Un mal sueño

El 14 de abril de 1865, cinco días después que el general del Ejército de Virginia del Norte, Robert E. Lee, rindiera tropas frente al general Ulysses S. Grant y el Ejército del Potomac, al ser vencido en Appomattox, batalla que puso punto y final a la Guerra Civil, el presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, acudió con su esposa, Mary Todd, al Teatro Ford para ver “Our american cousin”, obra escrita por el dramaturgo británico Tom Taylor.

Ese Viernes Santo, luego de beber algunos tragos en el bar del hotel Herndon House, cercano al teatro, John Wilkes Booth pidió el del estribo, al mismo tiempo de contar monedas y entregárselas al cantinero. Acabó con el bourbon en tres sorbos, sintiendo el ardor en la garganta afinar sus sentidos, mientras acumulaba valor suficiente, con ese coraje líquido, para rubricar su nombre en libros de historia al cambiar el oficio de actor, estrenando nuevo rol de verdugo. 

La función comenzó a las ocho de la noche, levantando el telón con puntualidad, sin importar el retraso del presidente, la primera dama y sus invitados. Lincoln demoró conversando algo sobre una sesión especial del congreso con Schuyler Colfax, representante de Indiana. Mary tuvo que interrumpir la reunión. Ya iban retrasados y debían pasar buscando a sus acompañantes. Eran las 8:25 p.m. cuando el cochero se detuvo frente al teatro para dejar los cuatro pasajeros. La caballería que sirvió como escolta los vio entrar por la puerta principal y marchó en dirección a la Casa Blanca, para regresar a buscarlos una vez finalizada la obra.

Booth ingresó por la entrada de actores, mientras el público brindaba cálida bienvenida al primer mandatario. Al verlo, junto a su esposa e invitados, el mayor Henry Rathbone y su prometida Clara Harris, la actriz Laura Keen, protagonista principal, interrumpió su diálogo, mientras la banda, dirigida por William Withers, tocó el clásico “Hail to the Chief”. El público despegó nalgas de sus butacas para aplaudirlo. Él, siempre gentil, enemigo de adulancias, saludó con gesto de agradecimiento y pidió silencio. 

-El show debe continuar.

Todos los ojos se posaron sobre el escenario mientras Laura Keen reanudaba sus líneas, sin sospechar aquella comedia se tornaría en tragedia con el brinco de un asesino desde el palco hasta el tablado. Booth se tomó su tiempo. Tenía todo calculado a la perfección. Ya sabía cuál silla ocupaba su víctima, así que hasta se dio el lujo de salir por la puerta principal, visitar taberna para tomarse otra copa, y regresar al teatro. A los pocos minutos de iniciar el tercer acto, con pistola Derringer y una daga en los bolsillos, sin dejar oír sus pasos, deambuló por los pasillos oscuros. Nadie custodiaba la entrada a la antesala del palco. 

Había visto “Our american cousin” en varias oportunidades. Conocía las líneas de los actores casi de memoria. Aprovechando el juego de voces, así como risas de la audiencia a sus chistes, midió movimientos al ritmo del bullicio. Entró, bloqueó la puerta, aproximándose sigilosamente hacia el manto que dividía la antesala con el palco. Empuñando arma de fuego con mano diestra y cuchillo en la siniestra, mimetizado entre las sombras, aguardó por una frase en específico. Aquella que pronunciada en el monólogo de Harry Hawk, coprotagonista de Laura Keen, desataría carcajadas en la sala, dando pie a su entrada en escena.

Escuchó a la primera dama preguntarle al marido, mientras tomaba su mano, qué podían pensar la señorita Clara Harris y su prometido al verlos así, mostrando afecto frente a terceros. “Nada en absoluto”, respondió, con el tono sobrio que lo caracterizaba. Esas fueron las últimas palabras que pronunció. En cuestión de segundos, justo cuando Harry Hawk tomó aliento para enunciar la oración hilarante, John también respiró hondo.  

Apenas oyó una risotada al unísono, corrió la cortina, captando la atención del mayor Rathbone, quien, al distinguir la silueta de un tipo armado, saltó de su silla para tratar de impedir el atentado. Clara volteó la mirada, notando la sombra de alguien estirando su brazo con una pistola. Lincoln, al advertir movimiento a sus espaldas, apenas pudo girar la cabeza ligeramente a la izquierda al instante que detonaron risas y sonó el plomazo. 

Rathbone se abalanzó sobre Booth, quien soltó la pistola al disparar y forcejeó con el mayor, atestándole una puñalada al veterano de guerra. Antes que se disipara el alborozo, el intrépido pasó al otro lado de la baranda. Lo que pensaba ser un salto elegante, desde el balcón hasta la tarima, terminó en caída torpe al engarzar las espuelas de su bota izquierda con la bandera adornando la localidad.

