Dámelo todo
Pía no hace honor a su nombre: se ha vuelto atea.
No siempre fue atea. En su niñez y adolescencia, era la más devota del colegio. Todavía preservaba la fe religiosa en la universidad, donde estudió leyes.
Dos hechos desgraciados pusieron en entredicho su condición de creyente. Con veinte años, ya en la universidad, tuvo un novio basquetbolista de su edad, que murió de un infarto en medio de un partido de básquet, en el coliseo de esa casa de estudios. Pocos años después, tal vez recuperada de aquella desdicha, se enamoró de un joven que meses más tarde murió en un accidente de tránsito.
Aquellos infortunios tuvieron un efecto devastador en Pía: dejó de creer en Dios, se alejó de la religión católica, llegó a la conclusión de que era una mujer con muy mala suerte, condenada a sufrir.
Sin embargo, no se rindió ni tuvo lástima de sí misma. Concluyó con honores sus estudios de leyes, ejerció un tiempo como abogada y se fue a Londres a estudiar una maestría en una universidad de gran prestigio.
Tan pronto como se graduó en Londres, decidió que buscaría trabajo en Barcelona, ciudad que amaba. Sus padres le enviaron suficiente dinero para que viviese cómodamente un año en Barcelona, buscando un trabajo a la altura de sus expectativas. Como era muy lista, eligió desde Londres -evaluando las ofertas de internet- un lugar donde vivir en Barcelona: una habitación que alquilaba la dueña de un apartamento en el barrio de Sarriá. Firmó un contrato con ella y le envió el dinero por los primeros tres meses. Cuando llegó a Barcelona, ocupó de inmediato la habitación que había arrendado. Le pareció que el lugar no carecía de encanto y que era aun mejor de lo que prometían las fotos que había visto. Se alegró. Sintió que, después de tantas contrariedades sentimentales (dos novios perdidos trágicamente) se merecía ser feliz. Voy a ser feliz en Barcelona, pensó.
Entonces comenzaron los problemas.
Rita, la dueña del apartamento, parecía una mujer agradable, educada. No trabajaba, o no acudía a una oficina a trabajar con un horario y unos jefes. Catalana, independentista, pelo rojizo y rizado, guapa sin provocar escándalos, recibió a Pía con moderado afecto y le recordó que, como habían acordado en el contrato, no podía llevar gente al apartamento: ni amigas, novios o amantes, ni tan siquiera familiares. Hizo una excepción: si vienen tus padres, pueden pasar un momento, pero no quedarse a dormir. Pía aceptó de buena gana. No tenía novios ni amantes, no tenía planes de enamorarse, quería una vida tranquila.
El infierno comenzó desde la primera noche.
Rita llevó a un hombre al apartamento, se encerraron en su habitación y se entregaron a una sesión de sexo prolongada y tremendamente ruidosa. Como la habitación de Rita era vecina a la de Pía, apenas una pared dividiéndolas, el escándalo que montaron los amantes perturbó a Pía, le impidió dormir y la tuvo casi dos horas escuchando los jadeos, los gritos, las súplicas calenturientas, el estrépito del colchón, los golpes de la cama contra la pared, los ruegos salpicados de lascivia, el júbilo orgásmico, las risas posteriores. Pía quiso ponerse unos audífonos para mitigar el fragor de los amantes o aislarse de él, pero no los encontró; por lo visto los había perdido. Decidió ser comprensiva y no quejarse. No quería quedar como una mojigata ante Rita. No quería parecer una puritana o una reprimida. Con suerte, mañana dormiré mejor, se dijo.
Pero no fue así. Las cosas no mejoraron. Muy a su pesar, empeoraron.
