Menos mal que Mercedes no está
Tomo agua con azúcar. Camino. Me doy una ducha corta. Respiro. Trato de calmarme, de deshacerme de esta náusea espantosa que se me ha instalado en el pecho. Vuelvo a respirar.
Tener talento para escribir es una bendición. Y que haya quien lo lea a uno es como un regalo del cielo. Si uno lo hace más o menos bien, habrá lectores a quienes uno logre transmitir emociones, pasiones, ideas. Pienso, luego escribo. Eso se lee en un cartel promocional que me hicieron con ocasión de mi novela «La Mantuana». Pensar. Responsabilizarse. Inseparables.
Me he pasado la vida escribiendo. Cosas que firmo con mi nombre y apellido y cosas que llevan la firma de otros. He matado muchos tigres. He escrito de todo, desde discursos políticos hasta textos de esos folletitos en letras minúsculas que se incluyen en las cajas de medicamentos. Puse mi voz en una innumerable cantidad de grabaciones. Hice radio y he estado en sinfín de entrevistas. Pinté una línea que jamás cruzaría. Nunca haría locución de «hotline» o de producciones pornográficas, jamás escribiría los textos de avisos de prostitución y antes muerta que participar en programas vulgares en los que el prosaísmo sea la marca de fábrica.
No soy, por cierto, para nada pacata. Y tengo, para mi bien, sentido del humor. Y, también, sentido del tino, sentido común y sentido de la elegancia. Detesto lo vulgar y lo escatológico. Me respeto y respeto a mis lectores y escuchas. Si así no fuera, no tendría derecho al espacio que llevo años ocupando en los medios.
Al parecer algunos creen que esto que defiendo es una babosada. Creen tener derecho a decir lo que se les pinte la gana. Y, peor aún, se sienten en el derecho de usar medios y redes para esparcir sus «mensajes» cargados de lenguaje nauseabundo y sórdido.
Nos empecinamos algunos en tener mensaje y lenguaje de altura. Se puede ser duro y tenaz. Sí. Pero nunca con despliegue de insolencia. Hacerlo significa convertirse en un ser primitivo.
Yo comencé en este oficio de escribir y decir cuando los medios tenían controles y autocontroles. El manual de estilo marcaba claramente los límites sin que en modo alguno supusiera censura. Se trata de respeto, de tener clase y dignidad.
Las redes no tienen freno. No hay comité de evaluación previa, no hay jefatura de contenidos. Cada cual monta lo que le viene en gana y lo suelta, así nomás. Solo queda entonces eso que podríamos llamar control posterior, cuando ya la leche está derramada y el pichaque ensució el piso. Eso no es libertad de expresión, eso es permiso y bendición a la depredación social y cultural. Deleznable, vergonzosa, destructiva.
Y, bueno, aquí estoy, asqueada, triste. Ganan aplausos, «likes» y rt’s esos, los que promocionan la degradación, los que se valen de un micrófono y una cámara para ensuciarnos. Y la sociedad los ve, también, a esos mismos, uniendo las palmas e invocando a José Gregorio Hernández.
Respiro. Tomo agua con azúcar. Y pienso en mi amiga Mercedes, con quien tuve el privilegio de sentarnos en tardes amables a tomar un café y hablar de tantas cosas buenas. La extraño, pero me tranquiliza saber que en donde está no llegan las redes y los podcast y las noticias y, entonces, ella no tiene que cargar con el peso infinito de esta vergüenza.
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