Filosofía del suicida

El suicida se sabe derrotado. Todavía no está destruido, pero sí está derrotado, y sabe que esa derrota es irreversible, inmodificable. Como está derrotado, elige destruirse.

Todo suicida es una criatura desesperada, al borde del abismo. Sea por una enfermedad incurable o una ruina económica, por una pena de amor o una deshonra insoportable, el suicida considera que la vida que tiene por delante será un sufrimiento tan grande, un dolor tan miserable que es mejor eximirse de ese descenso a los infiernos.

No por ser un acto desesperado el suicidio es siempre una decisión irracional. Solo el suicida sabe cuánto está sufriendo y cuánto cree que va a continuar sufriendo si se impone la tarea de seguir viviendo. Solo él sabe cuán invivible le resulta la vida que avizora, el horizonte que alcanza a otear en medio de la pesadilla. Por eso el suicida hace un cálculo racional. Libremente, se plantea los costos y los beneficios de seguir viviendo, continuar arrastrándose pesarosamente por la vida. Llega a la conclusión de que el costo de seguir viviendo es tan elevado que resulta inhumano imponérselo a sí mismo. Prescinde de la vida que tiene por delante porque considera que ese tramo final será un calvario. La vida no tiene ya sentido. Se ha convertido en una desgracia insoportable. El suicidio es una liberación, un descanso. No carece, entonces, de una cierta racionalidad.

Yo quise suicidarme cuando tenía veintiún años. Era famoso en mi país porque salía en televisión desde los dieciocho. Tenía un público que me apreciaba, o que incluso me admiraba. Quería ser político, presidente. De pronto descubrí que, además de las mujeres, me gustaban también los hombres. Me enamoré, muy a mi pesar, de un amigo de la universidad. Ese amigo desdeñó mis pretensiones amorosas. Quedé desolado. Decidí que debía quitarme la vida. Tragué todas las pastillas de un frasco de somníferos. Tuve suerte: amanecí con vida. ¿Por qué quise suicidarme? Porque el reconocimiento de mi bisexualidad me provocaba una vergüenza, una culpa y un dolor insoportables. Me sabía derrotado, sabía que mi identidad sexual era un hecho irreversible, inmodificable. Me parecía que mi vida, a tan temprana edad, carecía ya de sentido. Pensaba que, siendo bisexual, no podría ser un periodista ni un político de éxito. Creía que, cuando el público se enterase de mis pulsiones y apetencias eróticas, me despreciaría, me repudiaría, a tal punto que mi carrera como periodista de televisión acabaría en el deshonor y la ignominia. Antes de tragar los somníferos, pensé: la vida que tengo por delante me resultará insufrible, miserable, indigna de ser vivida. No quiero ser bisexual, un prisionero en mi propio cuerpo vicioso, defectuoso. No quiero que sepan que soy bisexual, no quiero manchar así mi reputación. No quiero mancillar mi prestigio de joven promesa del periodismo y la política, anunciando que me gustan los hombres o, peor aún, ocultándolo, ejerciendo mis deseos de un modo soterrado, clandestino. Me sabía derrotado. Por eso elegí destruirme. Porque el suicidio era un acto desesperado de honor. Al provocar deliberadamente mi muerte, salvaba el honor, protegía mi reputación. Al quitarme la vida, me liberaba de la deshonra que me hacía sufrir, encontraba un descanso que me parecía urgente. Mi decisión, ahora lo comprendo, estuvo nublada por prejuicios estúpidos, pero no fue del todo irracional. Libremente, racionalmente, decidí que no quería, o no podía, vivir la vida que el destino me había impuesto.

Lo que me lleva a pensar que el suicida se mata porque no puede suprimir la circunstancia que le impone el dolor, o eliminar a la persona que lo hace sufrir. El suicida que se mata para escapar de una pena de amor envía un mensaje póstumo a quien lo ha sumido en ese dolor: «Tú me has matado, tú eres el culpable de mi tragedia, tú me humillaste a tal punto que ahora deberás hacerte cargo de la culpa de haberme matado». El suicida que se mata para emanciparse de un sufrimiento excesivo, o liberarse del pesado baldón de la vergüenza pública, o evitar la cárcel, envía también un mensaje desesperado a quienes lo han cercado y derrotado: «Ustedes me han matado, ustedes son los culpables de mi sangre derramada, ustedes vivirán con el tormento de haber sido injustos, miserables conmigo, de haber propiciado el final trágico de mi vida: no me mato yo, son ustedes, mis enemigos ponzoñosos, quienes presionan el gatillo». Cuando yo quise matarme, quería matar también al hombre del que me había enamorado, y a mis padres por ser tan puritanos que habían rebajado mis deseos a la categoría de enfermedad o perversión, y a Dios por haberme hecho tan miserablemente humano, tan impuro. El suicida, entonces, se mata matando.

