El futuro de la democracia

En 1984, Norberto Bobbio recopiló varios trabajos con el título que encabeza este artículo. Según aquel sabio politólogo, el futuro de la democracia obedecía a su constante transformación que contrastaba con el carácter estático de los regímenes autoritarios. Ese dinamismo lo generaba una concepción mínima de la democracia, entendida como un conjunto de reglas que definen “quien está autorizado a tomar las decisiones colectivas y con qué procedimientos”.

A partir de estas reglas básicas, que en consonancia con Popper habilitan la transferencia pacífica del poder sin derramar sangre, la democracia expresa un contrapunto entre, por un lado las promesas de libertad, justicia e igualdad ínsitas en su repertorio de valores, y por otro un incumplimiento plagado de poderes invisibles, oligarquías y opacidad.

Hasta hace muy poco, los debates y conflictos en el campo democrático se ubicaban en el segundo tramo de esta definición. En las democracias avanzadas, la definición mínima de la democracia y la confianza en esas reglas fundamentales no se ponía en cuestión. Muy pocos –incluido quien esto escribe– dudaban de que se impugnara este juego pacífico del sufragio universal que expulsa la violencia del universo de la política.

No obstante, en medio de una mutación civilizatoria en torno a la ciencia y la tecnología, ocurrió lo inesperado y por partida doble: por obra de un virus que provocó una peste planetaria y por efecto de un demagogo, adicto al embuste y a la negación de la realidad, que ha puesto en entredicho a la democracia de los Estados Unidos.

Tal el papel de Donald Trump. Es indiscutible que en las recientes elecciones presidenciales la victoria recayó en el candidato del Partido Demócrata Joseph Biden tras un mensaje de unidad, de reconocimiento del drama de la pandemia y de reparación ética; pero ha sido un triunfo acotado por una estrategia dispuesta a deslegitimar al ganador. Si Biden ganó, lo hizo con trampa mediante el montaje de una gigantesca operación de fraude.

La clave de esta maniobra reside en la mentira. Timothy Snyder ha escrito en unas reflexiones sobre la tiranía que “la posverdad es el prefascismo”. Trump jamás dudó en modificar lo que pasa a golpes de mentira. ¿Se trata acaso de la acción de un cínico o de un mitómano? Tanto da. Lo que ahora importa son las consecuencias de este temperamento.

Una de ellas tiene linaje antiguo. El demagogo no es un ser solitario sino un sujeto que atrae la fidelidad de sus seguidores. En los Estados Unidos, junto con el Partido Republicano, estos se cuentan hoy por millones. Son el resultado de una política económica exitosa que canceló la pandemia.

Si bien esta popularidad descansa sobre datos objetivos, la gravitación del demagogo se debe a la creencia en su omnipotencia que exhiben los seguidores. Sin esta base, mitad objetiva y mitad irracional, no se entiende la estrategia que se ha puesto en marcha.

Esta tiene una triple orientación. Primero, aplicar el uso de la mentira al enemigo; como un espejo de Trump, Biden sería también producto de la mentira. Segundo, no reconocer su victoria o aceptarla a regañadientes como sucedió entre nosotros en 2015 (con aire de familia se hacen ahora comparaciones entre trumpismo y kirchnerismo). Tercero, preparar las armas para atacar a Biden desde la oposición como un gobernante ilegítimo.

Aunque parezca increíble, así se está demoliendo esa concepción mínima de la democracia, que Bobbio señalaba, sin cuya vigencia el bien público también se desmorona. Cuando se ataca con apoyo popular la regla de sucesión de la democracia, tiemblan el régimen y sus valores.

En rigor, debido a las restricciones y a los pesos y contrapesos con que fue concebida la república en los Estados Unidos, ese temblor puede ser contenido. Una justicia independiente tendrá la última palabra frente a esos embates, con lo cual las precauciones institucionales para frenar las inclinaciones despóticas de los gobernantes, que Madison ilustró con genio, se pondrán a prueba. Entonces se verá si esas limitaciones resisten este inusitado atropello.

A pesar de estos condicionantes, la maniobra para erosionar a Biden persistirá luego de asumir el cargo. El presidente electo tendrá pues que afrontar los conflictos de una sociedad dividida y encaminar una democracia hoy asediada por liderazgos autocráticos en Rusia, China, Corea del Norte, Turquía, Hungría, Cuba y Venezuela (la lista puede aumentarse). Estos hombres fuertes encandilaron a Trump quizás porque llegaron a la meta que él asimismo pretende.

El totalitarismo sucumbió hace 30 años con la implosión de la Unión Soviética y el maridaje de China con el capitalismo; la autocracia, que supone la ambición de un poder impune a perpetuidad, goza en cambio de buena salud. Putin acaba de dar muestras fehacientes al respecto.

Dado que no hay signos por el momento de que estas autocracias caduquen, es preciso recrear una geopolítica de las democracias. Esta visión podría atrapar nuevamente al futuro merced a un concierto de liderazgos compartidos por Estados Unidos y las democracias que se sumen a este proyecto.

Por ejemplo, volver a Europa apoyando su integración y reforzando la alianza atlántica, torpemente abandonadas ambas por Trump, moverse hacia el Asia para contener el ascenso de China, actuar sobre la caldera del Medio Oriente con un concepto amplio y mirar hacia América Latina, apuntalando nuestras así llamadas democracias imperfectas (salvo excepciones como la de Uruguay) e impulsando transiciones en los enclaves autoritarios.

Este propósito nos interpela. De poco valdrán las ilusiones que podría suscitar la presidencia de Biden si no logramos poner la casa en orden. Asunto doméstico antes que internacional que destaca las tensiones de dos coaliciones hoy enfrentadas.

Un oficialismo errático y dislocado, incapaz de dar respuesta al crucial interrogante de quién manda en el Poder Ejecutivo, y una oposición que aún no consolida un liderazgo apto para representar el centro político de la república. Todo bajo la crisis multiforme de la pandemia y la economía.

Fuente: Clarin 

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