Una araña negra en su cama

Barclays y su suegra, una mujer muy guapa, nacida en Chicago, llamada Bárbara, fueron enemigos desde que se conocieron:

-¿Qué colonia te has puesto? -le preguntó ella, a quemarropa, tan pronto como lo conoció.

-Brut -respondió él, muy orgulloso.

-Es colonia de cholos -dijo ella-. No la uses más.

Bárbara era alta, rubia, coqueta, llamativamente guapa. Vivía en una mansión en las afueras de la ciudad, una casa tan grande, con un vivero de orquídeas salvajes, que parecía una hacienda. Era rica porque se había casado con un hombre rico, el dueño de aquella mansión, el empresario turístico Julius Carter, quien no tenía hijos, a pesar de ser ya cincuentón.https://b05deb3f2ae85791cba94448ac6c85ad.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html

Bárbara era madre de tres hijos de un primer matrimonio que terminó de un modo trágico o cómico: Íñigo, Elisa y Casandra. Cuando los tres eran niños, Bárbara sufrió la peor humillación de su vida: fue abandonada por su esposo, Amancio Mesías, quien se volvió loco o se volvió hippie o se volvió drogadicto o se volvió todo aquello al mismo tiempo y decidió que no quería ser el jefe de una familia burguesa, el esposo de una mujer frívola y codiciosa, el padre de unos críos bulliciosos.

No fue tanto que su esposo Amancio la abandonara lo que hundió en el oprobio y la desazón a Bárbara, tan linda que parecía una modelo, una reina de belleza: fue el modo acanallado en que este la dejó. Una tarde cualquiera, revirado por las pastillas alucinógenas que se administraba, el nefelibata señor Amancio Mesías convocó a su esposa y sus tres hijos pequeños al jardín de la casa familiar, encendió una fogata con leñas y papel periódico y, ante la mirada de asombro y estupor de su familia, fue arrojando al fuego todos sus documentos de identidad: su pasaporte, su libreta electoral, su libreta militar, su licencia de conducir, su partida de nacimiento, su partida de bautismo, su libreta de casado por juez y por iglesia. No contento con incendiar toda prueba de que Amancio Mesías era o había sido Amancio Mesías, pasó luego a quemar sus fotos de niño, de adolescente, de joven, sus fotos con Bárbara casándose y de luna de miel y esperando a los niños, sus fotos con los críos. Bárbara y sus hijos lloraban sin entender nada, pero, al mismo tiempo, intuyendo que ese sería un momento fundacional en sus vidas. Por último, el esposo y padre pirómano anunció:

-Mi carro se lo voy a regalar a Suárez-Vértiz.

Era su mejor amigo, un músico aficionado, un bohemio encantador, y su compañero de drogas y otros extravíos.

-¿Por qué no me dejas el carro a mí? -preguntó Bárbara, desolada.

-Porque no me provoca -respondió Amancio-. Tú sólo me has traído problemas, gringa. Ahora jódete.

Al ver que se alejaba, Bárbara atinó a preguntarle:

-¿Adónde te vas?

Amancio Mesías se detuvo, la miró a los ojos y le respondió sinceramente:

-A la mierda.

Los próximos cuarenta años, nadie supo dónde estaba Amancio Mesías, si en alguna parte estaba. Decían que vivía en una cabaña en los Andes, loco, hablando solo. Decían que se había largado a los Países Bajos, enamorado de una holandesa. Decían que había muerto ahogado en un río caudaloso de la Amazonía. Decían que se había vuelto comunista, terrorista. Decían que se drogaba tanto que ya no sabía quién era ni dónde estaba. Pero nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba Amancio Mesías, nadie sabía si se encontraba vivo o muerto: simplemente desapareció, se hizo humo, se volvió leyenda.

Destruida por la vergüenza y el deshonor que le infligió su esposo, Bárbara se volvió decoradora para pagar las cuentas de sus hijos, se mudó a una casita mesocrática y se propuso salir con hombres ricos, muy ricos, hasta que uno de ellos picase el anzuelo y la redimiera de la súbita pobreza en que se hallaba. Salió con un banquero prófugo, muy gordo, cuyas ventosidades la espantaron. Salió con el dueño de una cadena de pollerías, alcohólico, mujeriego, enamorado de sí mismo. Salió con un embajador que hablaba cinco idiomas y que se ponía mustio o melancólico tras hacer el amor, porque, en realidad, era gay, sólo que no se atrevía a contárselo. Salió, por fin, con el empresario turístico Julius Carter, dueño de hoteles, y le pareció el candidato perfecto: soltero, sin hijos, apuesto, muy rico, dueño de una de las casas más impresionantes de la ciudad. Carter picó el anzuelo, se casó con Bárbara y abrió las puertas en su casa hacienda a Bárbara y sus tres hijos: Íñigo, Elisa y Casandra.

Íñigo y Elisa estudiaron en la universidad de Cornell, fina cortesía de su padrastro Julius. Casandra, la menor, educada en París, donde vivió con una familia amiga del empresario Carter, quiso estudiar en la universidad de Georgetown, pues quería ser diplomática, como su abuelo materno, que hizo la carrera de servicio exterior en aquella universidad de curas jesuitas. Fue allí, en Georgetown, donde Casandra Mesías, nunca recuperada por el abandono de su padre, todavía perseguida y atormentada por el recuerdo de ese padre fantasmagórico, se enamoró de Barclays, quien se encontraba escribiendo una novela autobiográfica, confesional, acaso para sobreponerse a los traumas y los agravios que le impuso su padre pistolero: eran, pues, dos náufragos, dos sobrevivientes, dos heridos en las interminables guerras familiares.

