El Cañón del Nuestra Señora de Atocha

A cruzar el umbral de la entrada a la Casa Lonja, edificio mejor conocido como el Archivo General de Indias, lo primero que resalta a la vista es el piso, parecido a un gran tablero de ajedrez, pero con patrón distinto, ya que las baldosas blancas son cuadradas y las negras rectangulares. 

El primer adorno con el que se topa uno es un artefacto antiguo, justo antes de entrar al salón de exhibición y patio principal. Se trata de un cañón de bronce inmenso, de casi tres metros de longitud, empotrado en una gualdera de madera de cuatro ruedas. Fue fabricado en el Siglo XVII, fundido en Sevilla durante el año 1616, según lo indica la fecha grabada al borde de su escocia, bajo el escudo de la corona española. Era una de las tantas bocas de fuego con las cuales contaba un galeón para defenderse de piratas.

El “Nuestra Señora de Atocha”, de quinientas cincuenta toneladas sin carga, ciento doce pies de eslora, treinta y cuatro pies de manga y cuatro pies de calado, fue construido en el astillero de La Habana en 1620. Sirvió dos años a la orden de la corona hasta encontrar su trágico destino la fecha del naufragio en su segundo viaje a España.  En el siniestro fallecieron doscientas sesenta y cinco personas y se perdió toda la carga. Sólo tres marineros y dos esclavos sobrevivieron a la catástrofe, logrando aferrarse al tocón del palo de mesana, única parte del barco que no se hundió.

Nuestra Señora de Atocha, nave bautizada con el nombre de la basílica más importante de Madrid, partió en su última travesía en horas de la madrugada del seis de septiembre de 1622. Zarpó del puerto de La Habana en un viaje de regreso a la península ibérica, navegando como almirante, o retaguardia de la flota, protegiendo la mercancía procedente de Las Indias a ser vendida en Sevilla. Pero la fuerza de un huracán interrumpió el viaje y el galeón se fue a pique cerca de los cayos del Marqués en Florida. 

La embarcación trasladaba un cargamento de veinticuatro toneladas de plata en 1.038 lingotes; 180.000 pesos en monedas, también de plata; 582 lingotes de cobre; 125 barras y discos de oro; 350 cofres de índigo; 525 fardos de tabaco; 20 cañones de bronce y 1.200 libras de platería trabajada. Quizás también artículos pasados de contrabando, evadiendo tributo impuesto por la corona, así como joyas y bienes personales no registrados por marineros y tripulantes cuyos cuerpos se tragó el océano.

Una pieza de información se encontraba escondida entre los documentos olvidados del Archivo General de Indias, la última entrada del manifiesto de las autoridades de La Habana. El documento contiene la fecha de zarpe del galeón desaparecido, el nombre de sus 270 tripulantes y un meticuloso inventario de la mercancía en flete. 

El periplo se realizaba una vez cada año, siempre en las mismas fechas. En esa ocasión la flota salió rezagada, esperando por una carga de esmeraldas de Somondoco, provenientes de Santa Fe de Bogotá. Fue por las ansias aguardar el arribo de las gemas verdes que se dilató la partida unos días

Salieron con un par de semanas de retraso, viéndose forzados a enfrentar el oleaje y vientos desatados en plena temporada de borrascas. Con velas a todo dar navegaron apurados, esperando superar las adversidades del clima tropical. Mientras viajaban entre lo que hoy se conoce como Key West y Bahamas, se perdieron un total de ocho embarcaciones. Entre éstas dos galeones, el Santa Margarita y Nuestra Señora de Atocha.  

Fue en 1969, más de trecientos años después del naufragio del galeón y los otros siete barcos, que se comenzó a conocer la verdadera historia sobre lo sucedido esa tarde de septiembre de 1622, gracias a la curiosidad de un aventurero. Todo empezó cuando un norteamericano llamado Mel Fisher, nacido en Indiana y perteneciente a una familia de criadores de pollos, después de graduarse de Perdue, buscó nueva vida en California y emprendió en el negocio de buceo, montando el primer Dive Shop de aquel estado. Gracias a su emprendimiento escuchó por primera vez el relato del tesoro perdido.    

