El naufragio del Titán

La gris y fría tarde del primero de septiembre de 1985, a unos 800 kilómetros al sur del puerto de Saint John, Canadá, después de varios años de investigaciones, un grupo de científicos franceses y norteamericanos, en expedición liderada por Robert Ballard, explorador residente de National Geographic, localizó el pecio del RMS Titanic. El barco más grande, lujoso y veloz de su época.

Diseñado por los ingenieros navales Thomas Andrews y Alexander Carlisle, en los astilleros de Harland & Wolf en Belfast, Irlanda, el magnífico navío cumplió con las expectativas de todo quien pudo costear pasaje en sus tres clases, abordando ese titán de los mares, propiedad de la naviera White Star Line, en su primer y último viaje trasatlántico, luego de zarpar desde Southampton con destino a Nueva York. 

Las fotografías de su partida fueron publicadas en primera página de la prensa mundial, acompañadas de una frase pronunciada por sus constructores que probó ser irónica y sacrílega, afirmando que ni el mismo Dios era capaz de hundirlo. 

Lo acontecido durante la madrugada del 15 de abril de 1912 es relato bien conocido por muchos. Veinte minutos antes de la medianoche, los vigías de proa, Frederick Fleet y Reginald Lee, observaron aparecer de repente, entre aquella bruma, densa y blanca como la leche, a menos de medio kilómetro, un iceberg de unos treinta metros de altura. Fleet sonó la campana tres veces, mientras Lee acompañó el tañido con gritos desesperados de alerta, pero el aviso llegó demasiado tarde al puente de mando.

El capitán, Edward J. Smith, estaba en su camarote. Tenía manos en el timón su primer oficial, William Murdoch. Éste detuvo los motores y viró a babor, buscando sortear una colisión, pero la base de la masa helada pegó contra el casco en la proa por el lado de estribor, justo abajo de la línea de flotación. El golpe desprendió remaches de las planchas, abriendo un orificio por el cual comenzó a entrar agua, que rápidamente fue inundando sus compartimientos inferiores y la sala de calderas.

Los pasajeros apenas sintieron el roce, una ligera vibración que pasó casi desapercibida. La gente, sin sospechar lo sucedido, contempló en estado de asombro la cercanía de aquel verdugo blanco pasando al lado del barco. El capitán Smith, avisado del incidente, solicitó a uno de los diseñadores del Titanic, quien viajaba a bordo, realizar una evaluación de los daños. El veredicto de Thomas Andrews fue lapidario. El navío se iría a pique en cuestión de par de horas. Debían enviar señal de ayuda y evacuar.   

Unos treinta minutos después del impacto, lanzaron bengalas y mandaron el mensaje de SOS. El RMS Carpathia, trasatlántico propiedad de Cunard Line, se encontraba casi a 60 millas de su posición al momento de recibir señal de socorro, respondiendo al llamado, pero sin poder tocar sus coordenadas antes que el incidente culminara en catástrofe. 

De 2.208 personas a bordo, entre pasajeros y tripulación, los botes salvavidas alcanzaron para cargar alrededor de unas setecientas. La última barca fue largada las 2:05 a.m., desatando el pánico entre aquellos que no pudieron hallar espacio. A los pocos minutos la proa estaba sumergida, las inmensas hélices de popa levantadas sobre el agua. Muchos saltaron desde cubierta, intentando alcanzar a nado los botes, que se alejaban de chapoteos, repartiendo golpes de remo a cualquiera que osara acercarse, por miedo a que voltearan sus chalupas.

Esos que no pudieron abordar bote salvavidas, se aferraron a cualquier objeto flotante, pidiendo auxilio a gritos, improvisando brazadas y pataleo para distanciarse del Titanic, que, ya con la popa elevada a unos 45 grados, se partió por la mitad a las 2:20 a.m., para desaparecer en las profundidades, arrastrando a muchos con las olas y corrientes generadas por esa última escena. Luego del estruendo y marejada, el coro de miles de voces angustiadas fue apagándose poco a poco, con cada ahogado o víctima de hipotermia, hasta que imperó en el ambiente un silencio sepulcral. Entonces, los botes lograron reagruparse entre lo que parecía una isla de cadáveres congelados. 

Los sobrevivientes fueron rescatados por el RMS Carpathia y el buque comercial SS Californian, pero, desde esa fecha en adelante, el hundimiento del Titanic aún es recordado como una de las más impresionantes tragedias marítimas. Una que ha cautivado a infinidad de personas, hasta el punto que fue llevada a la gran pantalla en 1997, con una superproducción de Hollywood dirigida por James Cameron. 

Esa película revivió el relato del Titanic, pero la verdad es, aunque usted no lo crea, que la historia de tales acontecimientos fue escrita mucho antes de tan célebre desastre. Asunto que resulta misterioso y hasta tenebroso, pues, a mediados de 1898, un novelista norteamericano llamado Morgan Robertson, luego de experimentar una vívida pesadilla en la cual era pasajero de un trasatlántico, tan lujoso como un “palacio flotante”, que se hundía en su viaje inaugural, decidió integrar las lúcidas imágenes de aquel horrible sueño en un libro titulado “Futilidad”, también conocido como “El naufragio del Titán”. 

