El viajero

El viajero deambula por los callejones de París. Viene de tomar varias botellas de vino en el más plácido lupanar que ha encontrado en su primer paseo por la ciudad, acostumbrándose a lo que será una nueva vida en Francia. 

Camina abstraído, ignorando ese cielo gris, la brisa y el aguacero que moja sus ropas. El elíxir de Baco lo mantiene cálido, con esa llama que incendia su alma, mientras piensa en todo lo que puede lograr en ese país, aproximándose al Hotel Deux Ecues en la calle de Tour, sin saber que, más pronto que tarde, gracias a su espíritu aventurero, se meterá en cualquier cantidad de líos.

Resulta imposible no querer ser testigo de todo lo que sucede en este instante histórico. El descontento popular ha desencadenado una sublevación de la que acaba de nacer una Asamblea Nacional, promulgando una Constitución que ha dejado al monarca como figura meramente decorativa. Una nueva organización judicial da características temporales a los magistrados, así como total independencia de la corona. Al rey, cabeza del Poder Ejecutivo, sólo le queda derecho a vetar leyes aprobadas por el Legislativo.

En junio de 1791, el Luís XVI, opuesto al curso tomado por la revolución con eso de una Carta Magna, huyó acompañado de su esposa y herederos del palacio de las Tullerías. Intentó escapar a Bélgica, pero el muy glotón solicitó al cochero realizar una parada para comer en un albergue de Varennes, famoso por su platillo de pie de cerdo Sainte-Ménehoulde. El mesero lo reconoció al comparar el perfil de aquel gordo con el del monarca acuñado en una cara de la moneda con la que pagó el manjar. Luís, María Antonieta y los delfines fueron escoltados por un cuerpo de guardia de regreso a París, donde la familia real quedó bajo custodia hasta que la Asamblea promulgó la Constitución. 

En marzo de 1792, cuando el huésped del Hotel Deux Ecues apenas entabla sus primeras amistades en la ciudad, imperan la anarquía e incertidumbre. Sus primeros contactos son el alcalde Petión, así como los diputados Brissot, Gensonné y Massenet, para quienes cuenta con carta de presentación, vinculándose de inmediato con el bando girondino. No tarda en ganarse respetos al relatar su historia y el proyecto de liberar la tierra que lo vio nacer del yugo español. Cree en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, aprobado por esa Asamblea Nacional, órgano del cual emanan leyes gracias a la voz y voluntad popular. Está en Francia para descubrir si los jefes revolucionarios consideran la extensión de su sistema de libertad a las Indias españolas. 

No ha transcurrido un mes de su llegada a París cuando, el 20 de abril, estalla La Guerra de la Primera Coalición. Austria y Prusia pactan contra Francia, amenazando con invadirla para restaurar la monarquía.

Entonces, los eventos toman ritmo vertiginoso el diez de agosto. La Asamblea, hastiada de los vetos del rey, quien se niega a firmar leyes aprobadas, suspende las funciones constitucionales de Luís XVI. Esa noche una masa asalta el Palacio de las Tullerías, al igual que la sede de Asamblea. El populacho recorre calles y plazas en delirio de saqueo y matanza. El legislativo convoca elecciones con el objetivo de mantener la institucionalidad, montando un nuevo parlamento que pasa a ser conocido con otro nombre. Tan sólo once días después de establecida la Convención se proclama la República, aboliendo la monarquía.

Aumentan la tensión política y social, así como esas amenazas militares por parte de potencias extranjeras, que ven con temor la caída del trono galo. La desaparición de esa monarquía constitucional da inició a una democracia que hace temblar los cimientos del absolutismo europeo.    

