La monja atea
Después de doce años recluida en un convento carmelita como monja de clausura, Delfina del Mar despertó súbitamente una madrugada, temblando de frío, con la inquietante certeza de que Dios no existía. Estoy perdiendo mi tiempo en este convento que parece una prisión, pensó. Estoy malgastando mi vida rezándole a un Dios que no me escucha, se dijo. Debo escapar de este convento, se atrevió a soñar. Debo ser libre, atea, feliz.
Pero no era fácil escapar de ese convento perdido en los Andes. Delfina había hecho votos perpetuos, había jurado ser monja de clausura hasta el último de sus días. Apenas tenía treinta y cinco años. Se sentía atrapada, angustiada, prisionera. Tenía que huir. Tenía que ser libre. ¿Cómo escapar, cómo decirles a las monjas superioras que se había vuelto atea? No parecía un asunto sencillo. Parecía un milagro. Y Delfina ya no creía en milagros.
De niña había sido bailarina, actriz dramática, pero, sobre todo, lectora, lectora infatigable, lectora de novelas de aventuras. Sus padres tenían mucho dinero, vivían en una casa muy grande, en los suburbios. Como Delfina era una niña que parecía habitar gozosamente en las nubes, que parecía levitar, suspenderse en el aire por encima de los demás, sus padres le hicieron una casita de madera arriba de un árbol. Solo ella, Delfina, no su hermana menor, Cristina, podía subir a la casita del árbol. Allí escuchaba música, cantaba, escribía poemas y hablaba con Dios. Porque desde muy temprana edad, azuzada por su madre, Delfina había revelado una profunda devoción religiosa, al punto que, cuando rezaba, entraba en un trance tan trémulo y fervoroso que acababa llorando, condolida por todos los males y las injusticias de este mundo. Ya entonces, conmovida por la fe quemante de Delfina, su madre sembró en ella la idea, o la incierta quimera, de que su destino era acaso el de sellar una unión eterna con Dios. Niña buena y fantasiosa, pía y soñadora, Delfina del Mar hizo suya esa quimera.
Sin embargo, tuvo tres novios breves en la universidad católica, donde estudió literatura y se graduó con honores, habiendo publicado dos poemarios preciosos sobre el mar y las nubes en la editorial de aquella casa de estudios. Al primero, un hablantín, estudiante deslenguado de leyes, lo dejó porque lo pillaron plagiando unos enrevesados textos académicos que simuló haber escrito él mismo, para darse ínfulas de intelectual. Al segundo, borrachín, poeta herido de melancolía, bailarín de salsa y ritmos aun peores, lo dejó porque descubrió que se iba de putas, después de bailar con ella. Pero el tercero fue el gran amor contrariado de su vida, y no fue ella quien lo dejó, fue él quien se enamoró de otra jovencita en la universidad. Era el hijo de un periodista prominente, dueño de una revista, un muchacho guapo, risueño, espabilado, y Delfina estaba segura de que se casarían, tendrían hijos y serían felices, pero él se fue con otra chica y la dejó desolada. Tal vez en ese momento Delfina del Mar recordó que su novio eterno, fiel en las buenas y las malas, era Dios, que Dios nunca la engañaría ni se iría de putas ni la dejaría despechada. Quizás entonces, sumida en una profunda tristeza, decidió que sería novicia y luego monja, con apenas veintidós años. Era virgen, por supuesto era virgen, no había querido entregar su virginidad al charlatán, ni al borrachín, ni al gran amor contrariado de su vida: siendo tan religiosa, pensaba que debía casarse antes de consumar el acto sexual. Pero ahora ya no quería casarse ni acostarse con un hombre, ahora quería ser monja, recluirse y torturarse en un convento y rezar infatigablemente el resto de su vida.
Sin decirles nada a sus padres y su hermana, se despidió de su gata, compró un asiento en un ómnibus de pasajeros y viajó doce horas por tierra al sur, a los Andes, al corazón de la nada misma. Era joven, bella, bellísima, la mujer más hermosa que jamás hubiera tocado las puertas de ese convento de monjas carmelitas. Podía parecer una actriz de cine, o una modelo, o una cantante famosa, turbada por el éxito, lisiada por la fama. Escapaba de tres malos amores, pero, sobre todo, de un mundo áspero y desalmado en el que sentía que no calzaba, no encajaba. Era una soñadora, una poeta, una nefelibata, la niña que vivía en su casita del árbol, y no quería vivir una vida chata, ordinaria, vulgar, trabajando, sudando miserias, pagando cuentas, adorando al dios pagano del dinero, obligándose a las duplicidades de la cortesía para sobrevivir en ese mundo que no era el suyo. Delfina del Mar era una mujer honesta, auténtica, y quería honesta y auténticamente ser nadie, solo un espíritu, un alma rezando, rezando, rezando, siempre rezando por los buenos y también por los malos, ajena a las tentaciones de la vanidad y la codicia. No tenía dudas sobre su futuro: quería pasar el resto de su vida en ese convento de monjas carmelitas.