Porque la noche siguiente Rita llevó a otro hombre al apartamento. Saludaron a Pía, tomaron un par de cervezas, vieron las noticias en televisión, Rita maldijo al Rey de España y enseguida se encerró con su amante. Pía pensó que el amante era atractivo, bien parecido. Podría acostarme con él, malició. Qué éxito tiene Rita con los hombres, pensó. Luego se echó en su cama y escuchó los ruidos animales, bestiales, de la cópula, el dominio o la rendición de los amantes, los brotes de pasión en el exuberante jardín de la lujuria. Pía llevaba semanas sin acostarse con un hombre. Lo había hecho en Londres con un amigo de la universidad y ahora lo echaba de menos. Pero escuchar los gritos de Rita, sus gemidos y jadeos, sus fricciones y temblores, no solo no la excitaba ni la predisponía al sexo, sino que la irritaba, la enfurecía, quizás hasta la humillaba. Sentía que Rita era francamente vulgar, indelicada e irrespetuosa con ella. Cómo puede gritar así, si sabe que estoy al lado, escuchándolo todo, pensaba. Entretanto, Rita gritaba sin pudores, sin inhibiciones, como si fuese la última fornicación de su vida:
-¡Dámelo todo! ¡Dámelo todo!
Harta de escuchar el frenesí vocinglero de los amantes, Pía salió a caminar y pasó frío. Cuando regresó, ya el amante se había marchado y Rita dormía.
De pronto, sintió que comenzaba a odiar a Rita.
Unos días después, a eso de las tres de la tarde, Pía estaba perdiendo el tiempo en su tableta, hablando con amigas, haciéndose bromas, mandándose fotos, cuando sintió que Rita regresaba al apartamento en compañía de un hombre. Se asomó, los saludó, confirmó que era otro hombre, uno distinto, no el primero ni el segundo, y que ese muchacho barbudo y espigado tenía a su lado a un perro chihuahua. Sin perder el tiempo, Rita y su acompañante pasaron a la habitación y comenzaron a follar a los gritos, mientras el chihuahua, que se había quedado afuera, en la sala, ladraba histéricamente, víctima de un ataque de celos, queriendo entrar al cuarto donde copulaba su dueño. Pía pensó: no lo puedo creer, en apenas una semana Rita ha metido a tres hombres distintos a esta casa, y ahora está cogiendo con un tipo a las tres de la tarde, y no solo tengo que aguantarme el escándalo que hacen, también tengo que soportar al maldito chihuahua. Esto no puede seguir así, se dijo. Tengo que quejarme. Mientras tanto, Rita gritaba:
-¡Dámelo todo! ¡Dámelo todo!
Pía pensó: no hay duda, tengo una mala suerte increíble, he venido a vivir a la casa de una ninfómana.
Cuando el amante de turno se marchó con su mascota, Pía perdió la paciencia y le dijo a Rita que no aguantaba más aquel festival de ruidos eróticos y quería irse a vivir a otra parte. Le pidió que le devolviese el dinero que había pagado por adelantado. Rita se disculpó y prometió que en adelante no sería tan ruidosa. No prometió, sin embargo, que dejaría de llevar hombres a la casa.
-Me gustan mucho los hombres -dijo-. Soy adicta a los hombres.
Pía pensó: Rita no es una mujer vulgar, es inteligente, es refinada, le gusta leer, le gusta ver películas y series, le interesa la política, pero cuando se entrega a un hombre se convierte en una mujer vulgar, grita como una ordinaria.
Un par de noches después, Pía se encontraba durmiendo cuando los ruidos de Rita y su amante la despertaron. De nuevo, se sintió violentada, humillada. No se calentó, no los envidió, no pensó en tocarse, afiebrada por ellos. Al contrario, los odió, odió a Rita en particular. Cuando terminaron y el tipo se marchó, Pía ejecutó su venganza: abrió una página de pornografía en su tableta, eligió a una pareja española y subió el volumen al máximo. No fue un exabrupto ni una improvisación: ya había tramado aquella venganza, la de someter a Rita a los ruidos más o menos procaces de la pornografía, y por eso eligió con cuidado a una pareja española que, mientras cogía a lo bestia, gritaba las cosas más desaforadas y libidinosas. A los pocos minutos, Rita golpeó la puerta y entró. Pensó que Pía estaba teniendo sexo con alguien. Se sorprendió de ver que estaba sola, viendo pornografía. Le exigió que bajase el volumen. Pía le respondió:
-Nuestro contrato no me prohíbe ver pornografía.
