MEMORIAS INFANTILES
Por Andrés Volpe
@AndresVolpe
La única patria que tiene el hombre es su infancia.
Rainer María Rilke (1875-1926)
Incomprensible lo que puede esconder una lata de pirulines cuando se mezcla con el piano de Nina Simone y unas líneas de Cortázar. Es el universo reunido en un momento breve para explicar que lo sublime se esconde entre líneas con sabor a infancia irrecobrable. No importa, irrecobrable o no, la verdad es que, de lo que no podemos volver a tener, entendemos que nuestras rodillas no se rasparán más contra la grama del jardín de nuestros abuelos. La adultez trae un manual en el cual explícitamente se prohíbe rasparse las rodillas o mancharse la camisa con un helado chorreante que se disculpa contra el verano.
Es verdad, Nina Simone es un gusto adquirido con la paciencia que viene luego de aceptar que la vida se disfruta más cuando uno se recuesta en los minutos y les acaricia la cola y les hace cosquillas en la barriga. Así vamos, aprender y aprender que Cortázar era un cronopio que se echaba ceniza en la cabeza. Los lustradores de zapatos en el zócalo de Veracruz y mi deseo que se extiende hasta Montmartre para escuchar como habrían descrito las palabras de Julio a Caracas.
Yo me quedaré con la duda de cómo habrían sido las calles de Caracas si las hubiera pisado Horacia Oliveira en busca de la Maga. Aquella síntesis que mi ciudad nunca ha tenido. Es que Cortázar tenía que ser argentino y escribir de Buenos Aires, porque allá las cosas se deslizan entre los Borges y los muchos. Ya, hago bastardos a miles de escritores venezolanos que han llenado de tinta las memorias y de cal las heridas que se reabren cada vez que se piensa en el Ávila y en los Salvador Garmendia que no son uno solo, sino un ejército de Salvadores que se amontonan en la Francisco Fajardo corriendo con pies descalzos mientras gritan ¡Qué nalgas, qué nalgas, qué nalgas! Así que más seguro es hablar del piano de Nina para no irritar a Cabrujas mientras bate el whisky con bigotes misteriosos.
En realidad, mejor seguir hablando de las rodillas raspadas y de los raspaditos con leche condensada a la salida del colegio. Uno se acomodaba con tres capitas de leche condensada metidas entre demasiado hielo. Aquello nos costaba menos de quinientos bolos. La nostalgia de pensar que el mundo solo valía tanto como el billete que teníamos en la mano. La ingenuidad se extendía mucho más allá hacia muchos otros campos de nuestras profundas vidas.
Los sermones de los curas empeñados en enseñarnos mucha moral que al final se esfumaría entre las faldas de las niñas al llegar la pubertad y las hormonas y los besos en los rincones olvidados de las fiestas. Cuántas guerras, señores míos, se perdieron y ganaron en aquellas épocas. Supongo que la belleza se sentó en nuestras piernas y nosotros hicimos de ella lo que la brutalidad del alcohol adolescente suele hacer a la inocencia de los que descubren que el helado se derrite más rápido de lo que alcanzamos a comerlo.
Es que la pérdida de la inocencia también es un gusto adquirido que sólo se aprende al perder el sabor en la lengua. Pero la política y entender lo que significa el nombre Chávez para los que extinguieron su adolescencia en los años de revolución es otra pérdida de inocencia que pocos entienden. Es tan amplia la pérdida que no se acaba por describirla nunca. Por eso, mejor hablar de la toma de consciencia para ser más positivos y no decir lo menos. De perder, hemos perdido poco comparado con todo lo que ha perdido el país. Momentos que no se recobrarán jamás. Pero el país está hecho de momentos que no se recobrarán jamás. Solo hace falta ver la tinta de la historia para comprender que cuando Gómez se perdió mucho más con el petróleo y por fin ejército nacional. Aunque lanzando el verbo un poco más atrás, la Guerra Federal aún puede sentirse con los dedos si se toca la página del libro con suficiente cuidado y Guzmán Blanco y sus estatuas y su sueño por París. Saco de locos federales, liberales, conservadores, comunistas y socialdemócratas. Todo eso debe saberlo uno desde la primaria donde nos educan para ser míticos, porque el padre Bolívar es mítico y sus compañeritos de fusil también. Aquí todo hombre es mítico, para no hablar del más reciente.
Quizás por eso nos cueste entender que somos un país real, tan real como todos los demás. Siempre hay que hablar de política, aunque se comience hablando de la infancia bajo los curas católicos de Caracas, porque de eso se trata ser venezolano. La política para el venezolano es aquella bestia asquerosa que nos persigue por un laberinto y nos obliga a tomar caminos equivocados y nos llenamos los pies de barro y caemos y volvemos a levantar para encontrar a la bestia ahí riendo, porque nos da una chupeta diciendo que todo era una broma y nos dice: “toma vota por mi” y uno va y vota por ella, y así empieza la corredera de nuevo por el laberinto y los pies de barro y la chupeta.
Algunos lo llaman populismo, clientelismo, pero es solo un masoquismo bello de esos que llevan a algunos a orgasmos contenidos por la pena y la vergüenza. Así que siempre hay que hablar de política, porque está siempre presente, omnipresente como Dios que nos ve desde el cielo como cualquier Estado policía que vela por el bien común de todos sus ciudadanos mansitos como rebaño. Ya ven, yo solo quería hablar de los helados que se derriten demasiado rápido y de lo sabroso que son los pirulines mientras se lee a Cortázar y se escucha a Nina Simone.
Yo quería hablar de cuando estudiaba por San Román y de mi nostalgia por Caracas y de cuando podía comprar lo que quería con solo quinientos bolos. Yo quería hablar de la única patria que tiene el hombre. No obstante, terminé insultando a unos cuantos, particularmente al fundador de la república, y a los revolucionarios que ahora nos gobiernan y nos gobernaron, porque aquí ninguno es ni fue de estimar. ¡Ya qué más da! Habrá que ir al pozo, porque aquí todo se arregla con ir al pozo negro donde ocurren los milagros y las mentiras se convierten en verdad y los comunistas en humanistas y los ignorantes en sabios. Quizás yo pueda ir al pozo para encontrar de nuevo mi infancia sin tener que hablar de la política. Quizás yo pueda ir al pozo para encontrar de nuevo al país que se perdió cuando se inventó un nuevo vocabulario político alrededor de un nombre.
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