El liderazgo no es para cualquiera

En medio del mar de pasiones sanas e insanas en el que estamos nadando, siempre es bueno apuntar que odiar es darle demasiada importancia a ese que nos perjudica. Es preferible desarrollar la musculatura de la indiferencia. Esa cobertura  que permite que nos resbalen las necedades que nos dicen quienes buscan insultarnos. Hay que dejarlos ahí, boqueando, sin oxígeno. 

El país ha vivido por estos días una inusitada y sabrosísima alegría. Los atletas olímpicos venezolanos nos ha regalado esa maravilla de sentir que el corazón se nos salía por la boca, que el tricolor ondea dentro nuestro, que nadie por mucha idiotez que dijera podía borrarnos la sonrisa. Sí, escuchamos el himno nacional y no nos sonó a cancioncita barata que algunos cantan como relleno en actos sin pompa. Y quienes eso no han sentido por estos días, pues por esos hay que sentir lástima. Y dejar que sus comentarios idiotas se deslicen por nuestro ánimo convertido en sartén de teflón. 

El domingo pasado comenzó pintado de felicidad. Estábamos ciertamente con los músculos risorios prestos para un severo ataque de  gozo. Ya habíamos saboreado durante la semana la dulce gloria con los éxitos de unos  espléndidos jóvenes a quienes a pesar a miles de kilómetros de distancia sentíamos conciudadanos muy cercanos. Las calles de Venezuela y de muchas ciudades del mundo se poblaron de los fantásticos gritos que se escapaban de las casas de millones que supimos ser lo que mejor sabemos ser: venezolanos. Y quienes trataron de apropiarse de méritos ajenos y empañar nuestra alegría, se quedaron con los crespos hechos.

Lo que estos muchachos nos han dado no hay cómo tasarlo. Ni medirlo. Ni adjetivarlo. Quizás lo necesitábamos, desesperadamente. Para sentirnos vivos, para entender que las adversidades no son escollos insuperables. Para metabolizar que no hay que ir al mercado de otras plazas emocionales  a procurar esa fuerza que tenemos por dentro.

Por estos días he tenido el placer de entablar franca (y descarnada) tertulia con venezolanos brillantes y valiosos que me honran con su amistad y cariño. Han sido palabreos difíciles e intensos con personas  extremadamente bien preparadas y que aman a nuestro país con toda su alma. La vida cotidiana es muy dura en Venezuela. Que nadie crea lo contrario. Que nadie se atreva a pretender decir que exageramos.  Pero a pesar del chorro de tonterías y simplezas que uno escucha a diario, de tirios y troyanos, hay que quitarse las lagañas  para poder ver el país que no tenemos ahora pero que sí podemos tener. En el futuro. En eso hay que pensar. Por eso, por ese mañana, para tenerlo, hay que trabajar hoy. Y aunque hoy no consigamos verlo con diafanidad, porque el aire está enrarecido, hay con qué y hay con quiénes. 

Si resulta que los liderazgos que aspiran a recibir nuestra confianza no logran hacer méritos para ocupar esas posiciones de liderazgo, si sentimos que no están dando la talla, si están ciegos, agotados, si sentimos que han llegado al límite de su capacidad o ya no tienen ideas creativas,  pues nos quedan dos caminos: o les exigimos mejor desempeño y los ayudamos con desprendimiento, o los descartamos, entendiendo bien que si eso hacemos estaremos a la deriva. 

 El liderazgo, sea político, empresarial, sindical, social, religioso, profesional, es como el deporte olímpico. No es para cualquiera que crea que basta con un traje o un uniforme. Detrás de cada atleta hay un equipo, que lo asiste, que lo ayuda. 

El liderazgo no es asunto de hombres y mujeres que lo  entienden como espacio de su propiedad. El ejercicio de liderar tiene las mismas exigencias de los  deportes de alta competencia y exigente rendimiento. Yo creo que quien no se ocupe, pues que desocupe. Y el que se preocupe, pues que se ocupe. Pero las cosas como son: nadie puede hacer un buen trabajo de liderazgo recibiendo una lluvia de piedras. Si Ceballos se equivocó, si dijo una sarta de necedades, muy bien reprenderlo, llamarlo a capítulo, leerle la cartilla, pero es también asunto de traerlo de vuelta a la sensatez. Tirarlo por el barranco es un desperdicio.

 La cosa no está para monsergas. Millones literalmente arrastran por las calles y caminos una trágica  miseria. Millones no ganan ni tan siquiera lo suficiente para poner comida sobre la mesa. Millones no viven, apenas sobreviven. Pero hay miles que creen que la cosa no está tan mal. Son los tontos que viven en su pequeño y mullido mundo, sin ver hacia afuera, enclaustrados en su propia película. Creen en aquello de ojos no ven corazón que no siente. Pero son extremadamente activos en las redes, desde las cuales lapidan a placer en un juego de ejercer una libertad irresponsable. 

Yo creo en la unidad, no como un fin, sino en la única forma posible de hacer musculatura política. Se acercan las elecciones del 21N. Tengo muchísimas dudas. Pero de una cosa estoy completamente segura: si cada cual tira de una esquina de la cobija, lo que acabará teniendo en la mano serán hilachas.

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