El peor de los años

A finales 1819 la situación de las Provincias españolas en América era en extremo complicada. No solo habían problemas de rebelión en Nueva Granada y Venezuela, un par de años antes también se registraron alzamientos en los virreinatos de Nueva España y Río de la Plata. El incendio revolucionario se había extendido por todo el mapa, era difícil de controlar el fuego por tres frentes distintos.

Morillo solo ocupaba el Norte de Venezuela. Bolívar, en cambio, disponía de superioridad territorial, tropas y recursos, pero uno de los hechos que tuvo más importancia en para el futuro de los territorios de ultramar y su independencia tendría lugar en la península.

El primero de enero de 1820 sucedió algo en España, el general Rafael del Riego y Núñez se sublevó en Las Cabezas de San Juan, pueblo de la comarca del Bajo Guadalquivir en Andalucía, al Sur de Sevilla. Su alzamiento proclamaba la constitución de 1812 y exigía a Fernando VII el regreso a los principios liberales, apoyándose en el descontento de tropas destinadas a América y acantonadas en las cercanías de Cádiz. Allí tenían unos años esperando, preparándose para cruzar el Atlántico en otra expedición para unirse a las filas que debían nutrir al otro lado del océano.

Un par de años bastaron para que la corona pudiese reunir un contingente digno de darle pelea a los movimientos de Hidalgo, Morelos y Mina en Nueva España; Bolívar en Nueva Granada; y San Martín en Río de la Plata. Pero pese a contar con miles de hombres, no tenían embarcaciones para despacharlos a costas americanas.

Estos hombres, reclutados en su mayoría a la fuerza, tenían tiempo preparándose para otra empresa de pacificación de las provincias. Previo al zarpe se llevó a cabo una intensa labor de propaganda cerca de la tropa, en la que desempeñaron papel fundamental las logias masónicas, así como los agentes americanos independentistas, que veían como un desastre el despacho de veinte mil realistas. Hicieron todo lo posible por disminuir sus escasos deseos de trasladarse a pelear en una guerra contra el progreso y los nuevos ideales.

Su Majestad quería despacharlos cuanto antes, pero se presentaban los retrasos, primero Los retrasos fueron improvistos, una epidemia de fiebre amarilla, luego el escándalo por una compra de barcos rusos que resultaron inservibles para la travesía. Que los obligaran a cruzar el Atlántico en esos cacharros les pareció un insulto, más después de cómo los trataron con la peste.

Esa mañana, tras los festines de fin de año, el general Riego leyó e hizo repartir una proclama en la cual exponía los peligros de combatir en las desconocidas tierras del nuevo continente, además de la necesidad de establecer en España: -Una Constitución que asegure los derechos de todos los ciudadanos.-

El discurso de Riego y su levantamiento fue recibido entre bostezos y apatía, apenas contó con el apoyo de algunos centenares de soldados, una modesta mesnada que pasó mes y medio paseándose por tierras andaluzas y extremeñas, intentando correr la voz que algo sucedía en España. El triunfo no fue inmediato, con cada pueblo que pasaba perdía más hombres a causa de las deserciones que los que se sumaban a los suyos, diezmando sus fuerzas.

Las circunstancias comenzaron a favorecerlo cuando entró en Málaga el dieciocho de febrero y fue más que bien recibido, parte de la población salió a ovacionarlo, ofrecerle puchero y pescaíto frito. Hizo entrada de héroe, logrando sumarle carne a su raquítico cuerpo, pues pudo sumar partidarios a su levantamiento.

Esa perseverancia y terquedad de Riego, le dio oportunidad a que el eco de su movimiento alcanzara todos los rincones del reino, hasta el punto que el general Venegas, en la Coruña, con el apeo de civiles y militares, asaltó la sede de gobierno para establecer una junta provisional de acuerdo a los principios constitucionales.

Para marzo ya se contaban alzamientos en Cádiz, Barcelona, Zaragoza y Pamplona, además de los grupos de liberales emigrados a Francia que se reunieron en los pirineos, intentando regresar por los caminos de Andorra o San Sebastián.

La extensión del movimiento fue lento en comparación con la rapidez que llegó el correo a Madrid informando sobre los hechos. Resultaba difícil de creer que Fernando VII ni se dignara a reunir una fuerza para aplastar a tan insignificante motín, pero el desinterés de Su Majestad, más ocupado en engullir perniles enteros como desayuno, almuerzo, y cena, recordándoles el menú a sus cortesanos con el aroma de sus flatulencias, en vez de oficiar en asuntos políticos y de Estado, hizo dudar a los nobles que lo rodeaban. El círculo íntimo del rey comenzó a decir que ni siquiera su propia Guardia Real saldría en su defensa.