En la trama, John Lee Rowland, exteniente de la Marina de los Estados Unidos, borracho caído en desgracia y los niveles más bajos de la sociedad, consigue trabajo como tripulante del trasatlántico en la sala de calderas. Describe cómo aquel magnifico vapor, bautizado con el nombre de “Titán”, considerado imposible de hundir por sus constructores, comandado por el capitán Smith, zarpa desde Southampton hasta Nueva York. Al cuarto día de travesía impacta contra un iceberg en el Atlántico Norte, hundiéndose al par de horas, causando la muerte de unas 2.250 personas, menos el protagonista y una jovencita, que sobreviven al ser salvados.

Morgan Robertson vendió los derechos de la obra a un editor en Boston por la cifra de cien dólares. Jamás imaginó que su obra literaria, fracasada en ventas por la falta de interés por parte de los lectores, vaticinaría un desastre de tal magnitud. 

El libro cayó en el olvido, hasta que, en abril de 1912, leyó el titular en prensa anunciando, con bombos y platillos, el zarpe del “Titanic”, nuevo trasatlántico de lujo, “palacio flotante”, con 2.208 personas a bordo y bajo el mando del capitán Smith, cubriendo ruta desde Southampton hasta Nueva York. Al instante, un escalofrío le recorrió la espalda, desde la base de la columna hasta la nuca.

Buscó el viejo ejemplar de la primera y única edición de “Futilidad”, ese que conservaba en una repisa de su biblioteca, trofeo a la desilusión de su primer chasco en el mundo de las letras como novelista. Se estremeció al ojear las primeras páginas. Perplejo, y a un mismo tiempo aterrorizado, gracias a las increíbles similitudes entre el barco que abandonaba el puerto inglés y el descrito por él, sintió la sangre helarse en sus venas.  

Invadido por un extraño presentimiento, fuera de sus cabales, se convirtió en presa de gran agitación. Con manos temblorosas, periódico y libro bajo el brazo, convencido que aquel ensueño angustioso que inspiró su novela estaba por cumplirse, salió apurado de su morada con el propósito de presentarse, cuanto antes, en las oficinas de White Star Line en Nueva York. Al encontrarlas cerradas, corrió hasta la estación de policía más cercana.

Los agentes escucharon con paciencia mientras, quien parecía un loco, recién salido de un manicomio, explicaba pormenores del sueño que engendró lo escrito en su libro, resaltando una lista de coincidencias extrañas que lo hacían pensar que aquella pesadilla y su texto eran clara premonición de un siniestro. Debían dar la orden al capitán Smith de regresar inmediatamente a Southampton. 

Estaba trastornado, así lo consideró el funcionario que lo entrevistó. Sólo consiguió tranquilizarlo al dejarlo conversar con algunos directivos de White Star Line, quienes acudieron a la estación por orden del comisario, para escuchar a ese lunático que insistió en leer en voz alta, pero entrecortada, pasajes de “Futilidad”, comparándolos con los párrafos impresos en el periódico. Llamó la atención, además del año de publicación en la portada y similitudes entre los navíos, un detalle que nadie conocía sobre el Titanic y comentaba Robertson en su texto. El buque imaginario, al igual que el de verdad, por ser considerado imposible de hundir, carecía de suficientes botes salvavidas para todos sus pasajeros.

Las carcajadas de los empresarios lo indignaron. Más cuando dijeron que ya no podían hacer nada, puesto el Titanic ya había cruzado la en la mitad del océano y pronto arribaría a su destino. Fue tildado de supersticioso y humillado con su indiferencia, al igual que alguna que otra broma de mal gusto, tratándolo de hazmerreir.

Esa noche del 14 de abril de 1912, minutos antes que las agujas del reloj marcaran las doce, el escritor, temiendo haber perdido la cabeza, así como las consecuencias que guardaba el porvenir, gracias a su ataque de pánico inexplicable, ahogaba sus penas con whisky, mientras el vigía Frederick Fleet sonaba tres veces la campana, anunciando que el Titanic estaba a punto de chocar contra un iceberg. 

A las 2:20 de la madrugada, mientras los párpados de Morgan pesaban más que el último sorbo de la botella, justo cuando se derrumbaba en su cama, pensando en levantarse de lo que parecía un mal sueño, el trasatlántico de White Star Line se quebraba en dos para hundirse el agua frígida y oscura, transformando esa sombría narración, fruto del imaginario del autor, en profecía cumplida al segundo de convertir ficción en realidad.

Robertson no volvió a ser el mismo después de enterarse sobre lo sucedido con el Titanic. Pocos días antes del tercer aniversario del naufragio, fue hallado sin vida en su habitación del Hotel Alamac en Atlantic City, Nueva Jersey. Las autoridades revelaron que la causa de muerte fue una sobredosis de yoduro mercúrico. 

Las circunstancias de su fallecimiento llevaron a pensar que se trató de un suicidio, tal vez motivado por el tormento de haber llevado al papel esa pesadilla que terminó presagiando una de las peores catástrofes marítimas de la historia.   

Jimeno Hernández
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