El Rincón de los Toros

El Libertador no se dio a conocer en los enfrentamientos de Calabozo, El Sombrero o
La Puerta. Brilló por su ausencia en las acciones. Nunca estuvo al frente de sus
fuerzas, manteniéndose al mando de retaguardia. El general Pablo Morillo dedujo el
oponente no era jefe militar adiestrado luego de observar los traspiés cometidos en sus
agredas. Sin embargo, el contenido de unos baúles hallados luego de la huida de los
patriotas, le permitió enterarse que su adversario era digno de temer, pues manipulaba
mejor la pluma que una espada o pistola.


Los efectos personales de Simón Bolívar hallados tras el enfrentamiento en La Puerta
desataron pasión por lectura del general “Pacificador”. De la montaña de pliegos
firmados por su contrincante inquietaron especialmente los dirigidos a Estados Unidos
e Inglaterra. En sus manos recayó prueba documental que desempeñaba gestiones
con propósito de contratar mercenarios extranjeros para engrosar su Ejército
Libertador. Aquellos apuntes dieron abasto suficiente de pólvora para destruir, con tiros
bien atizados, los pilares de su “Campaña del Centro”, como la bautizó el caraqueño en
sus escritos. Mapas, proclamas y cartas brindaron ventaja que supo aprovechar. No
por casualidad fueron los meses siguientes al hallazgo de los cofres temporada de
cosecha próspera de victorias para el bando real.


Poco después de hallar el tesoro, el ejército Pacificador casi propinó estocada que ha
podido tejer fin a la guerra mediante una misión encubierta. En últimas cartas de
Bolívar dirigidas a otros rebeldes como Manuel Cedeño, José Tadeo Monagas, Pedro
Zaraza, y José Antonio Páez, propuso reunir fuerzas a mediados de abril en un lugar
de los llanos no muy lejos de Calabozo.


La noche del 17 de abril de 1818 acampó el Libertador en un sitio llamado El Rincón de
los Toros, sabana ubicada al Sur Oeste de los pueblos de San José y San Francisco de
Tiznados. Esperaba fundirse con huestes lideradas por Páez, contingente que operaba
entre esos lados y Barbacoas. En el campamento había seiscientos infantes y
ochocientos jinetes. Simón Bolívar y su Estado Mayor se arrimaron a un pequeño
bosque de galera, buscando ramas donde colgar los cabos de sus chinchorros.
Entrada la madrugada, justo antes del albor, prendió el paisaje con luces que no eran
rayos, se trataba de las primeras descargas ordenadas por el coronel realista Rafael
López y el capitán Tomás Renovales, quienes, gracias a las investigaciones de Morillo,
pudieron esquivar el frente de Páez en El Pao y alcanzar la guarida de los rebeldes
para secuestrar o, aún mejor, darle muerte al Libertador.


Conocían el santo y seña, dijeron ser enviados de Páez y fueron recibidos sin levantar
ningún tipo de sospechas. Un guía los condujo por el centro del campamento, hasta
señalar con el índice un matorral, revelando la posición de Bolívar y su comitiva. López,
pensando en cualquier momento podían ser descubiertos, sucumbió ante los nervios,
precipitándose a ordenar fuego. Los plomazos impactaron en la zona donde dormía el
Estado Mayor, un par de balas perforaron el tejido del chinchorro de Simón, quien se
levantó sobresaltado.

-¡El enemigo!- escuchó pregonar a uno como alerta. Era la voz de Francisco de Paula
Santander. Aletargado por la somnolencia, intentando ponderar si aquello se trataba de
realidad o pesadilla, sólo pudo ponerse las botas, gritar sálvese quien pueda, romper
disciplina causando un despelote, y salir corriendo despavorido, emprendiendo otra de
sus famosas retiradas.


Un negro llamado Leonardo Infante, capitán de las fuerzas republicanas, al verlo poner
pies en polvorosa, le ofreció un caballo, apeado con capotera bien aprovisionada. Se
fue a todo galope, como alma que lleva el diablo, acompañado de varios de los suyos.
El hombre estaba tan asustado que hasta se despojó de su casaca condecorada,
dejándola tirada, para no ser identificado a distancia.


El negro Infante permaneció plantado en la sabana para darle guerra a los impostores.
La batalla duró poco, pero fue encarnizada. Los cuarenta valientes, dirigidos por López,
pelearon como leones, rugiendo, mostrando garra y colmillo, hasta exhalar último
aliento. Los españoles causaron bajas importantes en la escaramuza, pero, ante la
desigualdad numérica, fracasaron en su misión. El coronel Rafael López, al igual que
todo su piquete, terminó hecho filetes en la intentona.


-¡Maldita sea!- espetó el general Morillo, dejando caer su puño con fuerza sobre su
escritorio, al leer el correo enviado por el capitán Tomás Renovales, único
sobreviviente de la masacre en Rincón de los Toros. Había desperdiciado la irrepetible
oportunidad de acabar de un solo golpe con el mocito que tantos dolores de cabeza le
venía causando.


Bolívar se salvó de milagro y el Pacificador le pegó tremendo susto, peor cuando vio la
cuenta de triunfos fue sumándose, laurel tras laurel, a favor de las armas del rey, don
Fernando VII. Esas victorias comenzaron a soldarse como eslabones de una cadena a
lo ancho y largo del territorio. Luego del episodio en Rincón de los Toros, a finales de
abril doblegaron al bando patriota en Maracay; Cojedes, Cerro de los Patos, Puerto de
la Madera en Cumaná y Barinas en mayo; Camaguán, Hato de la Garabunda y San
Jaime en julio. Fueron cinco meses de acciones exitosas orquestadas desde el cuartel
del veterano general Morillo en Valencia. Todo gracias a los papeles incautados en La
Puerta.


Entonces el Libertador tuvo que dar por fracasada su Campaña del Centro, internarse
en los llanos del Casanare y abordar una pequeña embarcación para desembocar en
aguas del Orinoco, buscando llegar a Angostura.

Jimeno Hernández
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