Bárbara odió a Barclays apenas lo conoció y por eso no se cortó en decirle:

-Esa colonia Brut es de cholos. No la uses más.

A su turno, el empresario Julius Carter hizo dos cosas extrañas, sorprendentes: llevó a Barclays al consultorio de un reputado vidente, quien, penetrando en el futuro, o desatando las fiebres de su imaginación, sentenció, aludiendo al joven escritor:

-Será famoso. Será rico. Pero no será feliz con Casandra. Será feliz con un hombre. Ha sido mujer en su vida anterior. Quiere seguir siendo mujer.

Luego Carter llevó a Barclays al mejor burdel de la ciudad, donde se emborracharon y se enredaron con mujeres forasteras, de belleza luminosa. Al salir, Julius Carter le dijo a Barclays:

-Recuerda que Casandra Mesías es una dama de alta sociedad, no una putita como estas que acabamos de tirarnos. Cuando quieras estar con una putita, me llamas y te invito. Pero a Casandra me la vas a tratar como a una dama, ¿entendido?

-Entendido.

Barclays y Casandra se casaron en Georgetown y se fueron de luna de miel a Londres y París, invitados por el magnate Julius Carter. Al año siguiente tuvieron una hija, Camelia, que nació en el hospital de la universidad de Georgetown. Pero, para sorpresa de todos, para conmoción de su familia, Barclays encendió de pronto su propia hoguera de estrépito y crepitar autodestructivos: terminó de escribir su novela y la publicó, incinerando su buena reputación, arrojando a las llamaradas del escándalo su honor y su futuro. Sus suegros, Bárbara y Julius, lo odiaron con ferocidad: una familia de alta sociedad como la suya no podía provocar escándalos tan vulgares, de pronto salpicados todos por las habladurías, los chismes, las insidias, el venenillo y las truculencias de la novela del joven debutante.

-Has echado mierda al ventilador -le dijo Julius Carter a Barclays, sintetizando así su percepción de aquella novela y del escándalo subsiguiente.

-Has avergonzado a nuestra familia -le dijo Bárbara a Barclays-. No mereces ser parte de esta familia.

Casandra, sin embargo, amaba a su esposo, el escritor incomprendido, quizás porque veía en él a su padre ausente, a su padre loco: un orate con una misión, un demente en una cruzada. Al abrazar las locuras de Barclays, el caos de Barclays, quizás Casandra había recuperado a su padre, Amancio Mesías, quien se largó a los quintos infiernos para nunca más volver.

Barclays y su esposa Casandra tuvieron una segunda hija, Paulina, que nació en Miami. Barclays siguió escribiendo novelas afiebradas, escandalosas, que rozaban el impudor y la desvergüenza. Casandra se fatigó de su esposo, se hartó de él, lo dejó sin miramientos y se mudó a la casa hacienda de su padrastro. Ahora Barclays tenía que volar cinco horas en avión y visitar la mansión de sus suegros para ver a sus hijas.

-Prométeme que nunca escribirás sobre mí -le pidió una tarde Bárbara, a solas los dos.

-Te lo prometo -dijo Barclays, pensando que su suegra seguía siendo una mujer deseable, apetecible.

A veces Barclays se quedaba a dormir en el cuarto de huéspedes de la mansión de sus suegros. Extrañamente, se le perdían los calzoncillos: con el tiempo descubrió que su suegra se los robaba para hacerle brujerías, unos conjuros que le perjudicaban su sistema de bajas cañerías. Una noche, de madrugada, sintió la presencia de su suegra, sentándose en la cama, acariciándole suavemente la espalda. Pensó que ella le haría una discreta felación en la penumbra, o le procuraría un coito furtivo. Pues no: apenas lo acarició y se marchó. A la mañana siguiente, Barclays encontró una araña negra en su cama. Bárbara la había comprado a un aracnólogo, extraído de un frasco de vidrio y deslizado dentro de las sábanas, para envenenar a Barclays y acallar su voz libertina. La araña picó la mano derecha del escritor, dejándole la marca del veneno, una herida morada, abultada, doliente. Barclays supo entonces que su suegra quería matarlo. Nunca más durmió en aquella casa. Sabía que deseaban envenenarlo.

Un tiempo después, Barclays publicó una novela, recreando su historia de amor con Casandra Mesías, titulada “El huracán lleva tu nombre”. Resultó inevitable que en aquella ficción escribiera de su suegra Bárbara y de su suegro Julius Carter. Cuando la novela salió publicada, Bárbara dio la orden de que Barclays no entrase más en su casa. Pero él tenía que acudir a esa propiedad para visitar a sus hijas, todavía niñas. Una tarde tocó el timbre, abrió Julius Carter, quien lo miró desdeñosamente y le dijo:

-Eres un traidor. No vengas más.

Luego Julius llamó a sus perros entrenados para atacar y Barclays tuvo que salir corriendo hasta meterse en su auto, antes de que los perros lo mordiesen.

Años después, Barclays escribió una novela, “El cojo y el loco”, en la que un personaje capital, El Loco, estaba inspirado vagamente en el padre de Casandra, el no habido Amancio Mesías, a quien Barclays no alcanzó a tratar en persona, pero se atrevió conocer en el azaroso territorio de las ficciones. Más adelante se vengó del empresario turístico Julius Carter, llamándolo “Mea Finito” en una novela en clave de humor.

Ahora, siempre que ve una araña, Barclays se acuerda de Bárbara, su suegra, y de la noche en que ella quiso envenenarlo, deslizando una araña negra en su cama.

Fuente: La Nación

Jaime Bayly
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