Su esposa Dolores Horton, también compañera de negocios, compartió entusiasmo en el asunto que, a partir de 1969, se convirtió en una obsesión. Mientras los tripulantes de Apolo 11 dejaban sus huellas en la luna, el amigo Mel empezaba su investigación buscando dar con el paradero del Nuestra Señora de Atocha y su cargamento.

El tema le privaba el sueño. Todas las noches imaginaba la emoción de hallar la carga del Atocha. Probablemente cerraba los ojos vislumbrando sumergirse en las aguas cristalinas del Caribe, hasta ver claramente el pecio, los pedazos de madera asomándose del fondo, como árboles muertos, deshojados y rotos sobre un suelo yermo. Llegaba al sitio donde reposaban sus vestigios, los distinguía de modo claro, casi perfectamente. Pero cada vez que los encontraba e intentaba mover la arena para descubrir el oro sucedía lo mismo. Una corriente lo separaba del sitio, perdiendo de vista los restos del galeón. Tal vez aquellas pesadillas fueron las que alimentaron su fantasía descabellada de hacerse con el botín hundido. 

Fisher se convirtió en cazador de tesoros la primera vez que participó como buzo en la expedición organizada en 1959 por Kip Wagner. Ésta buscaba rescatar artefactos de otra flota que jamás llegó a su puerto de destino en 1715, por causa de otro huracán en los Cayos de la Florida. Desapareció entera, justo al borde del perímetro que marca el Triángulo de las Bermudas.

En el viaje, por voz de un colega, se enteró sobre el relato del Nuestra Señora de Atocha. Al regresar a tierra firme, después de la expedición de Wagner, fundó con Dolores una empresa de rescate de pecios llamada “Treasure Salvors Inc”, involucrando a toda su familia en la compañía, así como un puñado de buzos e inversores. Una década después visitó Sevilla, ciudad en la cual estudió el tema, recaudando información necesaria para realizar cálculos con el propósito de ubicar el punto exacto dónde se hundió el navío.                                          

Con la frase -today is the day-, traducido al castellano como “hoy es el día”, Fisher alentó a su familia y compañeros, después de dar los buenos días, durante dieciséis años en la búsqueda del Atocha y su cargamento, exponiéndose a inevitables deudas y convertirse en un verdadero hazmerreír. Cuando hablaba del asunto, la gente le decía que estaba más loco que las cabras. 

Sin embargo, la paciencia y esperanza suelen ir de la mano para probar con el paso del tiempo un refrán. El que persevera vence. En 1971 se produjo el primer descubrimiento al sur de Cayo Hueso en la Florida. Un ancla enorme, que con toda seguridad pertenecía al Nuestra Señora de Atocha, pero eso y nada más. Concentrándose en la zona fueron apareciendo distintos artefactos, como un par de astrolabios, cadenas de oro y algunos lingotes de plata, pero ningún rastro del pecio. Todo parecía indicar que el galeón perdió parte de su carga antes de sumergirse. Estaban cercanos a encontrar la X en el mapa. 

Con el paso de un bienio sin encontrar otra cosa, muchos comenzaron a mostrarse pesimistas, alegando que no valía la pena seguir adelante con el proyecto. El muy terco no cedió en su empeño, estaba seguro que algún día descubriría la fortuna, aunque le costase perder la vida en el intento. El 19 de julio de 1975 dio con prueba definitiva de la presencia del Atocha en esas latitudes. Encontraron dos grupos de cañones de bronce, cuyas inscripciones coincidían con los números de registro en el sobordo. El pecio, al igual que el resto del tesoro, debía estar cerca, de eso no cabía la menor duda. Esa noche celebraron a lo grande, descorchando botellas de champaña para brindar al dar por garantizado que, más pronto que tarde, hallarían los restos del Atocha. 