Al despojarse de la vida, el suicida no desprecia la vida, solo desdeña la que tiene por delante. Decide prescindir de la vida espantosa que le espera, o que imagina que le espera, porque ha vivido una vida tan estupenda, tan completa, que no quiere ahora afearla, ensuciarla. El suicida que se mata para no ir a la cárcel se aferra a los recuerdos felices de la vida que vivió. Prefiere usar su libertad para destruirse, antes que entregarla mansamente para verse encerrado en un calabozo. El suicida, bien mirado, reivindica su libertad, glorifica su libertad, se libera de sus acusadores y carceleros. Matarse es la última decisión libre con la que gobierna su cuerpo y su espíritu. Se mata porque quiere ser libre hasta el último estertor.

Al mismo tiempo, el suicida abraza la muerte con un sentido trágico del honor. Considera que es una persona honorable. Se percibe a sí mismo como alguien tan decente que no puede tolerar la indecencia de ser arrastrado a una mazmorra. No quiero debatir si el suicida que prefiere la muerte antes que la cárcel es culpable o inocente. Puede que sea culpable y que esa culpa lo atormente tanto que un sentido trágico del honor le reclame provocarse la muerte, precisamente para restaurar la dignidad mancillada y exonerarse del oprobio de la prisión. Puede que sea culpable y, sin embargo, se sienta víctima de un abuso, un ensañamiento, un castigo excesivo, y por eso decide matarse, porque es una manera desesperada de protestar contra unas penalidades que le parecen injustas, desproporcionadas, y un acto de rebelión contra el trance misérrimo de ir a la cárcel. Puede que sea inocente, del todo inocente, y aun así decida matarse, porque se siente traicionado por amigos cercanos, o por colaboradores de cuya lealtad nunca dudó, y porque se sabe linchado y condenado en las cortes de la opinión pública, y en medio de tantas desventuras, tantos sinsabores, elige la muerte para eludir la infamia o el espanto de ir a la cárcel. Los políticos terminan siendo casi siempre culpables en los tribunales atrabiliarios de la opinión púbica. Así las cosas, un político que se mata para evitar la cárcel nos está diciendo: «Un último sentido del honor me impide rebajarme a la indignidad de ser un preso, a la humillación de ser privado de mi libertad». Aun siendo culpable, y sobre todo siendo culpable, el suicida que elige la muerte en lugar de la cárcel está escogiendo también, en aquella decisión traspasada de dolor, la libertad y el honor en lugar de las indignidades que lo acechan, las de la prisión y la infamia.

El suicida, paradójicamente, ama la vida, no la desprecia. Ama tanto la vida que elige quedarse con el recuerdo de los grandes momentos que ha vivido, los tiempos gloriosos y felices. Prefiere no vivir en adelante una vida horrenda, desgraciada, infeliz. El suicida ha sido tan libre y tan feliz, o tan libre y tan infeliz, y ha hecho con su vida lo que ha querido, y ha cumplido los propósitos que se impuso, que ese último tramo de la existencia que tiene frente a sí le parece indigno de ser vivido, una continuación del todo inapropiada, escandalosamente inapropiada, para la vida desmesurada que se permitió y ahora se termina porque él así lo quiere.

