Blancura negra
Para aquellas que se sienten culpables de haber nacido blancas existe una vía de expiación. Viajen a Estados Unidos y súmense a una de las cenas que organizan una mujer negra y otra de descendencia indígena norteamericana. Mientras disfrutan de comida casera con vinos Chardonnay, las dos someten a sus invitadas (solo mujeres, siempre son ocho) a un ejercicio de flagelación racial. Las obligan a admitir que son racistas y les cuentan que solo si se empeñan en borrar su tóxica “blancura” podrán llegar a ser admitidas al reino de la decencia y la virtud.
El precio de admisión, dividido entre las ocho pecadoras, es 5.000 dólares. La jugada les ha salido bien a las anfitrionas. Se están forrando.
A partir de la muerte de George Floyd en mayo del año pasado se ha creado toda una industria alrededor de la idea de que ser blanco es ser racista. No estamos hablando de una industria marginal. Su biblia es un libro llamado ‘Fragilidad blanca’ que el año pasado llegó al puesto número uno de la lista de best-sellers del New York Times. Lo escribió una mujer blanca llamada Robin Di Angelo que ha aprovechado su notoriedad para celebrar talleres “antirracistas” a entre 5.000 y 7.500 dólares la hora. Entre sus clientes, la empresa Coca-Cola.
La tesis de esta astuta empresaria es que todos los negros son víctimas y todos los blancos nacen con el pecado original del racismo. “Negar que uno es racista es la prueba de que uno lo es”, proclama Di Angelo. ¿La solución? “Ser menos blanco, que significa ser menos opresivo, menos arrogante, menos seguro, menos defensivo, menos ignorante, más humilde”.
La doctrina del “privilegio blanco” ha cruzado el océano y está teniendo especial impacto en Reino Unido y Francia, donde ha llegado incluso a enseñarse en los colegios. Esta misma semana la rama británica de Oxfam, una ONG de gran alcance global, publicó un informe con los resultados de una encuesta interna sobre “la blancura”, fenómeno que define como “un sistema de poder creado por las naciones blancas para el beneficio de personas blancas”.
Una de las preguntas que se hizo en la encuesta a los 1.800 empleados de Oxfam en Reino Unido, el 88 por ciento blancos, fue si se consideraban “no racistas”, “antirracistas”, o “ninguna de las dos cosas”. Algunos de los encuestados confesaron al Times de Londres que se sentían ofendidos. Uno denunció que la premisa del estudio fue que “aunque trabajamos para una organización humanitaria somos racistas”.
Un veterano de Oxfam con el que hablé me dijo que sectores radicales dentro de la organización estaban detrás del informe, que habían ido más lejos de lo que los miembros de la junta directiva hubiesen deseado pero que no se atrevían a abrir la boca por temor a ser acusados, ellos mismos, de racismo. Es decir, volvemos a la lógica invencible de Di Angelo: si niegas ser racista lo eres.
Por tanto, evitaré el riesgo de decir que no lo soy. Me limitaré a tres observaciones. Uno, que definir el mundo en términos de un enfrentamiento biológicamente inevitable entre blancos y negros no es muy constructivo ni para Oxfam, ni para nadie. Dos, que el racismo es parte de la condición humana, se puede diluir pero no erradicar, o no hasta que alcancemos un punto de evolución hoy inimaginable. Tres, que el racismo no es propiedad exclusiva de los blancos: categorizar a las personas según su componente genético o cultural, como si fueran insectos, es un impulso universal.
Tengo amigos africanos que han emigrado a Estados Unidos en los últimos 20 años. Todos han sufrido incidentes de desprecio racista pero todos reconocen que sufrieron igual o peor discriminación en sus países de origen debido a su identidad tribal. Todos entienden que se está haciendo más en Estados Unidos y en otros países occidentales para encarar el problema eterno del racismo que en cualquier otra parte del mundo. Los hechos demuestran que se han logrado avances inconcebibles hace 50 años, entre ellos que haya habido un presidente negro en la Casa Blanca o que ya no cause sorpresa que las selecciones de fútbol de Inglaterra, Francia, Holanda o Alemania incluyan jugadores de descendencia africana.
Pero siempre habrá trabajo por hacer. La lucha contra el racismo es un imperativo moral de la humanidad, igual de necesaria e igual de utópica, por ahora, que la lucha contra la pobreza. El problema es cuando el exceso de celo, o en algunos casos de codicia, conduce a acentuar las diferencias entre las razas a tal punto que pareciera que a lo que se aspira no es a la concordia sino a la resurrección del sistema de apartheid que hubo en Sudáfrica.
La buena noticia es que hay señales de que el péndulo se mueve. Kemi Badenoch, una ministra de gobierno británica negra, dijo esta semana que el término “privilegio blanco” no debería ser usado en las escuelas porque era “innecesariamente antagónico”. “Como alguien que creció en Nigeria donde hay solo un color de piel, pero más de 300 etnias, sé que cuanto más se insiste en la identidad étnica más se debilita la identidad nacional”, dijo. “Debemos apoyarnos en lo que tenemos en común, no insistir en nuestras diferencias”.
El presidente Emmanuel Macron de Francia acaba de decir algo muy similar, denunciando lo que llamó “una cultura racializante” importada de fuera. En Estados Unidos, el país de origen, también se detecta una reacción en contra, y no solo de la derecha blanca. John McWhorter, un distinguido académico negro, fulminó a Robin Di Angelo en la revista Atlantic.
Señaló que la doctrina de que “si eres blanco nacerás y morirás racista” no aportaba ninguna solución para nadie. Pero lo peor, según McWhorter, es que al clasificar a todos los negros como una gran masa de víctimas anónimos, la gurú del mea culpa blanco demostraba hacia ellos “una deshumanizante condescendencia”. Exacto. El apartheid.
Fuente: Clarín
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