La parte maldita y la esperanza perdida
Suramérica, ese enorme territorio que alberga por lo menos 13 naciones y unas cuantas Dependencias de Ultramar pertenecientes a otros países —sus antiguos colonos— es, sin duda, la parte maldita del continente que conocemos bajo el nombre de «América»; o, para algunos, de «Las Américas», ya que en el Norte las cosas han sido siempre muy distintas.
Esta parte es «maldita» en varios sentidos, pero sobre todo en el más literal de ellos. Como es sabido, maledictus es aquello que, según la etimología misma de la palabra latina de la que se deriva el correspondiente adjetivo castellano, está «mal dicho» o es un «decir malo». Por esta razón una «maldición» es una especie de conjuro u oscuro presagio que se arroja sobre alguien a quien deseamos cosas negativas. No obstante, una mala dicción, es decir, un empleo desacertado de los términos, también es una clase de «maldición». Ambos casos se aplican por igual al «ser latinoamericano», si es que existe algo semejante. Y he aquí el inicio del conjunto de maldiciones y malas dicciones que azotan a esta parte del continente, de la cual afirmó Bolívar poco antes de morir —en su carta al General Juan José Flores, el 9 de noviembre de 1830— que no había otra alternativa que huir lo más pronto posible. A saber, todo comienza por el hecho de que no somos latinoamericanos, pues también hay un «gigante» en esta parte maldita que, a diferencia del resto, habla portugués; y porque nosotros, por otro lado, no hablamos latín. La prístina mácula que tiene «Latinoamérica» se halla ya en su nombre; algo que determina el destino de todo lo nombrado.
Está mal dicho, en consecuencia, aseverar que vivimos en «Latinoamérica». Alguien podría adelantarse en este preciso momento y objetar que, después de todo, mi reproche es tan solo una sutileza «lingüística»; en vista de que, al fin y al cabo, el castellano que hablamos se deriva, aunque sea remotamente como un dialecto, del latín. Sin embargo, ojalá todo se redujese a una simple sutileza como esta. Hay algo peor detrás de nuestro ser: somos hispanoamericanos, y esa es nuestra carga. En contraste con las colonias del Norte, nosotros arrastramos la tara de haber pertenecido a una Corona que poco se ocupó de estas tierras, que entorpeció el desarrollo de las actividades económicas con toda una estructura estatista llena de corrupción, entre alcabalas, pajes y peajes, y que, además, nos legó una ética —a diferencia de la protestante— para la cual acumular riqueza resulta algo «condenable»; o, por lo menos, no muy bien visto. Nuestra América, como ya ponía de relieve el ilustre venezolano Carlos Rangel en la Introducción de su libro Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario, es española y no latina. Primera maldición.
Ahora bien, no todo lo que heredamos de España fue malo, obviamente. Si no hubiera sido por esos hombres que se adentraron en un paisaje tan variopinto, y a veces hostil, ni siquiera estuviese escribiendo con estas palabras. Recibimos de ese reino su lengua y, con ella, toda la riqueza y los valores de la cultura occidental. Esto no significa, sin embargo, que los anteriores pobladores de estas tierras no tuviesen previamente cómo comunicarse entre ellos hasta la llegada de los conquistadores españoles; pero en sus respectivas lenguas no fue compuesto, por mencionar un par de ejemplos, El Quijote o El Cantar de mio Cid…
La segunda gran maldición que pesa sobre la América española es el socialismo. Otra importación de cuño europeo y que tantas penurias y miseria ha traído al mundo y, en particular, a este lado de él. Es en este punto donde viene al caso toda esta cháchara que, a estas alturas, ya el lector estará preguntándose su razón de ser.
Justo mientras escribo estas palabras ha llegado a su culmen en Chile un ciclo iniciado hace exactamente un año, el cual, sin duda alguna, será el principio del fin de la última esperanza de esta parte maldita. Como extranjero en tierras extrañas, es casi una falta de modestia y una imprudencia hablar de los asuntos internos y de la política de un país que ni por ius sanguinis, ni ius soli, me pertenece. No obstante, como «ciudadano del mundo», es decir, en tanto cosmopolita, y, además, también en calidad de víctima de las mismas maldiciones aludidas (al igual que los demás hispanoamericanos), me atreveré a tal impertinencia.