Es militar curtido en el arte de derramar sangre enemiga. En España fue capitán, asignado al Regimiento de Infantería de la Princesa. Inició su carrera bajo el mando del mariscal de campo Juan Manuel de Cajigal, pasando por las plazas de Madrid, Granada, y Melilla, donde combatió las fuerzas de Sidi Muhammed ben Abdallah, sultán de Marruecos. Participó en la fallida conquista de Argel, salvándose milagrosamente de lo que terminó en carnicería. Desde Cádiz, todavía bajo las órdenes de Cajigal, zarpó a Cuba, para luego participar en la batalla de Pensacola, intento de la corona española por recuperar el territorio de Florida.

Conoció las colonias inglesas de Norteamérica durante su periodo de emancipación. Estuvo en Charleston, Boston, Nueva York, y Filadelfia, donde pudo entrevistarse con el general Washington apenas terminó la guerra de independencia. Ha vivido en Londres y viajado por doquier, es amigo apreciado de la emperatriz Catalina II de Rusia, quien lo integró a las filas de su ejército. Esa es la introducción que hace madame Roland, escritora que lo recibe en el salón de su residencia parisina para jugar a los naipes con Charles Dumouriez. 

El oficial francés queda encantado con el porte y presencia de aquel extranjero, quien recita párrafos de memoria del Contrato Social de Rousseau, así como también distintas obras de literatura. Un personaje de su talla y educación es bien recibido por el pueblo francés, que ha de convertirse en un Ejército Nacional, dispuesto a defender y difundir el nuevo orden revolucionario por todo el Viejo Mundo. 

Sus papeles están listos para regresar a Londres, donde tiene compromisos de la mayor importancia, explica al alcalde Petión, quien pregunta si no ha considerado aceptar servicio en Francia, por esa causa de liberación que tanto adora, justo antes de ofrecer puesto ventajoso, pues su colaboración podía ser esencial para el movimiento. Su nombre quedaría grabado en mármol para la historia de participar en esta guerra, agrega Dumouriez. Él no se deja convencer tan fácilmente, aunque presta atención cuando le prometen audiencia con el nuevo ministro de Guerra, Joseph Servan.

A los pocos días del juego de cartas y tertulia en casa de madame Roland, el extranjero ve arremolinarse una marea humana en los Campos Elíseos. Miles de voluntarios que vienen marchando desde Montpellier y Marsella para unirse a las fuerzas de la Revolución, cantando como un orfeón el himno escrito por Claude Joseph Rouget de Lisle. 

Seducido por los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad, escribe un documento dirigido al ministro de Guerra, diciendo estar convencido de la justicia con que Francia defendía su soberanía. En su opinión, la gloria será conquistada por los soldados que combatan bajo su bandera para el sostenimiento de la libertad. Fuente única de la felicidad humana.

En la carta declara estar dispuesto a comprometerse para servir lealmente a la nación, pero exige grado y sueldo de mariscal de campo, así como cargo civil o militar al terminar la guerra. Uno con renta suficiente para vivir cómodamente en Francia, garantizando que su proyecto, con el objetivo de liberar las colonias americanas de los lazos que las ataban con España, sea considerado en el futuro. 

Se reune con Servan la noche del 25 de agosto para cenar en la Rue Royal. Esa velada, en presencia del físico Gaspar Monge, alcanza un acuerdo con el ministro que anota en su diario.

-Y los tres juntos nos comprometimos, yo a servir a la causa de la libertad con todas mis fuerzas, y ellos, en nombre de la nación francesa, a sostenerme y emplearme, aún después de la guerra, con preferencia de oficiales franceses, ya que, como extranjero, y en las actuales circunstancias, mi abnegación era más meritoria… Con estas condiciones expresas, y dentro de este espíritu, me he alistado en el servicio de la Francia libre.   

Autorizado por el ministro Servan, ostentando el rango de mariscal de campo, Francisco de Miranda se enlista bajo las órdenes general Charles Dumouriez, jefe del Ejército del Norte, quien, junto al Marqués de La Fayette, homólogo del Ejército del Centro, lidera campaña para combatir las fuerzas combinadas de Austria y Prusia que hostigan por la frontera con Bélgica.    

Jimeno Hernández
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