El sol de Venezuela nace en el Esequibo

El viaje desde Nueva York hasta Londres se hace largo. Dos semanas confinado a bordo del vapor “Philadelphia”, sin ver costa, rodeado por el océano infinito, parece tiempo suficiente para volver loco a cualquiera. El vaivén de las olas lo marea. Pasa horas tumbado en su cómodo y lujoso camarote, observando el techo, con una cubeta junto a la cama, por si las tripas quieren escurrirse por la boca.

Lo único que puede hacer es pensar en cómo remediar las nauseas, imaginando estar en tierra, único anhelo de quien odia navegar. Entonces, por su mente desfilan paisajes conocidos. Desde Caracas, ciudad natal, parte en viaje que lo hace visitar toda ciudad y puerto del extenso litoral comprendido entre el Delta del Orinoco, el lago de Maracaibo y principio de la Península Guajira, la cordillera andina, el centro, los llanos y bordes del Amazonas. De toda Venezuela el único lugar que no conoce es Guayana, pues lo más lejos que ha llegado en la margen derecha del Orinoco es Ciudad Bolívar.

Lo desconocido intriga a quien cree saberlo todo. Ese gran cuadrante verde del mapa, hogar de tribus que jamás entraron en contacto con la civilización, se torna en imagen principal de una galería de retratos expuestos a lo ancho y largo de su cabeza. Aunque no ha posado sus ojos en aquel panorama, ensaya dibujarlo, internándose en la espesura de una selva majestuosa, recordando apuntes de Alexander von Humboldt, publicados bajo el título “Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente”, joya preciada de su vasta biblioteca.

En estos instantes, Venezuela necesita, más que nunca, poner a trabajar esa mente brillante para seguir enalteciendo su obra. Según dictan el criterio y desmesurado ego, ningún compatriota posee inteligencia tan afinada como abogado, diplomático, político, militar y conocedor de la historia patria, para enredarse en tejemanejes de un trance tan complicado. Sobretodo uno cuyas raíces remontan a los tiempos de la conquista. 

Sin duda, en el país no existe persona mejor instruida y preparada para tomar las riendas en todo lo concerniente a negociaciones con quienes osan despojarlo de un pedazo de territorio. La responsabilidad y trabajo no puede recaer sobre hombros de otra persona, concluye quien se considera elegido del destino para ligar su nombre a grandes hazañas.

-El sol de Venezuela nace en el Esequibo.

Es la frase con que planea iniciar su discurso, que repasa, palabra por palabra, puliendo argumento, con precisión de fechas, analizando un proceso que data de 1498, cuando el Almirante Cristóbal Colón descubrió la desembocadura del Orinoco. En ese tercer viaje, un lugarteniente de su hijo Diego, llamado Juan de Esquivel, exploró otro cuerpo de agua dulce al que puso por nombre “Esequibo”, integrando su línea en los planos cartográficos de los territorios de ultramar pertenecientes a España.      

Los conquistadores Alonso de Ojeda, Diego de Ordaz, Gonzalo Jiménez de Quesada y Antonio de Berrio trataron de colonizar esos predios, asegurando podían ocultar el mítico reino de oro macizo, principal objetivo de los aventureros de la época. El empeño fue tal que el Rey Felipe II creó la provincia de Guayana en 1585.

Una década después, en 1596, el afamado marino y explorador Walter Raleigh navegó contra las corrientes del Orinoco, filtrándose entre innumerables vericuetos, hasta desembocar en el Caribe, luego de toparse con la confluencia del Caroní. De regreso en Londres, con el fin de concientizar a la Reina Isabel y súbditos británicos sobre ignotas riquezas a ser halladas en aquel espacio, publicó un libro titulado: “El descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de las Guayanas con un relato de la poderosa y dorada ciudad de Manoa, que los españoles llaman El Dorado”.

La obra literaria de Raleigh, naturalmente, despertó ansias de la corona inglesa de hacerse con esas tierras. Por ello, en 1620, el Rey Felipe IV, previniendo que dichos territorios fuesen ocupados por los bretones, con quienes no aspiraba compartir otra frontera distinta al Canal de la Mancha, firmó capitulación para otorgárselos a la Compañía Neerlandesa de Indias Occidentales, marcando límite con sus posesiones al Oeste del río Esequibo.

A lo largo de tres siglos la provincia de Guayana dependió de la Nueva Andalucía, el Virreinato de Nueva Granada, y, posteriormente a la Capitanía General de Venezuela, constituida en tiempos de Carlos III por Real Cédula de 1777.

En 1814, mientras Venezuela libraba la Guerra de Independencia, antes de caer la Segunda República a manos de las hordas llaneras de José Tomás Boves, Países Bajos cedió a Inglaterra esa porción de Tierra Firme ahora conocida como Guayana Británica.

Cinco años después, en 1819, el Congreso de Angostura, convocado por Simón Bolívar, sancionó la Ley Fundamental de la República de Colombia, nacida con el Congreso Constituyente de 1821, integrando la provincia de Guayana al Departamento del Orinoco, del cual formó parte hasta la separación de Venezuela en 1830, luego de morir el Libertador.

Durante el segundo gobierno del general José Antonio Páez, se condujo enérgica ofensiva diplomática, encabezada por el doctor Alejo Fortique, apoyado en colaboración de Fermín Toro, Juan Manuel Cajigal y Rafael María Baralt, quien se internó durante meses en el Archivo General de Indias en Sevilla, recopilando información y planos, con el propósito de trazar límites definitivos con la Guayana Británica. 