Cuando Hemingway se mató, a los sesenta y un años, disparándose con una escopeta, quizás estaba diciéndonos que, como ya no podía seguir escribiendo, no quería seguir viviendo, pues su vida era escribir, y esa era la vida novelesca que había escogido, vivido y cumplido. Cuando Van Gogh se quitó la vida de un pistoletazo con apenas treinta y siete años, tal vez quería decirnos que ya había pintado lo que tenía que pintar y que vivir sin seguir pintando carecía por completo de sentido para él. Cuando Allende se suicidó con un fusil a los sesenta y cinco años, ya derrotado, los conspiradores a unos pocos pasos de apresarlo, probablemente pensaba que lo mejor de su vida había quedado atrás y lo peor estaba por venir. Cuando Mishima se hizo el harakiri a los cuarenta y cinco años, quería morir con honor. Todos ellos fueron suicidas valientes, corajudos. Ninguno se quitó la vida cobardemente. Se mataron porque habían vivido vidas espléndidas, heroicas, que no querían rebajar a la indignidad de la desdicha, la infamia, la deshonra.

El suicida que cree en Dios parecería más valiente que el suicida ateo o agnóstico. Quien duda de la existencia de Dios, o quien afirma su inexistencia, acaso piensa que el suicidio será un momento brevísimo de dolor y agonía y que enseguida sobrevendrá un viaje sosegado a la nada misma, a la disolución de la identidad, al descanso de no ser más quienes supimos ser. Pero el suicida religioso, que cree en un Supremo Hacedor, un Ser Superior que nos da la vida y nos la quita, se permite la insolencia moral de desafiar a su Dios particular. Piensa que será capaz de litigar con Dios y convencerlo de su inocencia. Cree que Dios se apiadará de él, tendrá compasión infinita y lo perdonará, entenderá las razones de su suicidio. Quien, siendo creyente, se provoca deliberadamente la muerte, es, entonces, varias veces optimista: cree que hay una vida eterna, que Dios lo perdonará, que será recompensado por Dios. El suicida ateo parece menos optimista o más lúcido: si continuar respirando se ha convertido en un dolor, elige suprimir ese dolor, anestesiarse con la morfina de la muerte, y pasar a ser nada, nadie, polvo y olvido.

No debemos pasar por alto la importancia que tiene para el suicida la opinión de sus seres más queridos: su pareja, sus hijos, sus padres, sus amigos íntimos. El suicida ve con espanto la posibilidad de que esas personas, a las que tanto ama, cuya opinión tanto respeta, lo vean caído, desgraciado, humillado, convertido en un guiñapo, un despojo humano, el residuo pestilente de lo que fue en aquellos tiempos perdidos de gloria y esplendor. El suicida quiere que sus familiares lo recuerden vencedor y no derrotado. Quiere desesperadamente que lo crean inocente, no culpable. No puede tolerar la idea de que esas personas duden de su grandeza, su honor. Por eso se mata. Para demostrarles que es grande, honorable, valiente, en el último acto de su vida. Se mata para que ese tribunal superior, el de sus hijos, su pareja, sus padres, lo absuelva, lo exonere de toda culpa o sospecha, lo considere una víctima inocente de un escarnio que no merecía. Es, pues, un acto de amor a ellos, a sus seres más queridos. Es una manera de decirles: «Los amo tanto que no puedo soportar la idea de que vengan a visitarme a un presidio, no puedo tolerar la noción de que ustedes se avergüencen de mí. Por eso me quito la vida: para que ustedes, mis hijos, mi pareja, mis padres, no duden de mi honorabilidad, me crean inocente, sientan orgullo de mí». Al morir, el suicida repudia, entonces, el cinismo o la ordinariez de presentarse ante sus hijos como una criatura viciosamente defectuosa, imperfecta. No quiere que sus hijos lo recuerden así. Prefiere que lo crean un mártir, un héroe incomprendido, un dechado de virtudes, una víctima de la conjura los malvados. A esas alturas, la verdad se ha tornado neblinosa, evasiva. Lo que al final importa es la percepción que la familia tiene del suicida. Y quien se mata cree que, matándose, será percibido como una persona con un alto sentido del honor, tan elevado que el deshonor le resulta invivible, una desgracia insoportable de ser vivida.

Camus escribió que el único problema filosófico realmente serio de la existencia humana es el suicidio. El suicida llega a la conclusión de que su vida carece ya de sentido. Nadie poseerá suficientes argumentos para impugnar esa decisión final. Hemingway dijo que un hombre de carácter podrá ser destruido, pero jamás derrotado. El suicida se permite el último honor de elegir cómo será destruido y cómo firmará la rendición de su derrota.

Crédito: Infobae

Jaime Bayly
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