Fernando VII se rindió fácil, el siete de marzo, publicó unas palabras dirigidas a sus súbditos, en las que dijo: -Siendo la voluntad general del pueblo me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes Generales y Extraordinarias del año 1812.-

Según el decreto del rey se creó una Junta Provisional Consultiva que sería responsable hasta que se reunieran otra vez las Cortes, para las que se reservaba la organización del nuevo Gobierno.

Morillo recibió una carta de Zenteno a mediados de marzo, explicando la situación en la península. Arrugó el documento y decidió no responderlo de inmediato, sería un error dejarse invadir por la ira que lo consumía. Esa noche el Pacificador perdió toda esperanza en poder llevar a cabo su misión. Lo único que podía hacer era aguardar por el próximo correo. Por los momentos no movería un dedo. Lo mejor era esperar a que los eventos se desarrollaran en la península, hasta que recibiese informes un tanto más pormenorizados no tomaría una decisión. Necesitaba noticias ciertas sobre lo que estaba sucediendo en España.

Era hombre culto, sabía que la causa realista se amparaba en la ideología del absolutismo como justificación de la soberanía española sobre los territorios americanos. Mientras la de los liberales e independentistas se fundamentaba en atacar como raíz de todos los males a lo que llamaban el “Antiguo Régimen”. Instruido en la lentitud de aquellas cuestiones burocráticas, entendió que no contaría con más refuerzos y estaba perdida la guerra contra los mangurrianes.

Una vez bien pensada una respuesta y estructurados sus pensamientos, con la paz que trae consultar el asunto con la almohada, decidió escribir al ministro sin tomar partes en el conflicto. Por lo que leía de otras cartas, otros vientos soplaban en Madrid. No valía la pena arriesgar la vida cazando rebeldes que podían terminar ascendiendo a puestos como funcionarios de nuevos gobiernos en Las Indias.

Lo que pensaba la desgraciada rebelión de las provincias de ultramar, la ocupación de la capital del reino por los facciosos y la fuga a Burgos de su amado Soberano, al enterarse del triunfo de los liberales, entendió que se debía a las leyes, a éstas le debía honores y el juramento de por vida a su servicio.

El quince de abril le escribió a Zenteno asegurándole a él y las nuevas autoridades sería el más acérrimo y obstinado defensor de la Constitución, la sagrada e inviolable persona de su soberano y la independencia y e integridad nacional.

Incluso mando una carta de su parte y todo el ejército expedicionario, felicitando al rey por su sabia decisión de someterse al texto constitucional de 1812, manifestando su fidelidad al nuevo régimen.

-Feliz y glorioso para siempre el siete de marzo último, en que echando Su Majestad una ojeada paternal sobre su gran familia y queriendo remover de ella los horrores de una guerra civil acordó jurar la Constitución política de la Monarquía sancionada por las Cortes Generales y Extraordinarias del doce de marzo de 1812.-

Su Majestad, quién había jurado, prácticamente obligado, se tomó la manifestación de fidelidad como un insulto. Pero eso no es de nuestra incumbencia en el relato. Lo que nos concierne es que al final de la carta insiste en sus ardientes deseos de dejar un cargo que ya no puede desempeñar.

De cierto modo, se pensaba insustituible por su experiencia de guerra en territorios americanos y las tretas del enemigo. Tenía que encontrar un reemplazo, pero le costaba hallar un general dispuesto a encargarse de una tarea que ya tenía por sentencia terminar en fiasco. Nadie quería cargar con esa piedra al lomo.

Quería regresar con vida a su hogar en Fuentesecas, volver a ver el cielo azul de Castilla, arrodillarse otra vez frente al altar de la iglesia parroquial de San Esteban, templo en el cual fue bautizado y recibió la primera comunión. Anhelaba devolverse al terruño que lo vio nacer, vivir en paz por el resto de sus días, perdiendo la mirada en el horizonte, fungiendo de supervisor de nubes, morir en su cama, ser enterrado en el camposanto junto a los miembros de su familia. Todo menos morir en un campo de batalla.

Para ese momento estaba claro que el detonante de la revolución de Riego en España resultaría en la negación al despacho de tropas al continente. Intuyó esas que tanto necesitaba para evitar la borrasca de victorias independentistas no llegarían jamás a Costafirme. Entonces entendió todo estaba perdido.

Solo quedaba esperar el colapso.

Jimeno Hernández
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