El tesoro de Bolívar
Al enterarse sobre el asunto de los baúles y su contenido pidió le fuesen presentados para inventariar el botín. Labor que lo entretuvo mientras yacía tendido en el catre de una mansión valenciana, reposando convaleciente a causa del lanzazo recibido en la batalla de La Puerta.
El tormento de su herida se alivió súbitamente con el chirrido de las bisagras abriendo la tapa de los cofres. El brillo dorado de su interior lo hechizó sin contener piezas de oro, el hallazgo era invaluable, mas pesado que un galeón cargado de piedras preciosas. Se trataba de los efectos personales del fulano Simón Bolívar, incluyendo vestimenta, documentos, piezas cartográficas y correspondencia.
Durante dos meses dedicó su tiempo a estudiar pliegos, repasando cada uno de los mapas trazados con la pluma de su adversario, planos dibujando vías con flechas, contingentes con círculos, urbes con cruces. Se recreó de modo grato leyendo sus correos, meditando cada palabra, punto y coma en sus párrafos, para ver por dónde podía agarrarlo. La victoria en La Puerta brindó el milagro del hallazgo de los cofres que le permitieron a Morillo delinear por primera vez un perfil a la sombra de su oponente, bosquejar los primeros trazos el espectro que perseguía.
En el diario por fin pudo escuchar su voz en manifiestos, o copias de sus cartas y respuestas, interpretar garabatos adornando planos para identificar el movimiento de los suyos. El tesoro permitió al General ir conociendo poco a poco al fantasma, comenzando por las ideas, su manera de pensar. Con el paso de las páginas fue matizando un cuadro exhibiendo rasgos humanos, mostrando tintes que le permitieron ir conociendo a quien se convertiría en su enemigo íntimo. Quizás el único y verdadero que tuvo en la vida.
Entre los legajos encontró copias de proclamas dirigidas a los pueblos del interior que apoyaban la causa del rey; un ejemplar de la ley marcial publicada con su rúbrica a finales de febrero, referente al reclutamiento de los varones entre la edad de catorce y sesenta años; diversas comunicaciones con autoridades de las colonias británicas del Caribe, en las cuales bien se reflejaba disposición del gobierno de Su Majestad, George III, a favor de la causa emancipadora de las provincias españolas en América; además de cuantiosa información dirigida o remitida por agentes afectos a la causa de los insidiosos en Londres y Washington. Suficiente material para escribir una novela, diría cualquiera.
Invirtió su tiempo de aburrimiento examinando cronológicamente los documentos y formulando conclusiones. A Zenteno, ministro de guerra en Madrid, tan solo le llegó un resumen de la información, para que pudiese la corona entender el monstruo desconocido cuya existencia fue encomendado a destruir, avisando de modo tácito el afán de proceder con sus ya criticados métodos en España utilizados para sofocar insurrecciones en América. Planeaba tomar acciones drásticas, mucho peores a las empleadas en Cartagena. Era la única manera de sofocar la rebelión.
Inspeccionar el contenido de aquellos cajones por fin le brindó un respiro, haciéndolo sonreír por primera vez en mucho tiempo. Apenas comenzaba el trayecto de enclaustrarse en la cabeza de quien, a partir de aquel momento, se convertiría en el personaje más importante de su vida como hombre de guerra.
La oportunidad de otear el trazo de su letra y rúbrica, leer sus pensamientos, aprender por dónde iba y venía, descifrar el próximo movimiento a ejecutar, se tornó en el único ejercicio capaz de aplacar el dolor corporal y calmar preocupaciones durante su periodo de sanación. Se divirtió en exceso, la risa le provocaba dolores por todo el cuerpo, haciendo de algún modo agridulce su largo periodo de recuperación. La lectura de esas páginas consiguió saciar el ansia de poder topárselo frente a frente en el campo, despertando la intriga de quién de los conquistaría más rápido la carrera cuyo final queda grabado en una lápida con epitafio. Se juró a si mismo vencer a Bolívar o fallecer en el intento, no lo respetaría hasta que le demostrará que podía ganarle una batalla.
Para Morillo cada minuto sin cabalgar otra legua en búsqueda de Bolívar lo fue haciendo dueño de piezas de información detalladas que lo ayudaron a construir una estrategia para derrotarlo. Apetecía devolverle la cortesía y delicadeza de ofrecerle indulto mientras “estaba reducido a Calabozo”. Por ello dedicó sus horas de reposo a recopilar todo detalle que pensó relevante en sus notas. Cualquier segundo sin absorber información capaz de nutrir reportes le resultaba tiempo perdido, lapso regalado al enemigo malo, un paso atrás y no al frente.
Todavía no tenían el placer de conocerse en persona, pero ya uno sabía más que el otro sobre el demonio que debía enfrentar a futuro. Gracias al tesoro dejado atrás al huir de La Puerta, surgió la idea de ir a cazar a Bolívar en Rincón de los Toros.
El atentado se llevó a cabo el 17 de abril de 1818.
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