Jaime Bayly: El triunfo de los hampones
Termino de ver la serie El patrón del mal que recrea la vida del narcotraficante colombiano Pablo Escobar. Cuando lo matan a balazos, siento pena por él, me digo que debió entregarse a la justicia como hicieron su hermano Roberto, sus socios, los hermanos Ochoa, y su sicario más leal, alias «Popeye». Veo llorar a la madre de Escobar cuando bajan el cadáver de su hijo de los techos en los que fue abatido y de pronto me encuentro llorando con ella. ¿Cómo puede darme pena la muerte de un criminal tan despreciable? ¿Cómo puedo entristecerme y derramar dos lagrimones junto con la madre de Escobar en la ficción? ¿Por qué soy tan amoral o insensible que, en el tiroteo final, estoy con Escobar y no con la policía? ¿De qué material innoble estoy hecho para sentir lástima y hasta simpatía por un sujeto tan espantoso como Pablo Escobar?
El patrón del mal
Tantas preguntas me dejan desvelado y sin respuesta. Los numerosos capítulos de esa serie extraordinaria me han permitido recordar la orgía de sangre que Escobar y sus socios provocaron en la sociedad colombiana hace más o menos treinta años: mataron policías, militares, jueces, fiscales, periodistas, políticos, candidatos presidenciales; derribaron un avión de Avianca lleno de pasajeros en el que debía viajar un candidato presidencial que a última hora cambió de planes y no abordó ese vuelo fatídico; destruyeron la sede de uno de los periódicos más influyentes, «El Espectador», y mataron a su director; pusieron un precio por la cabeza de cada policía asesinado por los sicarios en moto de Medellín; prostituyeron a jovencitas agraciadas que condescendieron a acostarse con Escobar a cambio de dinero, sin sospechar que luego las matarían a sangre fría. Después de ver toda esa barbarie, todos esos horrores, tanta vileza y abyección, ¿cómo puedo sentir pena cuando por fin matan a un Escobar gordo, barbudo, aturdido, lento, sin reflejos? ¿Cómo puedo ser tan cínico o desalmado para pensar que la serie hubiese sido mejor si Escobar escapaba por los techos, se escondía en la selva impenetrable y seguía haciendo de las suyas, dándonos más capítulos a los espectadores de la trama, dándole más vida al personaje que interpreta magistralmente el actor Andrés Parra? ¿Es tan eficaz el hechizo que ejerce la ficción sobre mí que olvido que todo eso no es una fabulación, sino que ocurrió realmente y provocó un dolor incalculable? ¿Y que, si Escobar escapaba una vez más, habría continuado matando gente inocente? ¿No me importan los muertos y los heridos, los secuestrados y torturados, siempre que me procuren el entretenimiento que espero ver cada noche, cuando mi mujer duerme? ¿Soy, en el fondo, una bestia, un psicópata, un criminal agazapado? ¿Admiro a Escobar porque él hace en la serie las cosas que yo no me atrevería a hacer? No lo sé. Pero tantas preguntas me atormentan. Porque es un hecho que, a medida que la trama progresa y Escobar extiende su poder, yo lo veo con una simpatía creciente y gozo estúpidamente con sus tropelías, sus ruindades, sus miserias. No digamos ya el cariño y la ternura que me inspiran su madre Hermilda, que le bendice y perdona los crímenes y lo protege siempre invocando virgencitas y niños benditos, y Victoria, su esposa abnegada y tantas veces traicionada, y sus hijos Juan Pablo y Manuela, que no pueden ir al colegio porque ninguna escuela quiere aceptarlos.
Lo que hace más graves las cosas, o más inquietantes las preguntas que esa serie me plantea, es que la ficción no es inventada, sino copiada de la realidad, y todo lo que se muestra en ella es la recreación más o menos fiel de lo que en verdad ocurrió. Uno sabe o debería saber que los muertos de la serie fueron muertos de la vida real, que las familias enlutadas que lloran en la serie lloraron en la vida real, que los inocentes que caen abatidos por la infinita sevicia de Escobar y sus hombres perdieron la vida cuando merecían seguir viviendo. Uno sabe que todo ese dolor traspasó familias, traumatizó niños, destruyó a un país entero, y sin embargo disfruta morbosamente viendo esas desgracias, contemplando tantas y tantas tragedias, esperando a que la próxima bomba estalle y haga volar el honor y la decencia por los aires.
