El trampolín de la muerte

Según cuenta una historia que se ha convertido en leyenda, en 1976, durante la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez, un empresario, dueño de la constructora “Maya C.A.”, invirtió en la construcción de diez edificios con 25 pisos cada uno, imaginando un complejo habitacional de gran escala al oeste Barquisimeto, buscando albergar unas dos mil familias. 

El proyecto era bastante ambicioso, pero, debido a recortes de presupuesto, la contratista no juzgó conveniente pagar por un estudio de suelos, que probaron ser inestables cuando ya estaba avanzada la edificación de cuatro torres. Algunos afirman que comenzaron a hundirse, amenazando con desplomarse, mientras otros alegan que ciertas fallas estructurales en zona propensa a movimientos telúricos podían causar un desastre. Cualquiera que fuese la razón, lo cierto es que la obra se detuvo al ser declarada inhabitable por las autoridades en 1981.

Sin opciones a crédito, la empresa quedó sin fondos. Ante aquella situación, arruinado, hundido hasta el cuello en deudas, el dueño de “Maya C.A.” trepó las escaleras, alcanzó la azotea de una de las torres, se detuvo en el borde, contempló un rato el horizonte y se lanzó. 

Dicen que a ese lugar le cayó una especie de maldición apenas su cuerpo impactó contra el piso. Que a partir de aquel instante quedó envuelto por un telón de oscuridad que ahora tiñe de sangre las bases de las torres inconclusas. Muchos, en su mayoría católicos supersticiosos, afirman que una especie de energía maligna ejerce su poder sobre aquel recinto, cautivando curiosos que, sin explicación razonable, merodean el sitio, embriagados por el enigma de un lugar que consideran estar embrujado. 

A estas ruinas, que tienen cuatro décadas abandonadas, se les conoce como las “Torres del Sisal”, por haber existido antes en el barrio una fábrica de ese material. En los años ochenta ya circulaban rumores denunciando que una secta satánica tomó el sitio para realizar sacrificios, orgías y otras ceremonias del ocultismo, como rituales de santeros, hechizos de brujería, o magia negra, revelados por pentagramas esbozados en pisos, rodeados de velas consumidas, charcos de sangre, altares ataviados con huesos de animales y hasta fetos abortados, como muchas otras cosas horrorosas que dejaron el área encadenada a las fuerzas de ciertos demonios y espíritus.

Su imponente altura y horrible fachada han convertido a las Torres del Sisal en símbolo siniestro que quiebra la armonía visual de tan bella ciudad. Son especie de monumentos aterradores que resaltan por su fealdad en el paisaje, deprimiendo el corazón de cualquiera que se atreve a observarlas por algún tiempo. Muchos locales evitan pasar por ahí, y quienes tienen que acercarse, por el motivo que sea, no pueden evitar persignarse al pensar en la cantidad de historias que han culminado en desventura, atrayendo personas azotadas por problemas que no parecen tener solución. Individuos que tan sólo se aproximan a ellas y llegan buscando consuelo a sus tribulaciones.

El ambiente de lugar maldito es palpable. La soledad, desidia y estado de abandono dibujan retrato de un escenario tétrico, digno de un cuento de terror. Basta divisar sus siluetas a la distancia para sentir el alma oscurecer de repente. Los habitantes de la zona dicen haber visto ánimas o sombras deambular por sus pisos sin paredes. Ninguno duda en afirmar que el sitio es un teatro de su propio relato de ultratumba. 

Visitarlas ya es cuestión de osados que andan buscando lo que no se les ha perdido. En las escaleras, al igual que toda planta, las paredes y barandas brillan por su ausencia. Los descansos son angostos, guindando al aire. Nadie que sufra de vértigo puede trepar más de un par de niveles. Con cada piso ascendido va arreciando la fuerza del viento, así como esa vibra tenebrosa, que late al ritmo del corazón acelerado cuando resbalas una mirada hacia abajo. Desde la segunda planta cualquier tropiezo puede terminar en accidente fatal. Y, a partir de ese punto, cada escalón trepado es un paso más hasta lo que puede significar un final seguro, ya que en el fondo sobresalen brocales con cabillas. 

Algunos suelen acobardarse a partir del tercer piso. Los mensajes adornando las paredes, en tiza o grafiti, se multiplican en las columnas más cercanas a los peldaños, dando consejos u órdenes lúgubres, jugando con la mente de quienes se atreven a leerlos. Más cuando la brisa furiosa, soplando al oído, puede confundirse con un susurro, haciéndolo escuchar voces donde no las hay, primer indicio indiscutible de la locura. 

