Autoritarismos de un gobierno débil

No hay que escuchar lo que dicen, sino ver lo que hacen. Aceptaron la derrota. La reunión atropellada y melancólica del Senado, para aprobar 116 decretos de necesidad y urgencia dictados por Alberto Fernández, es la mejor prueba de que saben que han perdido el Congreso. Los nuevos arrebatos contra el periodismo (que no habían sucedido en los dos años previos de la presidencia de Alberto Fernández) son una reacción propia del kirchnerismo derrotado. La culpa es del periodismo. Nada nuevo en la historia del populismo, hable este en nombre de la derecha o de la izquierda. La existencia misma de un gobierno débil y una convocatoria al acuerdo con una oposición a la que no llamó todavía (y a la que desprecia y ningunea en público) es una contradicción que no puede explicar ningún manual de práctica política. Pero es la misma reacción de Cristina Kirchner cada vez que perdió: en 2009 citó a la oposición para dictarle clases sobre cómo debía comportarse. Esta vez, aturde el silencio de la vicepresidenta, que nunca habló ni se expresó públicamente desde el fracaso electoral del último domingo. ¿Se resignó o pergeña una sorpresa para el momento en que todos estén entretenidos en otras cosa? Nadie lo sabe; tal vez, ni ella. Solo el Presidente habló tres veces y se contradijo dentro de un mismo discurso; es necesario que el mandatario recupere el equilibrio emocional que extravió en algún instante impreciso.

Los decretos de necesidad y urgencia necesitan la aprobación de una sola cámara del Congreso. El kirchnerismo gobernante usó el Senado, porque ahí es donde tendrá una holgada mayoría hasta el próximo 10 de diciembre. Después la perderá. El jueves último aprobó más de un centenar de decretos del Presidente, muchos de ellos de nula importancia o hasta ya abstractos. Pero en el montón pasaron decretos como la nueva fórmula para el aumento de los jubilados, que les quita a estos mucho más que la modificación que implementó Mauricio Macri y que entonces provocó una sublevación dentro y fuera del Congreso. Cayeron 14 toneladas de piedra. También se aprobaron por ese trámite exprés una modificación del presupuesto de 750.000 millones de pesos y una autorización de emisión de dinero por otros 400.000 millones de pesos. El oficialismo necesitará en el Senado a partir de diciembre dos senadores para alcanzar la mayoría simple, que podría lograrlo mediante constantes negociaciones. El problema es que Cristina no sabe ni le gusta negociar. Ella ordena, no conversa.

Peor le irá en la Cámara de Diputados, donde el oficialismo y la principal fuerza de la oposición estarán virtualmente empatados. Juntos por el Cambio tendrá 116 diputados y, a la hora de votar, el Frente de Todos contará con 118 legisladores. Sergio Massa, el presidente del cuerpo, no vota, salvo en caso de empate. La oposición tendrá más posibilidades de ganar, por lo menos para decir que no. Los libertarios de José Luis Espert y Javier Milei serán cinco; la izquierda tendrá cuatro; dos vienen de la coalición que armó Roberto Lavagna en 2019; tres responderán al gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, y dos serán socialistas. Schiaretti comprobó el domingo anterior que su provincia es obcecadamente antikirchnerista y él debe construir una herencia política para 2023. No tiene posibilidad de reelección y José Manuel de la Sota murió prematuramente en un accidente. Entre ellos dos, Schiaretti y De la Sota, conservaron el poder del peronismo no kirchnerista en Córdoba durante 22 años. Casi un cuarto de siglo. Más difícil le será a Juntos por el Cambio conseguir el apoyo para proyectos propios. Pero el “no” al oficialismo lo tiene casi asegurado.