Yo tenía veintitantos años cuando todo aquello ocurrió. Era un consumidor frecuente de cocaína. Quizá alguna línea de cocaína que aspiré provenía de los laboratorios de Escobar, no lo sé. Quizá fui uno de los millones de consumidores autodestructivos que tuvo el cartel de Medellín. Mi programa semanal se veía en Colombia durante esos años, entre 1985 y 1990, la época dorada de Escobar. Quizá Escobar vio alguna vez uno de mis programas. Quizá su madre Hermilda, o su esposa Victoria, o su padre Abel, o alguno de sus socios, vio alguna vez mi programa, que se emitía en el canal público colombiano, con llegada a todo el país. Era un programa sobre política internacional. Más de una vez hablamos del narcotráfico, del cartel de Medellín, de Pablo Escobar. Lo grabábamos en Santo Domingo y se emitía en varios países de la región, incluyendo Colombia. Me resulta extraño y fascinante pensar que Escobar probablemente me vio alguna noche en la televisión colombiana, al mismo tiempo que yo aspiraba rayas de su cocaína de alta pureza en Lima o en Miami. Recuerdo cuando leí en los periódicos que Escobar había matado al director de «El Espectador», que había asesinado a Galán, que había derribado un avión de Avianca lleno de pasajeros. Todo eso lo vi en las noticias, lo leí en los diarios, lo comenté en la televisión. Sé entonces, cuando veo «El patrón del mal», que todo aquello ocurrió, que el baño de sangre que allí se muestra no se lo han inventado, que ese dolor fue real e hirió a millares de víctimas inocentes. Y, sin embargo, no lloro por ellos, los inocentes caídos, no me conmueve su suerte contrariada, sino que, al final, acabo llorando por Escobar. ¿Cómo puede explicarse que los años me hayan acanallado y envilecido tanto que los crímenes de Escobar, lejos de asquearme, me diviertan y entretengan, a pesar de que fueron reales?
Porque cuando vi, fascinado, la serie «Breaking bad», en la que un modesto profesor de química se convierte en fabricante de metanfetaminas porque sabe que va a morir pronto y quiere dejarle un dinero a su familia y no le importa transgredir la ley siempre que consiga amasar una fortuna mal habida, también sentí profunda simpatía por ese profesor, Walter White, químico devenido narcotraficante, y su leal ayudante, Jesse Pinkman: yo estaba siempre del lado de ellos, y no me importaba que estuviesen haciendo cosas ilegales, y jamás deseaba que la policía los capturase, y me apenó muchísimo la muerte de White, un personaje que se me había vuelto estimable, entrañable, pero al menos yo sabía que esos capítulos eran fabulados, inventados, tributarios de la portentosa imaginación de unos guionistas que consiguieron que todo aquello fuese creíble, verosímil, aunque no hubiera ocurrido en la vida real. Esa es una diferencia esencial con «El patrón del mal»: Escobar existió y mató a millares, mientras que White es solamente una criatura de la ficción. En cualquier caso, viendo «Breaking bad» ya me había preguntado por qué mi reacción natural era ponerme del lado de los rufianes y los malhechores, y en contra de los aburridos, predecibles y grisáceos agentes del orden, esos gendarmes uniformados que me resultan tan odiosos. Encuentro comprensible haber llorado la muerte de Walter White, después de todo. No me perdono haber llorado la muerte de Pablo Escobar la otra noche.
Breaking Bad
Lo cierto es que no soy yo el único espectador que goza con las ficciones que exaltan a criminales y glorifican a pistoleros. Las series más exitosas que las principales cadenas en español de los Estados Unidos han exhibido en los últimos tiempos son todas sobre narcotraficantes colombianos y mexicanos, sobre maleantes y tiratiros, sobre delatores y rufianes, sobre gente desalmada que gana fortunas cometiendo los delitos más viles. Nadie produce una serie sobre un santo o un beato, a nadie le interesa la vida de una monja virtuosa o un Papa infalible, nadie quiere ver la biografía de las pastorcitas que dijeron ver a la virgen aparecida ni las andanzas descalzas de la madre Teresa de Calcuta, qué pereza ver todo aquello, qué aburrimiento las vidas de la gente virtuosa, recta, honorable: lo que queremos ver es cómo se entrematan los malos más malos, cómo se traicionan y asesinan los criminales más peligrosos. ¿Por qué? No lo sé. Pusilánimes y apocados como somos, ¿admiramos secretamente a esos maleantes porque poseen un coraje suicida del que no estamos dotados? ¿Los vemos con simpatía porque viven unas vidas desmesuradas, extravagantes, salpicadas de lujos? ¿Viven ellos en la ficción las vidas exageradas que nos hubiera gustado vivir a nosotros, son una proyección de nuestras frustraciones, representan de algún modo nuestro lado oscuro, nuestra maldad escondida, reprimida? No lo sé. Solo sé que en estos tiempos los criminales son populares y los santos harto impopulares.
Que no pillen al criminal, que consiga escapar, que logre esconder bajo tierra los barriles con dinero en efectivo, que burle la vigilancia policial, que siga dándose la gran vida, que huya a una isla paradisíaca, que se reúna allí con su familia, que recupere los dineros sucios, que tenga tiempo de gastarlos en grande, que prevalezcan los malos y pierdan los buenos: ¿por qué quiero, como espectador, que ese sea el final de la serie, por qué asocio el final feliz con el triunfo de los hampones?
Crédito: Infobae
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