Jaime Bayly, sobre la muerte de Alan García: «El suicidio de Mozart»
Conocí a Alan García en 1984. Era diputado y candidato presidencial. Tenía apenas 35 años. Yo tenía un programa de televisión. Se llamaba «Conexiones». Pertenecía a una generación posterior a la de Alan: contaba 19 años.
Lo entrevisté en una convención de empresarios. Quedé impresionado por su inteligencia, su elocuencia y su simpatía. Era un mago con las palabras, un hipnotizador. Había nacido para seducir. No había quien se resistiera a sus encantos. Parecía imbatible. Lo era.
Poco después, volví a entrevistarlo en su casa. Vivía en una torre moderna en la avenida Pardo de Miraflores. Conocí a su esposa Pilar. Argentina, cordobesa, hija de un gobernador de Córdoba, me pareció una señora tan bella como distinguida. Poseía una elegancia natural. Luego de la entrevista, Alan me mostró algunos libros de su vasta biblioteca. Citó de memoria varios poemas de Neruda. Recitó el poema de Neruda, «Alturas de Machu Picchu». Quedé arrobado con su vasta cultura, infrecuente en un político de mi país. Sentí genuina simpatía y admiración por él. Pensé que hasta podía votar por él. Estaba equivocado. El destino se ocupó de torcer esos planes, sabotear esa incipiente amistad.
Un líder histórico de su partido, Andrés Townsend, hombre de honor, que había fracasado en su intento de ser candidato presidencial en las elecciones de 1980, me llamó a su casa, diciendo que debía transmitirme un mensaje urgente. Acudí, presuroso. Townsend me llevó a su biblioteca y dijo:
–Alan está loco. Sufre de trastornos mentales. Tenemos que impedir que llegue al poder. Sería una catástrofe para el Perú.
Luego me contó que Alan había sido internado varias veces en la clínica San Felipe de Lima, donde lo habían sometido a la cura del sueño, durmiéndolo con sedantes para que saliera de profundas crisis depresivas, o para que se calmase de virulentos estallidos maníacos, o para salvarlo de hacerse daño. Le prometí a Townsend que usaría esa información tan pronto como pudiese.
–Tienes que preguntarle si le han hecho la cura del sueño –me dijo-. El Perú tiene que saber que es un loco peligroso.
Quedé muy perturbado luego de aquella conversación. Los dueños del canal, tres hermanos encantadores, veían con simpatía a Alan, y uno de ellos era su íntimo amigo y confidente. Yo sabía que, si le hacía esa pregunta a Alan, estaría en problemas. Sin embargo, sentía que mi misión era informar a los peruanos de aquella zona oscura del candidato favorito para ganar la presidencia.
Alan García durante un discurso en el Congreso peruano en 2009. (Photo by Ernesto BENAVIDES / AFP)
Una semana antes de la primera vuelta electoral, uno de los dueños del canal me dijo que Alan daría su última entrevista de campaña en un programa llamado «Pulso», que se emitía los lunes por la noche. En ese programa había un moderador y un panel con cuatro periodistas que hacían las preguntas. El dueño me pidió que estuviera en el panel y preguntó:
-¿Lo vas a tratar con cariño, no?
-Sí, claro -le dije.
Pero estaba mintiendo. Porque horas antes de que el programa se emitiera en vivo, decidí que haría la pregunta kamikaze, aun a riesgo de que me despidieran. No solo pretendía que Alan se viese obligado a confesar que sufría de trastornos mentales y le habían hecho la cura del sueño, sino, vaya si era ingenuo, quería evitar que llegase al poder. Me creía tan poderoso que pensaba: si le hago la pregunta y lo humillo y queda en ridículo, perderá las elecciones y yo quedaré como un héroe. Me enternece recordar la estupidez de mi candor.
Cuando el moderador me concedió el turno de mi primera pregunta, hice acopio de valor y pregunté:
-¿Alguna vez ha estado internado en una clínica de salud mental? ¿Le han hecho la cura del sueño?
–Su pregunta es un golpe bajo que no voy a responder -dijo Alan.
Tan pronto como terminó el programa, mis compañeros del panel me dijeron que me había metido en unos líos serios. Tenían razón. Días después, cuando Alan ya había ganado, uno de los dueños del canal me llamó a su despacho y me dijo que, si quería continuar trabajando en esa televisora, solo podía hablar de política internacional, ya no de política peruana y, sobre todo, no de Alan García, quien, como era previsible, arrasó en la primera vuelta de un modo tan abrumador, empequeñeciendo a sus adversarios, que no hubo ya necesidad de ir a una segunda votación. Alan llegó al poder, juró como presidente, redimió a su partido de los fracasos históricos. El país entero estaba rendido a sus encantos, hincado de rodillas ante él. Yo no podía aceptar la censura que me imponía el canal. Renuncié. Me quedé sin trabajo. Ningún canal quería contratarme, sus dueños temían que esa insolencia les costase caro. Alan me había derrotado.