El ciclo que antes mencionaba ha recibido varios nombres: «el estallido social», «Chile despertó» e, incluso, el más peligroso de todos, «la revolución» (que, según algunas consignas escritas en las paredes de Santiago, «será feminista, o no será»). Recuerdo claramente cuando todo esto aconteció, el 18 de octubre de 2019: ese día, en el transcurso de la mañana, alrededor de las 10:00 h, me dirigí a una clínica a realizarme una serie de operaciones de emergencia (sí, un inmigrante con pocos años en el país supuestamente «más desigual» de Hispanoamérica, accediendo a un servicio de salud privado, uno que tanto ha sido demonizado por su «inalcanzabilidad»); hasta allí, todo marchaba bien. Me encontraba en un país que las estadísticas internacionales preveían que tendría un crecimiento sostenido —como venía ocurriendo por lo menos desde las dos últimas décadas— y que, de seguir así, podría posicionarse a mediados del 2025–2030 entre los países del Primer Mundo. ¡Imagínense! ¡Un país de Hispanoamérica ascendería, como si surgiese de los infiernos, a la calidad de vida del Primer Mundo! Todo parecía indicar que Chile, esa pequeña y estrecha franja territorial que a lo largo de toda su historia ha luchado con tantas adversidades, incluyendo sus no tan solidarios vecinos, y que tan escasos recursos posee, exceptuando quizás el cobre, sería la primera nación en «salir» del Tercermundismo…
No obstante, ese mismo día, a eso de las 20:30 h., luego de que los enfermeros me condujeran en camilla desde el quirófano hacia la habitación donde pasaría la noche en la clínica, la primera imagen que veo al encender la televisión es la de casi todas las estaciones del Metro de Santiago incendiadas. En los días posteriores incluso hubo saqueos de comercios y de grandes cadenas de supermercados (sobre todo en búsqueda de artículos de «primera necesidad», como televisores con pantalla de alta definición y teléfonos de gama alta), fue tomada la Plaza Baquedano (otrora dedicada al prócer militar que supo mantener a flote a Chile durante la Guerra del Pacífico), se pintó de múltiples colores la estatua de este último (una acción que se repitió hasta el 18 de octubre de 2020), y también se izó la bandera del pueblo mapuche. Ni siquiera el Estado de Excepción y toque de queda pudo contener la violencia. En los meses siguientes, por si fuera poco —o, para decirlo en buen chileno, «más encima»— llegó el coronavirus.
Hoy, justo un año después, todo es incertidumbre y mal augurio. Como «optimista informado» que soy —por hacerme eco aquí de la sabia definición de un querido profesor argentino y amigo—, es decir, un pesimista, creo que la esperanza está perdida.
La única manera que el presidente Piñera tuvo de medianamente aplacar —pues nunca estuvo en su control— la situación, fue entregando la República, esto es, su Constitución. Prometió un plebiscito para abril del 2020 donde se consultaría a la población si estaba de acuerdo con aprobar o rechazar una reforma de la Carta Magna, bien sea por obra de una colegiatura mixta (de parlamentarios e individuos elegidos por votación), o bien, a través de una «Asamblea Constituyente»; de manera parecida a la implementada por Chávez en Venezuela en 1999–2000. Dicho plebiscito, dada la crisis sanitaria causada por el COVID-19, no pudo realizarse en el mes de abril, postergándose entonces para octubre de 2020.
Ayer se realizó. La victoria del «Apruebo» fue aplastante. Chile se enrumba así hacia un proceso constituyente en el que abundan los ánimos refundacionales. Mientras miles de personas celebraban en la madrugada, en los alrededores de la ahora llamada «Plaza de la Dignidad» (ya que, definitivamente, Baquedano «pasó a la historia», al olvido), sonaba a todo volumen la canción El pueblo unido jamás será vencido de Quilapayún, una banda de música chilena cuyos miembros fueron designados «embajadores culturales» durante el gobierno de Allende…
La esperanza está perdida. Solo queda recordar a Polibio y su extravagante «teoría» de la anaciclocis —seguramente inspirada en la Politeia de Platón—, según la cual, en la medida en que corre el tiempo y su historia, todo régimen político tiende inevitablemente a degenerarse, siguiendo un ciclo que empieza con la monarquía y termina en la oclocracia. Sin embargo, en Hispanoamérica parece que se oscila únicamente entre lo que para Polibio sería la «democracia», por un lado, y, por otro, esta última, la oclocracia. Es decir, entre una forma «buena» de gobierno no despótica ni autoritaria, donde prima el Estado de Derecho y gobierna la ley (cosa que, vale recordarlo, es una conquista del pensamiento liberal), y la «tiranía de la mayoría», que en última instancia se convierte en simple tiranía, cuando surge el caudillo, el «comandante» o el «cacique supremo».
Pero no solo la política, también la historia en esta parte maldita del continente es una especie de «anaciclosis». Tomemos el caso de Chile, una vez más, como muestra. En el siglo XVI, Santiago fue quemada durante la Guerra del Arauco prácticamente en su totalidad, cuando apenas se había fundado como ciudad. Cinco siglos después, en el XXI, siendo ya una república independiente, es incendiada nuevamente; y todo pareciera indicar que esto fue hecho por la misma gente…
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