Esa debilidad del Gobierno explica el llamado a un acuerdo con la oposición. Un conflicto insalvable aparece cuando junto con la convocatoria hay desplantes, ofensas o indiferencia hacia a la oposición. Una aclaración es conveniente: el supuesto diálogo se limita a lo que el Presidente dijo en público. Nadie llamó nunca a ningún opositor. Nadie le hizo llegar a la oposición el plan plurianual que anunció Alberto Fernández. Nadie, nada, nunca. Es oportuno recordar ese título de un libro de Juan José Saer. Que todavía el Presidente no haya dicho que hubo una victoria y una derrota es una pésima señal para la oposición, que ganó. Alberto Fernández le dio una vuelta más al sofisma de Victoria Tolosa Paz (“ganamos perdiendo”) y creó uno suyo: “Vencer no es triunfar, sino no darse por vencido”. Demasiados atajos para no aceptar que hicieron la peor elección nacional en la historia del peronismo.

El Presidente rompe más puentes que los que imagina con la oposición. “Que Macri se quede con sus amigos haciendo negocios”, zamarreó en la misma convocatoria al diálogo. Macri es el único expresidente que tiene Juntos por el Cambio y, si bien no tiene un liderazgo único en la coalición opositora, es uno de sus principales referentes. Lo descalificó como político, además. ¿Por qué la ofensa cuando se necesita un acuerdo? Tampoco hay manual que explique semejante contradicción. ¿Qué respondería el Gobierno si la oposición le dijera que está dispuesta a dialogar, pero que nunca lo haría con Cristina Kirchner? No aceptaría esa condición.

La policía metropolitana mató al joven Lucas González. Fue un ejemplo claro de cualquier policía argentina: o no hace nada o mata. No hay términos medios. Esa policía depende del jefe del gobierno capitalino, Horacio Rodríguez Larreta, el líder de las “palomas” de Juntos por el Cambio. El mismo hombre que viene proponiendo un acuerdo político entre las grandes fuerzas partidarias si él llegara a la presidencia en 2023. El kirchnerismo, incluido el Presidente, sometió a Rodríguez Larreta al castigo público por la muerte injusta del joven. “Criminal”, le dicen en las redes. Aprovechó, de paso, para reivindicar la política del garantismo que promueve Eugenio Zaffaroni. El Gobierno corre el riesgo de encontrarse en cualquier momento en la ingrata circunstancia de Rodríguez Larreta: la Policía Federal o la bonaerense también podrían cometer una muerte innecesaria. Ya lo hicieron varias veces. Es el problema de la policía argentina, cualquiera que sea, porque carece de la formación y el perfeccionamiento necesarios. Y ese no es un fracaso de la policía, sino de la política. Ahora bien, ¿qué ganas tendría la oposición de negociar si desde el otro lado están jugando al tiro al blanco con sus propias palomas?

Un personaje cantinflesco apareció de nuevo: fue el gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, para proponer una ley que regule a la prensa, que equilibre, dijo, lo que el periodismo dice del Gobierno. Cree que la derrota se debió a la “prédica” del “periodismo hegemónico” contra la administración kirchnerista. El kirchnerismo gobernante cuenta con canales de televisión, con radios y con diarios. Si los ven, los escuchan o los leen es una pregunta que debe hacerse el oficialismo, no la prensa independiente. No hay hegemonía ni monopolio ni oligopolio en el periodismo argentino. El Gobierno le dedica, además, una mirada simpática a una serie de inservibles chicanas judiciales contra la fusión de Cablevisión y Telecom, que afectaría directamente al Grupo Clarín. Pero –todo debe decirse– no hay pruebas de una acción directa del Gobierno; solo simpatía, por ahora. Ya ocurrió la amenaza del ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, contra la familia del dibujante Nik y, por lo tanto, contra el propio Nik. El Presidente se refirió peyorativamente en uno de sus recientes y confusos discursos públicos a publicaciones periodísticas. Todo esto sucedió después de que el Gobierno perdiera las elecciones primarias en septiembre pasado. La historia no se repite, pero se parece. En 2009, poco después de que perdiera las elecciones legislativas, Cristina Kirchner mandó al Congreso la vengativa ley de medios. El autoritarismo es un recurso gastado de gobiernos frágiles, cuando saben que han perdido.

Fuente: La Nación

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