La derecha no puede ganar las elecciones

Cuando empezó el siglo XXI, la política de Occidente y la democracia representativa estaban en crisis, experimentando un proceso de transformación radical. El llamado por Hobsbawm “siglo corto” fue el tiempo de las ideologías. Hasta 1990 la mayoría de los países se enfrentaron apoyando a uno de dos bloques, el primero liderado por la Unión Soviética, que promovía la revolución mundial en nombre de la justicia y el proletariado, y el otro conducido por los Estados Unidos, que defendía la democracia y el desarrollo económico.

Cuando se derrumbó el socialismo real, no por una guerra sino por el fracaso de su economía, algunos países que habían sido colonizados por Rusia se independizaron. Adoptaron el capitalismo el país de los zares, China, Vietnam y casi todos los que habían aplicado el modelo económico comunista. Por las ironías de la historia, sus obreros quedaron en una situación de explotación semejante a la que existía en Occidente hace dos siglos. No son economías neoliberales, sino liberales manchesterianas.

Estas transformaciones económicas y políticas fueron impulsadas por la tercera revolución industrial que cambió todo, desde el sentido de la autoridad en la familia hasta la posibilidad de ver con el telescopio Webb las estrellas que se formaron cuando apareció el universo.

La pandemia aceleró ese proceso. La red invadió la vida de la gente durante el encierro y alteró aún más las relaciones que mantienen los seres humanos entre sí y las que tienen con los objetos. Los cibernautas tienen acceso a una cantidad de informaciones y a una oferta de placer tan enorme que es imposible que se interesen por los cursos de formación ideológica a los que nos sometíamos los jóvenes de los 70.

En la Antigüedad, un proyecto político empezaba aprobando un nombre solemne, reglamentos, estatutos y un manifiesto ideológico eterno. Para algunos, las diez verdades peronistas orientaron el Big Bang y permanecerán hasta el congelamiento del universo dentro de mil millones de años. El sentido común dice que lo más probable es que la humanidad, si existe en ese momento, las habrá superado con nuevas ideas.

Después de la pandemia, las elecciones que se han celebrado han tenido resultados imprevistos, con solamente algo en común: las ganaron líderes distintos a los tradicionales, por los que la prensa y el establishment no apostaban un centavo seis meses antes.

Según la métrica de las redes, son pocos los ciudadanos que mantienen las tradiciones. ¿Cuántos ingresaron este año a YouTube para oír o bajar la Marsellesa aprista, la marcha radical argentina, De cara al sol, la marcha de los jóvenes peronistas, la Internacional comunista? Menos que los que escucharon las canciones de L-Gante.

Es difícil que gane las elecciones lo que llamamos derecha, la vieja forma de hacer política. Está perdido el abogado con mentalidad provinciana, que siguió un curso de oratoria, leyó un texto de Marx o Maritain para dummies, y llega a candidato porque concurrió durante décadas a un local del partido que olía a cigarrillo.

Caducó la discusión acerca del peligro de la Revolución Cubana, o de que termine la invasión imperialista a Vietnam. Los grandes tampoco son los mismos. Cuando algunos creen que es buena idea enfrentar a Estados Unidos y a la Unión Europea ofreciendo sus servicios a Rusia, no se dan cuenta de que ya no es la “otra” potencia mundial. Si revisamos el producto interno bruto de los principales países, ocupa el lugar 11 entre las economías del mundo, debajo de Estados Unidos, China, Japón, Alemania, el Reino Unido, India, Francia, Italia, Canadá, y Corea del Sur.

Desde las distintas perspectivas, se necesita hacer un enorme esfuerzo para pensar en la sociedad en que vivirán nuestros nietos, en medio de robots y sumergidos en el internet de las cosas.

En la mayoría de las elecciones que se han celebrado después de la pandemia aparecieron muchos candidatos: 18 en Ecuador, 20 en Costa Rica, 18 en Perú. La gran mayoría no llegó ni al 2%. ¿Lo intuían? ¿Para qué fueron candidatos? Entre ellos había algunos que representaban la insoportable levedad de ciertos dirigentes, pero también personas respetables, interesantes, que fueron derrotadas por lo nuevo.

En Chile la centroizquierda coligada en la Concertación y la centroderecha liderada por Sebastián Piñera se prepararon para un nuevo enfrentamiento. Las dos alianzas que gobernaron Chile todo el período democrático se preocuparon de conservar la unidad, dejando fuera solamente a personajes que parecían marginales, como los candidatos de la izquierda, José Antonio Kast y Franco Parisi, que los dejaron en cuarto y quinto lugar. El nuevo presidente, Gabriel Boric, no se identifica con las cleptocracias militares del Caribe, ni con la izquierda jurásica que en Argentina repite las consignas estudiantiles de hace sesenta años.

Durante las elecciones peruanas tuvimos la oportunidad de reunirnos virtualmente con políticos y analistas de ese país.

