A horas del tercer intento: Crónica de mi intento por llegar a Chile

A horas del tercer intento, quiero contarles sobre el dolor físico más fuerte que he sentido en mi vida. Sí, fue en mi primer intento de llegar a Chile, y sentía que era imposible para mí aguantar tanto dolor.

Hace un par de días, contaba en un hilo como fue la primera vez que intenté cruzar, sin embargo, con la premura hay detalles que se escapan, y que terminan de darle dimensión a la tragedia de tantos venezolanos intentando cruzar una frontera contra todo pronóstico.

Comencé a caminar a las 9pm con un grupo de 60 personas, entre ellas, había gente con más de 50 años, niños que no llegaban a los diez, y otros que aún no aprenden a caminar. Dos perros, más de cien bolsos y maletas. Dos botellas de agua por persona y una voluntad inquebrantable

Antes de salir, me dijeron que era imposible que cruzara con la cantidad de equipaje que llevaba. En un ataque de orgullo y terquedad decidí no dejar en el hotel ni una toallita húmeda, quería cruzar con toda mi ropa, en ese momento no era negocio rendirme antes de intentarlo.

Caminamos durante tres horas y decidimos descansar en medio del desierto, era desgarradora la escena apocalíptica de 60 vidas tiradas en el suelo, llenos de tierra. Un par de los nuestros montaban guardia mientras los otros dormían un poco para luego continuar.

40kg de ropa en mi espalda, para las 3am, cuando decidimos continuar el viaje, ya los brazos no me respondían y era cada vez más difícil asumir el peso sobre mi espalda. A esto, sumarle un morral en el pecho con mis documentos, artículos personales, un libro que me acompaña; mi libro de crónicas.

Llegamos al lado chileno y yo no podía dar ya un paso sin sentir que era el último antes de caer abatido por el cansancio. Eran cerca de las 5am cuando nos dispusimos a cruzar el tramo más complejo. Todos llenos de fe, y con Cristo en la boca.

Corre. Escóndete. Corre. Respira, y vigila. A estas alturas dejo el optimismo a un lado, sabía que para mí era imposible afrontar el tramo que faltaba, ni siquiera podía destapar una botella de agua sin ayuda. ¿Cómo iba a correr los últimos 10km que me separaban de mi destino?

Seguimos. Se escucha el primer grito «deténganse, ejército chileno». La sensación era compartida, nos agarraron. Seguimos corriendo. Segundo grito de advertencia. Se frena la primera parte del grupo, ceden. Sigo corriendo, sabiéndome incapaz, no quería rendirme.

Con lágrimas en los ojos renuncio a la primera maleta. La dejó tirada y acelero el paso. En el fondo sabía que era imposible seguir, pero necesitaba sentir que lo había hecho todo. La persona a mi lado se frena, se quiebra en llanto. Me freno, llegamos juntos y juntos nos vamos.

Volteo, un militar se acerca. Me grita que me tire al suelo. Levanto las manos y les pido tranquilidad, no voy a seguir corriendo. Atrapan al resto del grupo, nos reúnen. La adrenalina que me movió toda la noche comenzó a desaparecer. El dolor se intensificó.

Ya no me dolía la espalda, ni los hombros. El dolor era en otro lugar, tardo en identificarlo. Logro quitarme la última maleta de encima. Una costilla me presiona los pulmones. No estoy respirando bien. Me tiro de espaldas al suelo, poco me importan en este momento las formas.

Un grito de dolor me invade, pero no grito. Aguanto. Alguien del grupo se da cuenta. Estoy en el piso, llorando de dolor y sin poder respirar. Me falta el aire, siento que se me escapa la vida. Comienzo a pensar en una fisura, algún daño más grave. El dolor no es normal.

Un militar se da cuenta, me asiste. Se preocupa. Consigo una pastilla para el dolor, pero no para. Físicamente estoy destruido, no doy más. No podría dar un paso más aunque quisiera. Pasan cerca de cinco minutos, o una eternidad, no lo sé. Aún no respiro bien.

Como puedo me siento, necesito calmarme. Otro militar se acerca. «¿Hijo, estás bien?» Le digo que si con la cabeza. No estoy bien, pero la lastima no me gusta. No paro de llorar, me sigue faltando el aire.

Pasan los minutos, no escucho mucho de lo que se habla. Comienzo a recuperar el aire pero el dolor es cada vez peor. Decido no seguir llorando, quien iba a mi lado me seca las lágrimas. Palabras de aliento. Yo debía cuidarla y era ella quien me estaba levantando del suelo.

En aquel momento, sentí que para mí sería imposible caminar hasta las camionetas que nos devolverían al lado peruano. Cinco minutos más de camino en la parte de atrás de una pick up. No respiro, el aire ya es un recuerdo lejano. Me seco las lágrimas otra vez.

Los hombros me recuerdan que no es solo la costilla. No puedo ponerme de pie para bajarme de la camioneta, la columna no me responde y le pido a la funcionaria de la PDI que me dé un par de segundos. Dice que me baje, no hay piedad.

Supone que somos la carnada para que otro grupo cruce mientras los entretenemos. Mi costilla se ríe, realmente está acabada. Me bajo, agarro las maletas. Otra vez a la espalda, ahora hay que caminar de regreso. Casi tres horas tirado en el desierto esperando un taxi.

Volvimos al hotel, y estaba decidido a descansar un par de días antes de volver a intentarlo. A las 6pm de ese mismo día, alisté mi vida, dejé las maletas y decidí probar de nuevo. Tampoco lo conseguí.

Hoy, un par de días después, el dolor en la costilla no ha parado.

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