El instante de la consagración

Teresita fue una artista precoz, desde infancia supo lo que quería ser de grande. A los tres años de edad ya se paseaba por su casa tarareando piezas de ópera y arrancaba a las teclas del piano, con sus dedos gráciles y diminutos, sonidos armoniosos que iba combinando para armar melodías.

Su mamá solía regañarla, explicándole aquel era un instrumento en extremo delicado y no estaba hecho para que los críos jugaran con él. Pero la reprimenda poco le importaba a la traviesa, pues a hurtadillas buscaba el tiempo para sentarse sobre el taburete y hacer de las suyas.

Un día el padre de la pequeña entró a la casa para escuchar con sorpresa que alguien tocaba el aria de “Lucía de Lammermoore”, una de sus óperas favoritas. Se asomó en el salón para verla unos segundos, hasta que al percatarse que la habían pillado haciendo lo que no debía, cerró la tapa de las teclas y echó a correr despavorida. Él la persiguió mientras pedía perdón asustada, pero apenas la alcanzó, la estrechó entre sus brazos. Se le aguaron los ojos al darse cuenta que su hija era dueña de un talento asombroso. La pobrecita le imploró que no llorase, jurando más nunca volver a tocar el instrumento, como le había pedido su mamá.  

Luego de aquel episodio, don Manuel se ocupó de impartirle sus primeras lecciones y ejercicios, por lo menos algo de lo mismo que le dieron a él cuando aprendió a tocar. Esa experiencia pedagógica lo llevó a redactar un cuaderno titulado “500 ejercicios para el piano”, texto que publicó con la misma editorial que se ocupó de imprimir su obra anterior, el famoso “Manual de Urbanidad y Buenas Maneras”.

La chiquilla demostraba facilidad e imaginación para concebir el arte melodiosa. A los cinco años ya tocaba piezas enteras de Mozart, y sentaba a sus muñecas de trapo junto al piano para improvisar conciertos. Bastó un bienio para que su alumna se convirtiera en la maestra durante las clases hogareñas, componiendo valses, danzas y polkas. Al concebir don Manuel Carreño que Teresita progresaba al ritmo de los virtuosos, decidió solicitar la ayuda de Julio Hohené, afamado pianista extranjero residenciado en Caracas, quien la enseñó a interpretar las primeras obras de Fréderic Chopin, Félix Mendelssohn y Ludwig van Beethoven.

Las cosas marcharon en armonía, o sobre teclas y cuerdas, como diría un bardo, hasta que se produjo el estallido de la guerra federal. En mayo de 1861, el presidente Manuel Felipe Tovar lo nombró ministro de Relaciones Exteriores. En agosto del mismo año, el presidente encargado, Pedro Gual, lo designó como ministro de Hacienda. A los pocos días comenzó la dictadura del general José Antonio Páez y el país se terminó de prender en llamas, dejándolo en una posición comprometida.

Espantado por el desenlace del conflicto, observando las dificultades para continuar haciendo vida en Venezuela, así como el inmenso potencial de su hija, decidió llegada la hora de empacar sus baúles y marcharse al exilio. El 23 de julio de 1862 zarpó de La Guaira junto a su familia para dirigirse a los Estados Unidos y radicarse en Nueva York. 

A los pocos meses de su llegada a la ciudad, la pequeña debutó al ofrecer un concierto en Irving Hall, dejando atónitos a todos los espectadores que acudieron al teatro. En lo que concluyó la función, el público se puso de pie y le obsequió aplausos durante varios minutos.  

El crítico musical del “New York Times”, uno de los presentes, se deshizo en elogios, escribiendo al día siguiente en su columna que Teresa Carreño no merecía ser clasificada como una niña maravilla, que a la edad de ocho años había derrotado todas las dificultades técnicas del piano, sino como una artista con sensibilidad de primer nivel. Tal presentación y reseña despertó el interés de míster Louis Moreau Gottschalk, eminencia del piano en los United States, además de ser conocido como “The best known pianist in the New World”, quien decidió citarla a su estudio para escucharla tocar.

Sus progenitores pensaron que imponer semejante presión sobre la niña podría turbarla. Por eso, antes de presentarla frente al mejor pianista conocido en el Nuevo Mundo, su madre le preguntó: -Dime Teresita, ¿qué prefieres ser tú?… ¿Una princesa o una artista?.- 

Ella sonrió, respondiendo de inmediato que, por supuesto, deseaba ser una artista, y lo seguiría siendo por el resto de su vida. Notando que sus padres estaban nerviosos por la cita con el maestro Gottschalk, los tranquilizó diciéndoles que cuando eran artistas o personas importantes los que la escuchaban, tocaba mejor, ya que llegaba a sentirse en la gloria.    

El afamado compositor los recibió con suma solemnidad. Estaba fatigado de oír chicos prodigios que, a la postre, terminaban siendo mequetrefes, o más bulla que la cabuya, como quien dice. También de lidiar con padres que pensaban sus retoños algún día podían convertirse en el próximo Wolfang Amadeus, cuando en verdad no eran más que unos mediocres, algunos hasta majaderos. 

Sin mucho hablar, le concedió un cuaderno de partituras, indicó lo abriera en cierta página e interpretara la pieza desde principio hasta el fin. Era tan pequeña que el míster tuvo que cargarla para posarla sobre la banqueta. Inmediatamente dio tres palmadas, marcando el compás de la melodía, dándole pauta para que comenzase sin dilaciones.  

Cuando la chiquilla terminó de interpretar la pieza, Gottschalk, conmovido, incapaz de superar su asombro, la felicitó, le plantó un beso en la frente, y comentó a los padres de la criatura que no habían educado ningún niño prodigio, sino a un verdadero genio. Prometió a Manuel y María Teresa Gertrudis que se encargaría de la educación musical de la pequeña. Estaba seguro que sería su mejor discípula. De eso no le quedaba la menor duda.

Ese fue el instante de la consagración para la joven Teresa Carreño.

Jimeno Hernández
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