Algunos decían que había llegado el momento de que los partidos tradicionales vuelvan al poder, que la gente estaba cansada de improvisaciones. APRA fue el partido con mejor estructura del continente, Acción Popular fue otra fuerza con gran trayectoria. Cuando hicimos estudios, nos encontramos con que los peruanos no añoraban a Fernando Belaúnde Terry, ni a Víctor Raúl Haya de la Torre.

Tenían una imagen brutalmente negativa del Congreso, de las instituciones, de los políticos, estaban cansados de todo. Era claro que podía ganar alguien que no se parezca a ninguno de ellos y no cuente con el apoyo de ningún partido. No imaginamos en ese momento que podía ser un dirigente cuyo nombre no se pronunciaba ni en los medios de comunicación, ni entre las elites: Pedro Castillo.

En Argentina varias fuerzas trataron de construir una alternativa al peronismo-kirchnerismo, un establishment peculiar que gobierna el país desde hace décadas, con ideologías contrapuestas en todos los sentidos, cuyo único común denominador es la anomia. Es difícil construir una oposición coherente a un proyecto en el que han estado López Rega, Isabel Martínez, las Tres A, los Montoneros, Menem, Cristina Fernández.

Un intento fue el del Partido Socialista, con una tradición histórica interesante, en la que militaron personajes tan importantes como Aníbal Ponce, Juan B. Justo, Alicia Moreau de Justo.

El partido mantuvo su fuerza en la provincia de Santa Fe, pero no pudo transformarse en una alternativa nacional. En 2011 uno de sus mejores cuadros, Hermes Binner, obtuvo un 16%, que no surgió de un adoctrinamiento de izquierda masivo en los barrios del norte de la ciudad de Buenos Aires, sino de la resistencia que suscitaba en ellos Cristina Kirchner, que en ese momento no tuvo otro adversario más interesante que la enfrentara.

Otro intento vino del partido radical, que en 2003 postuló para la presidencia a Leopoldo Moreau, quien obtuvo un 2% de los votos. En 2007 se alió al kirchnerismo formando el binomio Cristina Kirchner-Julio Cobos, que triunfó ampliamente en las elecciones. Los votos no fueron de los radicales, que solo acompañaron. En 2011 postularon a Ricardo Alfonsín, un candidato gris que sacó el 11% de los votos.

Una alternativa debe tener coherencia. Para los electores es difícil entender un proyecto alternativo que en un momento postula para la presidencia a Cristina Kirchner y cuyos candidatos presidenciales de este siglo terminaron como empleados del gobierno.

En 2005 empezó en la Ciudad de Buenos Aires la construcción del único proyecto alternativo al kirchnerismo que se ha mantenido de manera consistente.

La Propuesta Republicana pudo tomar el camino tradicional, dedicarse a escribir estatutos, reglamentos, manifiestos, pelearse por puestos burocráticos, dedicarse a atacar a otros políticos, aburrir con discursos ideológicos. En vez de eso decidieron llamarse simplemente PRO y tomar como símbolo la tecla Play de las grabadoras.

Los proyectos antiestablishment que solo expresan a una masa de votantes que rechaza la situación de un país pueden ser improvisados y conseguir un éxito electoral sorpresivo, como ocurrió con Bolsonaro y Castillo.

Si lo que se quiere es transformar un país gobernado durante décadas por dictaduras militares y el kirchnerismo, se necesita construir un liderazgo moderno, que pueda plantear un programa, pero sobre todo que pueda comunicarse con una mayoría de ciudadanos que lo respalde.

Algunos creen que esto es muy fácil, pero no es así. En los canales de televisión vemos todos los días a analistas y políticos que dicen que cualquiera puede ganar las elecciones, y que lo difícil es gobernar. Lo dicen decenas de personas que se pasaron la vida intentando llegar a la presidencia sin éxito y que, por tanto, tampoco pudieron gobernar. En Argentina solo lo lograron cuatro personas: Néstor y Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Mauricio Macri. En otros países no fueron muchos más.

Macri fue el único presidente elegido sin ser peronista ni radical en un siglo, y también el único no peronista que pudo terminar su período presidencial. Como pasa con los dirigentes modernos, no fue un dirigente caprichoso e improvisado que hacía lo que se le ocurría, sino que se rodeó de un amplio grupo de personas, que fueron ministros o funcionarios, y también de personas jóvenes que pensaban, discutían, analizaban lo que pasaba, planteaban alternativas originales.

Frente a la maquinaria pobrista que tiene tanta plata, solo puede triunfar una alternativa que llame la atención, como fue el PRO del salto del bache, de los globitos, de las bicisendas, de la aprobación del matrimonio igualitario en la Ciudad. Se necesita comunicar novedad y optimismo frente a la anomia.

Organizarse por causas, no por cargos. Hay que incorporar tecnología para ser más eficientes, pero también para representar a ese amplio universo de argentinos emprendedores que han logrado que este sea el país con más unicornios de la región.

Fuente: Perfil

Jaime Duran Barba
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