Lectura de autopista

Expresar nuestra disconformidad con el régimen, por modesto que fuere el medio empleado, constituye un riesgo bastante serio en Venezuela. Prácticamente desaparecido, el papel es solo para la prensa adscrita al oficialismo, y ya está propalada la (auto)censura y el bloqueo informativo, dándole pleno alcance a los medios audiovisuales.

Excepto las redes sociales, prestas a las febriles viralidades que tienden a convertirnos en un banal amasijo de instantes, cada vez es más difícil y costoso el volante impreso, el afichaje y, extremadamente controlado, las vallas publicitarias. Podemos escandalizar las calles con sendos megáfonos para ofertar vegetales y proteínas, mas no promover alguna postura política.

Andar las calles con un cartel en el pecho para denunciar las tropelías actuales, o indicar el monto de la inflación, es tentar a cualesquiera colectivos armados para concluir en el despojo del móvil celular tras varios golpes.  Le pasó a un amigo que, en su pueblo, trataba de revelar las cifras que nos debe todavía el BCV, o el monto de la canasta básica, siendo imposible – nos comentó –  emular al recordado economista Marrero que pedía un empleo, hoy, precisamente en la Venezuela que sólo Miraflores imagina completamente laborioso. 

Retomadas las prácticas recurrentes de los jóvenes que hicieron las jornadas protestatarias de 2014 y 2017, vuelven los carteles y pendones de protesta a los puentes de las grandes ciudades. Por lo general, los lectores son los del denso, lento e injustificado tránsito automotor de las autopistas, bastando cinco minutos para editorializarlos.

Cadenciosos, desde los vehículos se oyen las cornetas de aprobación: lectores que se identifican con el mensaje de letras con buen puntaje, expuesto arriba, en los barandales de hierro o de cemento del puente, incluyendo al motorizado que sacia su curiosidad.  De un modo u otro, corre la protesta frente al socialismo de nuestros tormentos.

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