La tragedia de monseñor

Monseñor Jesús Manuel Jáuregui Moreno nació el pueblo de Niquitao en Trujillo, donde vivió su infancia en familia, aprendiendo primeras letras y números.  Realizó los estudios elementales en Mucuchies, en la vecina Mérida, bajo la tutela de su tío, el sacerdote Pedro Pérez Moreno, personaje que se ocupó de inculcarle los valores católicos.

Su vocación lo llevó a ser monaguillo de la Iglesia de Mucuchies, ayudando al tío en los rituales de la misa. Cumplió los dieciséis años en  1864, recién terminada la guerra federal, e ingresó a los pocos días en el Seminario Tridentino de Mérida. Fue ordenado sacerdote el 19 de noviembre de 187, frente al altar de la catedral de la Inmaculada Concepción de Mérida, en ceremonia efectuada por el obispo, monseñor Hilario Bosset. 

Desde ese momento en adelante, el padre Jesús Manuel dedicó su apostolado en cuerpo y alma al servicio de la iglesia y sus siervos, mediante la formación educativa de juventudes con la creación de institutos. 

Esa carrera pedagógica, su inteligencia, carisma, y popularidad, lo llevó a ser elegido para ocupar un curul como diputado al Congreso Nacional en 1874. Como hombre de Dios era dueño de una elevada moral, culto y  trabajador. Dedicó su vida a servir a sus hermanos y se encomendó a construir, en varios pueblos de la cordillera de Los Andes, carreteras, templos, hospitales y asilos para los necesitados. En 1884 fundó el Colegio del Sagrado Corazón de La Grita en Táchira, institución en cuyas aulas impulsó la educación de la juventud y se formaron destacadas figuras que sobresalieron en distintas ramas de la cultura como artes, letras y ciencias. Jáuregui fue siempre hombre bueno e importante en su región, figura a quien todos, sobretodo los andinos, aprendieron a escuchar y respetar.  

El 23 de mayo de 1899, Cipriano Castro, uno de sus alumnos, invadió Venezuela por la frontera del Táchira y, después de un par de meses en campaña, aún merodeaba los alrededores de San Cristóbal, plaza defendida por el general Juan Pablo Peñaloza. Entonces, desesperado, sin saber a quién acudir, buscó la ayuda de monseñor Jáuregui, su amigo personal, para que intercediera como negociador con el gobierno. El caudillo andino deseaba lograr un armisticio con el presidente Ignacio Andrade, además de solicitar el envío de un vapor al puerto más cercano. Todo para trasladarse junto a su comitiva hasta Caracas.

El 23 de Julio, Su Eminencia, le escribió a Don Cipriano:

He meditado despacio acerca de la proposición que usted me encarga para comunicar al Jefe del Ejército Nacional, General Antonio Fernández. Debo decirle que la considero inaceptable, primero porqué un armisticio sería dispendioso para la Nación y el suelo tachirense, y segundo, porqué es imposible que el representante del Gobierno Nacional ponga un vapor a disposición de un emisario de la Revolución para un viaje a Caracas, al cual se le pueden suponer dobles fines. Es por lo anterior que he juzgado que no debo ejercer la mediación que usted solicita pues sería tiempo perdido y nada decoroso para mi persona.

Renovando las consideraciones que la religión y la caridad inspiran, en estos momentos que está por derramarse estérilmente la sangre de los hijos del Táchira y quedando de manos de usted evitarlo, le ofrezco de nuevo mi mediación, pero tan solo para negociar una rendición honrosa que ponga término a tantos males de un modo decoroso, tanto para el gobierno nacional como para usted y los suyos. 

El líder de la “Revolución Liberal Restauradora” recibió la misiva mientras se encontraba acampando en las alturas de Borotá. Al leerla, estalló en cólera. Hasta recordó el nombre de la madre que parió al hombre de la sotana. Aquella carta sirvió de epitafio y sepultura a la relación amistosa que alguna vez existió entre monseñor y el general Castro. Ahora, la revolución, sin la ayuda de Jáuregui y con las tropas del gobierno acantonadas en Colón, a pocos kilómetros de San Cristóbal, también parecía estar destinada al sepulcro. Solo faltaba la inscripción detallando fecha de caducidad para tallar en la lápida.

Un enfrentamiento se produjo en las cumbres de Cordero y nadie supo cuál de los bandos resultó victorioso en la escaramuza. Los refuerzos del gobierno lograron entrar a San Cristóbal y Castro se retiró a Capacho. Fue allí que, a principios de agosto, tomó una resolución digna de su locura. Optó por abandonar el objetivo de controlar San Cristóbal. En vez, decidió marchar con los suyos hacia el centro del país, buscando suplir el apoyo no hallado en Los Andes. Por supuesto, para condimentar la demencia del restaurador, se combinaron el aderezo de la buena suerte y una serie de eventos inesperados. 

Los generales del gobierno apenas ofrecieron resistencia. Observaron pasivos el paso del caudillo chiflado por sus respectivas plazas sin oponer resistencia. Casi como quien ve pasar a don Quijote de la Mancha y aplaude su aventura.

Al llegar a Carabobo, su ejército de sesenta se había multiplicado en un cuerpo formado por mil seiscientos hombres y venció en el sitio de Tocuyito, donde lo esperaban los generales Diego Bautista Ferrer y Antonio Fernández, junto a cinco mil soldados armados hasta los dientes, pero estos apenas dieron batalla a los alzados, más bien despejando el camino, en vez de entorpecerlo.  

Todos sabían que el general Ignacio Andrade llegó a la magistratura gracias a unas elecciones fraudulentas y, con Joaquín Crespo yaciendo en la tumba de su mausoleo en el Cementerio General del Sur, su régimen estaba más que caído. No había necesidad de seguir derramando sangre hermana. 

Entonces, contra todo pronóstico, Castro entró triunfante a Caracas el 22 de octubre de 1899, escoltado por Matos y Mendoza desde Valencia, y pasó a ocupar la presidencia de la republica. Pero pocos meses después de llegar al poder, Castro le cobró a Jáuregui el favor que no le hizo. 

En mayo de 1900, monseñor se dirigía en un viaje a Roma, en misión del obispo de Mérida, para celebrar el Jubileo del Año Santo, pero fue apresado durante su trayecto en Maracaibo por orden del dictador y encerrado en un calabozo del Castillo de San Carlos. Allí, en una celda oscura, húmeda e insalubre, pasó unos meses antes de ser expulsado de Venezuela para morir en el exilio.

 

La desgracia de monseñor Jáuregui será la primera de tantas que sufrieron los perseguidos políticos de la dictadura castrista, espejo de las muchas del porvenir.

Jimeno Hernández
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