El tortazo generó más risotadas por parte de los espectadores, pensando que formaba parte de la obra. Poniéndose rápido de pie, a pesar de sufrir una fractura, todavía sosteniendo el puñal ensangrentado, dijo: “El Sur ha sido vengado”, antes de exclamar una frase en latín, despidiendo su carrera actoral para adjudicarse la del fugitivo más buscado.

-¡Así siempre al tirano!

Renqueó apurado en dirección a la puerta lateral de los actores. El público, perplejo, aplacó el sentido del humor, pidiendo silencio apenas escuchó al mayor Rathbone demandar que detuvieran a ese hombre, así como los alaridos aterradores de la primera dama y Clara Harris, pregonando que acababan de dispararle al presidente. 

Al percatarse de lo sucedido, John Wilkes Booth ya salía por el callejón trasero, donde uno de sus cómplices lo esperaba con un caballo listo para emprender su fuga. Rathbone, herido de gravedad, logró desbloquear la puerta de la antesala, dejando que otros ingresaran para brindar primeros auxilios. Los tres médicos que se hallaban en la sala poco pudieron hacer. La bala entró atrás de la oreja izquierda, cruzando la testa para alojarse atrás del ojo derecho, incrustando pedacitos de hueso en la masa encefálica. Sus pupilas no reaccionaban a la luz, pero aún respiraba. 

Para que no palmara en la grada, o su camino hasta la Casa Blanca, pues ya las calles estaban atestadas de gente ávida de conocer si el rumor de los correveidiles era cierto, lo trasladaron hasta la morada de un sastre alemán llamado William Petersen. Esa noche los miembros del gabinete, así como un grupo de militares y galenos, montaron vigilia afuera de la habitación, escuchando el llanto de la desconsolada Mary Todd, hasta que, la mañana siguiente, 15 de abril, a las 7:22 a.m., su corazón dejó de latir. El cuerpo fue conducido hasta la Casa Blanca en un ataúd provisional, tapado por la bandera de los Estados Unidos y escoltado por un cuerpo de caballería armada.

Al enterarse de la noticia, su guardaespaldas, Ward Hill Lamon, quien no estuvo presente para protegerlo durante aquella fatídica función en el Teatro Ford, por cumplir órdenes del propio Lincoln, haciendo entrega una misiva en Richmond, Virginia, regresó a la capital para escuchar la misa de aquel Domingo de Resurrección. El sermón pronunciado por el presbítero desde el púlpito comparó el sacrificio de Lincoln con el del propio Jesucristo.

-Murió por nuestros pecados

Entonces, afectado por el pesar de la culpa, recordó una conversación sostenida con Abraham Lincoln justo antes de viajar a Richmond, tres días antes del magnicidio. Además de ser escolta personal, era buen amigo y hombre de confianza. Como su acompañante rutinario, desde que se levantaba hasta que se acostaba, infinidad de veces prestó oído a los desahogos del presidente, quien solía requerir su opinión sobre cualquier tema e individuo.  

Esa mañana lo notó consternado. Preguntó si podía ayudarlo en algo. El presidente negó con la cabeza, antes de ajustarse el sombrero negro de copa, aunque, luego de rascarse la barba y pensarlo dos veces, relató a su confidente detalles de una pesadilla. Jamás había tenido un sueño tan real, extraño, e inquietante a un mismo tiempo. 

Despertó en su habitación de la Casa Blanca, percibiendo sollozos lejanos. Era el llanto desconsolado de una mujer, así como otras personas que la acompañaban en su dolor. Mary no estaba en la cama. Al levantarse, abrió la puerta, oyendo esos lamentos más cercanos, mientras recorría pasillos vacíos, entrando a cada uno de los salones sin encontrar gente. ¿Quién lloraba?

Los lamentos provenían del Ala Este. Apenas entró pudo ver un gran catafalco negro. Encima reposaba un ataúd del mismo color. Había un grupo de soldados montando guardia alrededor. También una multitud, enjugándose lágrimas con pañuelos blancos. Él se acercó a uno de los uniformados para susurrar una pregunta.  

-¿Quien ha muerto en la Casa Blanca?

La respuesta del soldado, el rostro tapado del cadáver con venda blanca, manchada de sangre, y la viuda vestida de negro, pegando un aullido desgarrador, terminó con aquel sueño. Despertó sobresaltado, sintiendo perlas de sudor frío poblando los surcos de su amplia frente. Esas palabras aún retumbando en la cabeza. 

-El presidente de los Estados Unidos ha sido asesinado. 

Esa misma frase ocupó la primera página de los periódicos en letras mayúsculas aquel Domingo de Resurrección. Atender a su velorio de capilla ardiente en el salón del Ala Este, observar el ataúd sobre un gran catafalco negro, custodiado por soldados, la viuda llorando al marido y una multitud coreando en gimoteo, erizó los pelos de sus brazos, poniéndole la piel de gallina. 

El espectáculo presenciado por Ward Hill Lamon era exacto a la escena descrita por el occiso tendido dentro de aquel féretro. 

Jimeno Hernández
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