El 30 de marzo de 1845 se firmó el Tratado de Reconocimiento de Venezuela por España. Su Majestad, Rey Jorge III de Inglaterra reconoció la demarcación trazada con Venezuela en el Esequibo, aceptando validez del documento firmado entre el reino ibérico y nación suramericana, así como su soberanía sobre el territorio de la antigua Capitanía General.

Mientras tanto, como quien firma papel con una mano y mueve fichas bajo mesa con otra, Inglaterra, a través de la Sociedad Geográfica de Londres, tenía una década financiando misión dirigida por el agrimensor prusiano Robert Hermann Schomburgk, generando la primera disputa fronteriza entre Venezuela y la Guayana Británica, cuando este último instaló serie de postes que pasaron a conocerse como la línea Schomburgk. Descarado intento por correr linderos en territorio ajeno, pretendiendo satisfacer su apetito de agigantar sus posesiones.   

El “Centauro de los Llanos” ordenó remover los “mojones” de Schomburgk e izar el pabellón tricolor estrellado, para que se viera desde la lejanía, obligando al embajador Fortique a entablar negociaciones con Lord Aberdeen, ministro de Relaciones Exteriores, solicitando un arbitraje, cuyo tribunal, conformado por expertos, investigara el caso, trazando, de una buena vez, la extensión de territorios pertenecientes a Países Bajos y el Imperio Español al momento que Inglaterra tomó posesión de Guayana Británica. Las conversaciones no llegaron a ningún lado, estancándose con el repentino fallecimiento del doctor Fortique.   

Al estallar la Guerra Federal, amenazando con disolver la República en diminutos e insignificantes Estados, Inglaterra aprovechó circunstancias para realizar incursiones de piquetes en la zona del Esequibo y Cuyuní, estableciendo campamentos mineros, dedicados a explotar recursos de un territorio que no le pertenece, irrespetando acuerdos anteriores, así como debido reconocimiento de la soberanía venezolana. Acto de rapiña intolerable, uno que pasó desapercibido durante los gobiernos de los hermanos Monagas y Mariscal Juan Crisóstomo Falcón, pero no el suyo, que rehúsa hacer de la vista gorda, listo para detallar mapas con lupa. 

Todo esto desfila por la mente del Ilustre Americano, día tras día de aquel periplo, hasta que el vapor “Philadelphia” por fin arriba a Portsmouth. Con el general Joaquín Crespo encargado de la presidencia durante un bienio, Antonio Guzmán Blanco desembarca en Londres el siete de julio de 1884, mostrando a las autoridades portuarias carpeta de papeles oficiales junto al pasaporte. Se trata del título de ministro plenipotenciario ante varios reinos europeos, documento que está ávido por mostrar a Su Majestad, la Reina Victoria. 

Enseguida cumple con formalidades protocolares al presentarse, embutido en sus mejores fachas, luciendo condecoraciones en la solapa izquierda del paltó levita, estrecha mano con el ministro de Relaciones Exteriores, Lord Grandville, en su despacho de Downing Street, antes de visitar a la Reina Victoria en el Palacio de Buckingham, donde paga sus respetos y presenta credenciales. 

Tal como dicta la etiqueta, inclina su cabeza en reverencia, manteniendo firmeza y compostura de un soldado. Una vez concedido derecho de palabra, aborda perorata sobre el tema de Guayana, principal objetivo de su misión diplomática. Sin sacar papel del bolsillo, o necesitar traductor, esperando grandes resultados, recita de memoria, e inglés pulido, esa soflama patriótica que brotó del alma. 

De aquella reunión, tan importante para un personaje que desborda orgullo al presumir ser el único capaz de dar la cara por el país, dejando claro ante el mundo que, durante esta nueva era, no serán tolerados bofetones por parte de potencias extranjeras, el general se siente guapo, valeroso, e intrépido al anonadar a una dama, viuda y canosa, resbalando términos como “zona en reclamación”, “usurpación del territorio”, o “violación a la soberanía nacional”.  

El general Guzmán Blanco, presuntuoso, suponiendo que su porte elegante, modos cortesanos, derroches de masculinidad, educación y sapiencia, pueden deslumbrar a los más iluminados herederos de las monarquías del Viejo Mundo, como aquella señora madura, resume en pocas líneas detalles sobre su reunión en correo remitido a Joaquín Crespo.

-Acto breve y sencillo. Por mi parte leí el discurso del que agrego copia y al que la Reina contestó en términos de cortesía, con lo cual, más unas frases de conversación, terminó la ceremonia.

En cuanto a la Reina Victoria, podemos decir que no se dejó impresionar en lo más mínimo por aquel individuo, cuya extraordinaria prueba de soberbia y vanidad, haciendo escandaloso alarde sobre galardones adornando la solapa izquierda del levita, recitando tediosa lección histórica, desesperado por mostrar sus encantos, cultura y sabiduría, en aras de causarle interés, buscando ganar su favor, pasó desapercibido por Su Alteza Real. 

Al culminar la “ceremonia”, como describe Guzmán Blanco el episodio de su breve reunión, la Reina Victoria siquiera registró nota alusiva a la audiencia sostenida con el ministro plenipotenciario de Venezuela en su Diario, cuaderno en cuyas páginas redactó crónica, a puño y letra, aportando luces sobre detalles importantes, o dignos de su atención. 

Jimeno Hernández
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