amigo de Trujillo y Stroessner, y que eligió cobijarse muchos años bajo los faldones del uniforme de gala del generalísimo Francisco Franco: la propuesta fue discretamente rechazada. Muchos años más tarde alguien bromeó acerca de la verdadera ligazón política entre Alfonsín y Kirchner: la caja. La caja PAN y la caja fuerte. Estas profecías de Sebreli, basadas en los análisis de otros intelectuales de relevancia que observan el mismo fenómeno global desde Estados Unidos y Europa, sucede durante la administración de un presidente que se ha autodefinido en campaña como un auténtico «liberal de izquierda». Y muchos «albertistas», sobre todo en el periodismo y en algunos sectores ilustrados, buscan con un ahínco digno de mejor causa que la boutade se convierta en hecho cierto. La melancolía y el autoengaño, como dice Jorge Sigal, son dos derechos inalienables. No existe liberalismo de izquierda o socialdemocracia en fuerzas neopopulistas y feudales que buscan la colonización de la Justicia y el copamiento militante de las instituciones, que relativizan la corrupción, que son conducidas por una dinastía familiar y que practican el culto al caudillo. Nacionalismo y liberalismo no combinan. Al contrario, la defensa de los valores republicanos frente a un feroz intento de suprimir la democracia representativa y reemplazarla por una hegemónica une a los liberalismos de diferentes sesgos y a muchos otros segmentos transversales e independientes.

Luego de caminar con los ojos bien abiertos durante más de siete décadas de historia política, testigo único de entusiasmos y desesperanzas, Sebreli no es optimista en el corto plazo. Pero deja anotada una sentencia joven: «La disyuntiva es entre una vida pobre y rígida, aparentemente segura y secretamente desmantelada, o una vida sin agregados, la epopeya de la simple fiesta de vivir bajo una libertad creativa».

Fuente: La Nación

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