Cuando sus padres, militantes y benefactores de una cofradía religiosa, el Opus Dei, se enteraron de que Delfina había entrado como novicia en ese convento carmelita, lloraron de emoción, dieron gracias a Dios y pensaron que la Divina Providencia había obrado un milagro. Cristina, la hermana menor, pensó que Delfina se había vuelto loca, o que siempre había estado loca y ahora había potenciado esa locura al infinito. Cristina tenía un novio calenturiento, follaban como conejos, y además era cleptómana, hurtaba todo cuanto podía, de modo que no tenía una vida demasiado espiritual. Para las madres superioras del convento, la llegada de Delfina fue también un milagro, o algo parecido, porque pasaban penurias económicas y se alimentaban a duras penas de las hortalizas que cultivaban en el huerto y los huevos que daban las gallinas, pero, a partir de la aparición de esa novicia angelical, hermosísima, caída del cielo, empezaron a llegar todos los meses, sin falta, unas cajas que enviaban los padres de Delfina, en calidad de encomiendas o donaciones, con toda clase de manjares y exquisiteces, y también con sobres de dinero en efectivo, lo que trajo como consecuencia que las monjitas engordasen notoriamente y empezasen a ahorrar, guardando los billetes en los pliegues de sus calzones y sostenes, y a menudo riñendo entre ellas y enemistándose porque las superioras no repartían equitativamente el dinero y se quedaban con una parte leonina de él.
Delfina del Mar fue novicia un año y luego, tendida en el suelo, bajo una lluvia de flores arrojada por las monjas sobrealimentadas, juró votos perpetuos de castidad y fidelidad como monja de clausura. Sus padres la visitaban tres veces al año. No era fácil llegar al convento, había que manejar dos días por rutas y senderos polvorientos, altamente peligrosos. Una vez que llegaban exhaustos al convento, no podían tocar a su hija, abrazarla ni besarla, solo la veían a través de una rejilla, y apenas media hora. Estaban tan orgullosos de ella que pensaban que era una santa y obraba milagros. De hecho, su padre, un banquero poderoso, consideraba un auténtico milagro que, durante tantos años, no lo hubiesen pillado por evadir sistemáticamente los pagos de impuestos a las ganancias y al patrimonio, y por esquilmar cada tanto a los ahorristas desavisados. También atribuía a la santidad milagrosa de su hija, la monja, que su amada esposa no supiera, ni tan siquiera sospechase, que él tenía dos novias furtivas: su secretaria jovencita y su entrenadora del gimnasio. Por su parte, la madre de Delfina aseguraba a sus amigas de la cofradía religiosa, el Opus Dei, que ella, su hija pía, ahora llamada Sor Juana Inés, tal fue el nombre que eligió de monja de clausura, le había curado el estreñimiento crónico, pues ahora evacuaba el vientre como un volcán en erupción, y la miopía, porque de pronto podía leer los textos de San Josemaría Escrivá de Balaguer sin ayuda de gafas ni lupas.
Uno de los novios de la monja, el borrachín, el bailarín afiebrado, el putañero sin remedio, seguía enamorado de ella: le enviaba cartas lujuriosas al convento, con dibujos de las posturas eróticas a las que deseaba rebajar a Sor Juana Inés, misivas que no tenían respuesta por parte de su amada; viajaba hasta las montañas donde se hallaba confinada Delfina y trataba de verla a través de la rejilla, pero la monja se negaba a recibirlo, a charlar con él, temerosa de que pudiera sentir un ramalazo de deseo tardío; y, como no lo dejaban hablar con Delfina, montaba una carpa en las afueras del convento y pasaba las noches tomando ron barato, declamando a gritos poemas de amor para Delfina y cantando serenatas para ella, su novia esquiva. Tanto incordiaba el poeta y cantor despechado a las monjas rollizas y a la azorada Delfina del Mar, que la madre superiora, una asturiana gorda, con un bozo que parecía un bigote, el aliento macerado a cebolla, salió una noche del convento, rompiendo sus votos, y atacó a bastonazos al indeseado visitante. Desde entonces, el poeta no volvió más, no siguió escribiendo cartas con dibujos obscenos, pensó que Delfina ya nunca sería suya.