Del cuarto en adelante los anónimos se van tornando más agresivos y desesperanzadores, algunos de una sola palabra, otros con frases lapidarias, o preguntas maliciosas. 

-Lánzate… Tírate… Salta… Hazlo ya… Déjate llevar… Tu vida no vale nada… ¿Qué esperas?… ¿Por qué no?… ¿A quién le importas?

Todo quien supera ese punto y continúa su ascenso tienta la madre de las suertes. En las alturas cualquier paso en falso puede significar precipitarse al vacío. A partir del séptimo las extremidades comienzan a temblar y esos mensajes redactados con distinta caligrafía en las columnas afectan la cabeza. Al fallar los miembros y dejarse abordar por el miedo, gatean hasta al alcanzar el nivel deseado, sitio adecuado para tomar un merecido descanso. Ese que tanto desean al iniciar su escalada.   

El piso de su preferencia, casi siempre, es alguno más arriba del décimo. Ese nivel suele ser punto decisivo, parada obligada para elucubrar si vale la pena seguir adelante, o ha llegado el momento de retractarse. Éstos brindan visión panorámica de la ciudad, que se extiende a sus pies en dirección al este. La redoma del Obelisco; la Universidad y sus jardines; el estadio Antonio Herrera Gutiérrez, hogar de los gloriosos Cardenales de Lara. Otros prefieren divisar la puesta del sol por encima del barrio Andrés Eloy Blanco y Zona Industrial III. 

De quienes se han atrevido a subir, pocos han pisado los mismos peldaños durante el descenso. Luego de llegar tan alto y cavilar en sus opciones, prefieren tomar una salida fácil que retroceder pasos por las escaleras. Hechizados por una especie de encanto perverso, se aproximan al borde, estiran los brazos, cierran los ojos, ponen los pies en la cornisa, dejan caer su cabeza y pierden el equilibrio, listos para echarse a volar hasta una vida nueva. Si es que hay algo esperándolos en el más allá.

Demasiados son los relatos de problemas económicos, desamores, frustraciones, tristezas, depresiones, temores, o aislamiento social que han culminado estrellados contra el pavimento al caer de estos edificios. Tan serio es el asunto que los lugareños recomiendan a quienes atraviesan un estado de fragilidad emocional no acercarse por esos lados, ya que, tal como los cuentos de navegantes que brincan de cubierta al agua, seducidos por el canto de sirenas, escucharán voces de las ánimas incitándolos a tomar camino de las escaleras y saltar. 

Conocidas como el “Trampolín de la muerte”, las Torres del Sisal se han convertido en epicentro de múltiples infortunios. Lugar recurrente para el surgimiento de noticias lamentables, como lo es una cadena de suicidios que, según cifras oficiales, ha cobrado la vida de más de cincuenta personas desde que paralizaron la obra. Aunque los vecinos afirman que la cifra supera el centenar, ya que muchos casos no se reportan por tratarse de indigentes. 

Esas moles, figuras esqueléticas de lo que alguna vez fue un sueño de vida feliz para unas dos mil familias, continúan en pie como tributo a la indolencia. Nunca se hundieron o colapsaron, dejando los pronósticos de ciertos expertos en “veremos”. En la actualidad, es poco lo que ahí queda, más allá de lo oculto, nefasto y temible. Su aura lóbrega sólo ha traído miseria y tragedia a quienes habitan ese sector de la capital larense.

La cultura popular ya reza que, al pasar cerca del sitio, entremezclados con el soplar de la brisa, pueden escucharse murmullos, carcajadas, y gritos desgarradores. Creen que son las almas en pena de aquellos infelices que se arrojaron, como si buscaran dónde descansar en paz, o quisieran sumar otros integrantes a su comparsa de espectros errantes. 

Resulta curioso, además de indignante, que dicha construcción aún no haya sido derribada. Quizás aguardan un terremoto capaz de ahorrarle el gasto al gobierno. Muchos piensan que tienen que echarlas por tierra y así redactar corolario al funesto capítulo de unas torres que jamás han debido ser edificadas. En un intento desesperado por reducir el número de muertes, los vecinos han destruido a martillazos los primeros escalones, solución que apenas sirve de simple obstáculo para quien esté decidido a treparlos.   

Eriza la piel pensar en cosas tan espeluznantes, más cuando al aproximarse al sitio se puede leer uno de los mensajes que adorna sus entradas.

-Para los que no crean en la vida, suban hasta el último piso.

¿Por qué siguen estas torres en pie?

Nadie lo sabe. Para muchos continúa siendo un misterio, mientras que para otros seguirá sirviendo como trampolín de la muerte. 

Jimeno Hernández
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