Semanas después, tuve la extraña fortuna de que me contratasen para presentar un programa de política internacional que se grababa en Santo Domingo. Se llamaba «Planeta 3» (porque el tercer planeta del sistema solar es la Tierra, qué nombre jalado de los pelos). Era un programa de política internacional. Yo era el moderador y tenía tres invitados en un panel, a quienes sometía a mis preguntas. Viajaba todos los meses a Santo Domingo para grabar el programa. Los cinco años que duró el primer gobierno de Alan, estuve fuera de la televisión peruana. Vivía entre Lima, Santo Domingo y Miami, siempre en hoteles.
Cuando Alan todavía gozaba de una prolongada luna de miel con los peruanos, allá por 1986, uno de los dueños del canal intentó que nos reconciliásemos. Me pidió que viajase a Nueva York y me presentase en el hotel Waldorf Astoria, donde estaría alojado Alan, quien hablaría en Naciones Unidas, y le pidiese una entrevista y presentase mis disculpas por la pregunta sobre su salud mental.
-Alan te va a perdonar -me dijo el dueño-. Y te va a dar una entrevista. Pero tienes que comenzar disculpándote.
Viajé a Nueva York. Me presenté en el Waldorf Astoria. Mi plan era pedirle la entrevista: si me la concedía, no me disculparía y le haría de nuevo la pregunta que no había querido responder. Me anuncié en la recepción. Me dejaron esperando un par de horas. Cuando finalmente entró Alan caminando con paso imperial, mirando desde el olimpo de sus dos metros de altura, quise acercarme a él, pero dio instrucciones a sus custodios de que lo impidiesen. Me miró con desdén. Luego entró en el ascensor, me dirigió una última mirada envanecida y las puertas se cerraron. No hubo disculpas, reconciliación, entrevista. Alan tuvo la astucia de sospechar que, si me daba la entrevista, yo no me replegaría, seguiría incordiándolo. Por eso no quiso dignificarme y me hizo sentir un bicho, un insecto. Esa noche, en un bar, una reportera de televisión muy guapa, consentida de Alan, me hizo una confidencia:
–Alan me ha dicho que él es Mozart y tú eres su Salieri.
Me dolió. Me sentí humillado. Pero era verdad: Alan era Mozart, un genio absoluto de la política, la seducción, la hipnosis colectiva, un hechicero, un mago. Yo era su Salieri envidioso, rencoroso: nunca podría ser tan brillante y encantador como él, estaba demasiado lastrado por mis vicios, defectos e imperfecciones como para alcanzar las cumbres del poder, la gloria inmortal. Yo hubiera querido ser como él, un político de formidable talento, pero ya entonces sabía que, además de las mujeres, me gustaban también los hombres, algo que me esforzaba tontamente por encubrir, y por eso comprendía que nunca llegaría a ser un presidente amado, adorado, como Alan. Recuerdo que aquella noche, en el bar de Nueva York, le dije a la reportera:
-Yo no aspiro a la gloria de la política. Yo quiero ser un escritor. Estoy escribiendo un libro. Yo no soy su Salieri, porque aspiro a la gloria del escritor.
Pero estaba engañado: en verdad, Alan era Mozart y yo era su Salieri. Una vez más, me había derrotado. Su inteligencia y su astucia me sobrepasaban largamente.
El tiempo puso las cosas en su lugar. Su paso por el poder, a tan precoz edad, puso en evidencia que no era una persona del todo estable. Yo tampoco lo era. No sabía entonces que era bipolar, quizás como el propio Alan. Es decir que la nuestra fue una pelea épica de dos locos que no sabíamos que estábamos locos.
Años después, en 2001, cuando Alan había regresado de París y era nuevamente candidato presidencial, y había pasado a la segunda vuelta contra todo pronóstico, enfrentando al cachafaz de Alejandro Toledo, fui a visitarlo a la casa de su partido. Me recibió en privado. Nos dimos un apretón de manos, nos confundimos en un abrazo, nos perdonamos, olvidamos los agravios del pasado, enterramos los rencores. Alan se sentía un ganador, una criatura mitológica: había salvado la vida, pues Fujimori ordenó matarlo, y escapado con astucia de la sañuda persecución de esa dictadura, y ahora estaba de regreso, cerca de volver al poder, acallando a sus enemigos y envidiosos de toda la vida. Yo también me sentía un ganador, en cierto modo: había conseguido ser un escritor, publicado varios libros en España, y la crítica en ese país había sido benévola con mis novelas, y ahora hacía un programa de éxito en Lima, «El Francotirador». En un gesto de gratitud y caballerosidad, correspondiendo a la visita que le hice, Alan me concedió una entrevista de una hora en televisión. Vino al estudio con Pilar, su mujer. Me atreví a hacerle de nuevo la pregunta de 1985. Negó que tuviese problemas mentales. Le recordé que me había censurado. Lo negó. Le pedí que pidiera disculpas por su primer gobierno paupérrimo. Lo hizo. Cuestioné su vida desahogada en París. Se defendió con sagacidad. Al final de la entrevista, no éramos amigos, pero tampoco seguíamos siendo enemigos. Improbablemente, nos habíamos reconciliado. Alan ya no era tan soberbio como en su juventud. La larga travesía por el desierto había rebajado el tamaño colosal de su ego.