Pasaron los años. Las monjas recibían cajas con regalos espléndidos todos los meses. Delfina del Mar consagró sus mejores horas a rezar, a flagelarse, a cultivar el huerto, a limpiar los baños del convento, a humillarse en loor de su Dios y sus superioras rechonchas. Los padres de Delfina atribuían cualquier hecho favorable o positivo a la milagrosa santidad de Sor Juana Inés. Hasta que la monja de clausura despertó súbitamente una madrugada, temblando de frío, con la inquietante certeza de que Dios no existía.
Delfina del Mar trazó entonces un plan para escapar del convento. Le escribió una carta a su hermana Cristina. Le rogó que hablase a solas con el poeta borrachín y putañero. Le imploró que todo fuese en secreto, a escondidas de sus padres, quienes no debían enterarse de nada. Le pidió que le entregase una nota al poeta. En esa nota le decía al poeta que fuese a rescatarla tal día, a tal hora. Como el poeta era ateo y la amaba, Delfina sabía que podía contar con él. Cristina cumplió el encargo con ilusión: echaba de menos a su hermana, no le gustaba ir a visitarla hasta el fin del mundo. Al leer la nota desesperada, el poeta renació de una profunda depresión. Comprendió que salvar a su amada Delfina era la gran misión de su vida, la aventura más formidable y heroica que podía acometer. Achispado, alicorado, recitando poemas desgarrados de amor, llegó puntualmente a las afueras del convento, tal como Delfina le había rogado. Para escapar, Delfina esperó a que todas las monjas y novicias durmiesen, trepó unos árboles, saltó el muro del convento y corrió a los brazos del poeta. Para su sorpresa, él la besó en los labios y la subió a una moto que había comprado en la ciudad. Vestida con un hábito marrón, el pelo revuelto por el viento, Delfina del Mar, la monja atea, subió a la moto, abrazó al poeta y escapó del convento, de las monjas, de la fe, de las servidumbres religiosas.
Viajaron tres días con sus noches en moto, parando a descansar en moteles de carretera, donde Delfina perdió gozosamente su virginidad y volvió a bañarse en agua caliente, tras doce años duchándose con un hilito de agua helada, y a dormir sobre un colchón, después de tantos años durmiendo malamente sobre un camastro de madera, un lecho desprovisto de toda comodidad. Llegando a la ciudad, Delfina hizo acopio de valor para presentarse en casa de sus padres. Todavía vestida de monja, porque no tenía ropas de civil, les dijo que ya no quería ser monja, que se había vuelto atea y se iría a vivir con el poeta borrachín y putañero. Su madre se desmayó. Su padre salió a darle una paliza al poeta, pero este huyó en su moto, haciendo una bullaranga estrepitosa, pues la moto tenía el tubo de escape averiado.
Resignado a los hechos consumados, el padre de Delfina, hombre de negocios con un sentido práctico de las cosas, les compró una casa en una playa muy al norte, a una hora en avión desde la ciudad. Delfina se dedicó a escribir poemas, pero nunca más quiso publicarlos. El poeta pintaba cuadros y escribía poesía como un poseso, un demente. Fumaban marihuana por la mañana, por la tarde y por la noche. Tuvieron dos hijos que no fueron al colegio y crecieron arrullados por la sabiduría del mar. Fueron todos muy felices, gracias a la generosidad del señor del Mar, que todos los meses les enviaba cajas o encomiendas con grandes regalos y dinero en efectivo, al tiempo que, para no romper una costumbre noble, continuaba enviando cajas o encomiendas a las monjas carmelitas que tanto extrañaban a la bella Delfina.
Una tarde, bañándose en el mar, despreocupada, risueña, Delfina fue arrastrada por una corriente pérfida y estuvo a punto de morir ahogada. La salvó su hijo mayor, corredor de olas en tabla hawaiana. Tendida sobre la arena, respirando a duras penas, Delfina del Mar dio gracias a Dios y, al hacerlo, descubrió que, a su manera, seguía creyendo en Dios.
Crédito: Infobae
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