Rita preguntó:
-¿Pero no puedes verla con audífonos?
-No tengo audífonos -dijo Pía-. Los he perdido.
Al día siguiente, Rita le regaló a Pía unos audífonos que ella había dejado de usar. Pía se los devolvió. Volvió a quejarse:
-No puedo quedarme acá. Quiero irme. Por favor, devuélveme mi dinero.
Rita se negó y dijo que estaba en todo su derecho de llevar amantes al apartamento y ser todo lo gritona que le diera la gana. Fue la declaratoria oficial de guerra. Rita dijo que no le devolvería el dinero y seguiría cogiendo con estridencia. Pía dijo que pondría pornografía chillona a cualquier hora.
La tensión entre ambas escaló, el aire se volvió enrarecido, irrespirable, Pía siguió escuchando pornografía salpicada de pirotecnia verbal no porque le apeteciera, sino para mortificar a su vecina, quien continuó llevando amantes más o menos chulos, gamberros o bulliciosos, a los que, en los momentos de máxima tensión erótica, espoleaba a los gritos de:
-¡Dámelo todo! ¡Dámelo todo!
Una noche, buscando videos aficionados de parejas españolas -más concretamente catalanas-Pía se llevó una de las más grandes sorpresas de su vida: la mujer del video parecía ser Rita, era Rita, sin duda era Rita, y la habitación donde transcurría la refriega erótica o el intercambio de secreciones parecía ser la de Rita, era la de Rita, sin duda era la de Rita. No puede ser, pensó Pía. He venido a vivir a la casa de una actriz porno, se maravilló. Qué mala suerte tengo, se lamentó.
No pudo guardar el secreto. Al día siguiente, a media tarde, invitó a Rita a tomar unas cervezas en el bar de la esquina. Con toda delicadeza, le mostró su hallazgo, el video pornográfico de la mujer que, a no dudarlo, era ella, Rita. Para su sorpresa, Rita no se sonrojó, no se ruborizó, no pareció atacada por el pudor ni por la culpa.
-Sí, soy yo -dijo-. Qué curioso que me encontraste.
Pía se sorprendió de estar mirando a Rita con desusado cariño. De pronto, había dejado de parecerle odiosa y refulgía ante sus ojos como una mujer moderna, libre, desprejuiciada.
-Es mi trabajo -dijo Rita-. Hago porno. Grabo vídeos en mi casa. Los vendo a una página de vídeos amateurs.
Sorprendentemente para Pía, Rita no parecía una actriz porno: no tenía un cuerpo exagerado ni ubérrimo, no se vestía de un modo llamativo, era refinada y hasta sensible, pasaba como una chica inteligente que lo mismo podía hablar de política que de cine.
-¿Te pagan bien? -preguntó Pía, de pronto ardiendo de curiosidad.
-Cinco mil euros por vídeo -respondió Rita-. Hago un vídeo por semana. Grabo dos o tres por semana, pero solo vendo el mejor, el que más me gusta.
Pía preguntó cómo conseguía a sus amantes.
-Los escoge la empresa -dijo Rita-. Yo solo tengo que aprobarlos, viendo sus fotos.
Tras una pausa reflexiva, Pía preguntó:
-Pero si ganas tanto dinero, ¿por qué me alquilaste la habitación?
Rita la miró a los ojos con genuina simpatía y le dijo:
-Porque a veces me siento sola.
Luego añadió, y no pareció que bromeaba:
-Y porque me gusta hacer tríos.
-¿Tríos? -dio un respingo Pía.
-Sí -dijo Rita-. ¿Te gustaría?
Crédito: La Nación
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