El día después de recuperar las piezas de artillería sucedió algo terrible. En horas de la madrugada del 20, poco después de terminar el festejo de tan importante hallazgo, el “Northwind”, embarcación en la cual viajaban el primogénito de Fisher y su nuera, se volteó y ambos fallecieron.  La muerte de Dirk y su esposa pudo haber cambiado todo, pero no lo hizo. Mel convenció al resto de la familia, destrozada por el duelo. Continuar en la búsqueda era lo que él hubiese querido, les dijo, derramando lágrimas. Así lo hicieron, con más determinación que antes, pero durante diez años lo único que localizaron fue parte del casco del Santa Margarita con algunos escasos artefactos, nada del Nuestra Señora de Atocha, o su carga. 

En la década de los ochenta, invirtieron en equipos de tecnología puntera de nueva generación, específicamente un magnetómetro de protones capaz de detectar metales, y un sistema de posicionamiento LORAN, precursor del actual GPS. Casualmente, como vaticinio que el sacrificio de tantos años valdría la pena al ser recompensado con creces, el 20 de julio de 1985, fecha del décimo aniversario de la muerte de Dirk y su esposa, a causa del volcamiento del “Northwind”, entró a las oficinas de Treasure Salvors Inc en Key West un mensaje radial de Kane Fisher, otro de sus hijos, repitiendo, sin poder contener la emoción: -Cierren los mapas, lo hemos encontrado… cierren los mapas, lo hemos encontrado. 

El casco de Nuestra Señora de Atocha estaba enterrado a dieciséis metros de profundidad. El tesoro era mucho más grandioso de lo imaginado. Además de la mercancía reflejada en los pliegos del sobordo, sacaron 125 barras y discos de oro, 100.000 monedas del mismo metal, una inmensa colección de efectos personales, pertenecientes tanto a la tripulación como pasajeros acaudalados. Entre éstos figuran un cinturón de oro con rubíes, idéntico al lucido por una hija de Felipe II en uno de sus retratos, platos y copas de oro con grabados exquisitos, así como una fabulosa muestra de joyería y orfebrería, compuesta por cruces, rosarios, anillos con rubíes y otras piedras preciosas.  

Los informes de Duncan Mathewson, arqueólogo de la expedición, revelan un dato interesante y permiten constatar la importancia del contrabando en los navíos españoles de la época, pues hallaron grandes cadenas de oro, que no pagaban impuesto al no ser barras sino manufacturado, así como también más de tres mil esmeraldas que no figuraban en los documentos. 

El Atocha fue perdiendo carga en su travesía antes de hundirse. El ancla conseguida cerca de Cayo Hueso fue lo primero en descartar al percatarse que el galeón iba con más peso del regular. Todo para disminuir la sobrecarga al intentar eludir la furia del huracán. Incluso, podemos asumir que el grupo de cañones fue lanzado por la borda, ante la desesperación de salvar vidas y el preciado contenido de las bodegas. Las esmeraldas provenientes de las minas de Somondoco en la Nueva Granada, esas que aguardaron para el zarpe y no estaban contempladas en el sobordo, fueron las verdaderas culpables del sinestro. Esperar por ellas los dejó a merced de la tormenta y el sobrepeso los llevó a las profundidades.   

En cuanto al cañón exhibido frente al patio principal del Archivo General de Indias, fue obsequiado al reino de España por el cazador de tesoros norteamericano. En 1976, un año después de ser extraído de las profundidades del Caribe, con motivo del viaje de los reyes de España a Estados Unidos como invitados del presidente Gerald Ford para presenciar los actos del bicentenario de su independencia, Mel Fisher hizo entrega de la pieza de artillería a la reina doña Sofía. Así regresó, 354 años después de su salida, el cañón del Nuestra Señora de Atocha a Sevilla.

Cuando Treasure Salvors Inc recuperó el tesoro, la fortuna se estimó en una cifra superior a los cuatrocientos cincuenta millones de dólares, de los cuales el reino español no recibió ni una peseta. Es por ello que al final de la leyenda acompañando la pieza de artillería puede leerse que los investigadores que acuden a consultar el Archivo General de Indias deben prometer, al momento de su registro, que la lectura de sus documentos no está orientada a encontrar tesoros perdidos y únicamente será utilizada con fines historiográficos. 

Jimeno Hernández
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