Cinco años después, cuando pasó a la segunda vuelta con el chavista de Ollanta Humala, apoyé públicamente a Alan y voté por él. Luego, ya siendo presidente, me burlé sin compasión de él todos los domingos desde «El Francotirador». Alan no llamó al dueño del canal a quejarse, a pedir que me sacasen del aire. Había aprendido la lección. Había forjado una tolerancia a la crítica, aprendido a ser un estadista que entendía el papel irritante de la prensa, que debía ser hostil a quien ocupaba el poder.
Mis críticas feroces, bromas desalmadas y dardos envenenados no le hicieron demasiada mella, no socavaron nuestra amistad o, cuando menos, no erosionaron nuestra alianza de mínima cordialidad. No me guardó rencor. No me sumó a la lista negra de sus enemigos. Entendía que su oficio era administrar el poder y el mío, criticarlo, burlarme de él.
Sé que no me guardó rencor porque, al final de su segundo mandato, cuando mi nombre apareció entre los candidatos presidenciales más favorecidos en las encuestas, le pedí una cita secreta y me recibió en la casa de gobierno a medianoche. Le conté, ya casi como amigos, deslizándonos al terreno de las confidencias, mis problemas de salud mental, de bipolaridad e insomnio, y hasta enumeré las pastillas que tomaba. Le dije que no sabía si debía inscribirme como candidato. Me animó resueltamente. Me dijo que tenía la oportunidad de pasar a la historia. Habló de la gloria insuperable de servir a los más pobres. Dijo que podía ganar, si defendía una agenda liberal y me convertía en el candidato de los jóvenes. Fue sumamente generoso conmigo. Me aconsejó en tono paternal, sentí que me tenía genuino afecto. Dijo que, si me lanzaba como candidato, él me apoyaría.
Pero yo no sabía si lanzarme o no. Temía que, si me lanzaba, dejaría de ser un escritor. Temía que, si entraba en política, nunca más conseguiría salir de esa ciénaga en la que acababan hundiéndose culpables e inocentes, héroes y villanos. Temía que la descomedida pretensión de la gloria me condujese al precipicio, al despeñadero.
En medio de aquellas tribulaciones, invité a Alan a cenar en mi casa de San Isidro. Vino con su novia, una mujer encantadora. Volvió a animarme para ser candidato presencial. Me recordó que debía defender una agenda moderna, libertaria, que capturase la imaginación de los jóvenes. Le dije que no tenía dinero para financiar la campaña. Se rio. En tono paternal, me dijo que, si inscribía mi candidatura y despuntaba en las encuestas, la plata llegaría sola, pues los empresarios más poderosos solían precipitarse a financiar las campañas de los candidatos con posibilidades de ganar. Tenía razón. En efecto, la plata llegaba sola. Poco después, el representante de Odebrecht se ofreció, en una cena en el club Nacional, a financiarme la campaña presidencial. Para comenzar, podía darme un millón de dólares.
-Tú entiendes que no es una donación, sino un préstamo -me advirtió.
Era evidente que, si yo ganaba, lo que parecía harto improbable, dado mi historial de escándalos, mi conducta disoluta y mis trastornos bipolares, tendría que pagarle la deuda, concediéndole obras públicas millonarias.
Por suerte, tomé la decisión de no inscribir mi candidatura presidencial. Recordé lo que le había dicho a la reportera en Nueva York: yo no quiero ser un político, quiero ser un escritor.
Aquella fue la última vez que vi a Alan: en mi casa de San Isidro, en Lima, en 2010. Luego nos distanciamos: conté en una columna que me había espoleado a ser candidato, diciéndome que la plata llegaría sola. No debí hacerlo. Fue una infidencia. Era una cena íntima y lo que allí se habló debió preservarse en secreto. Pero no soy bueno para guardar secretos: mi familia lo sabe bien.
Esa noche, en mi casa, Alan me dijo que creía en la vida eterna, que a menudo se le aparecía el espíritu de Haya de la Torre, el fundador de su partido, que estaba seguro de que se reuniría con Haya y con su padre, Carlos, en la vida eterna. Espero que ahora se encuentre en tan buena compañía.
Alan: fue un honor ser tu enemigo y brevemente tu amigo. Te extrañaré. Que Dios se apiade de tu alma y te conceda el descanso eterno que mereces.
Mozart ha muerto. Salieri no se alegra.
Crédito: Infobae
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