Cómo construir un candidato y el avance de la derecha en Europa
Juan Pablo II nos recordaba que la fe, la esperanza y la caridad son la base de la vida cristiana. “Son como tres estrellas que se encienden en el cielo de nuestra vida espiritual para guiarnos hacia Dios”, dijo el Papa polaco en el año 2000. Las estrellas que guían a los políticos al premio más soñado, el de la victoria electoral, son dos. La esperanza y el miedo.
Ganan aquellos que poseen el olfato para evaluar el momento político y saber cual de las dos debe brillar con más intensidad. Ganan, ante todo, aquellos que poseen el don de encandilar a los votantes. Ganan en Europa últimamente los partidos de la derecha, los que mejor entienden que el secreto reside en la sencillez del mensaje y la luz que emiten los candidatos. Entienden las reglas del populismo. Apelan a las emociones. Conectan con el electorado.
Acá en España la izquierda está en el poder, pero por los pelos, y tiembla ante el aplastante triunfo de Isabel Díaz Ayuso del Partido Popular en elecciones madrileñas la semana pasada. En Inglaterra también acaba de haber elecciones, locales y regionales, y tal fue la derrota del partido laborista que se habla ya de que los Tories de Boris Johnson seguirán gobernando diez años más. En Francia el partido de extrema derecha de Marine le Pen, Agrupación Nacional, se perfila como posible ganador de las elecciones presidenciales del año que viene. La tendencia se confirma por casi toda Europa.
Carmen Calvo, la vicepresidenta primera del gobierno español, se lamentó de la victoria de Ayuso en Madrid quejándose de lo que percibió como su frivolidad al proponerse como la alegre defensora del derecho irrenunciable de los madrileños a salir a los restaurantes y los bares cuando les dé la santa gana. «Para un socialista es difícil hablar de cañas (cervezas) y de berberechos,” dijo Calvo. “Estamos acostumbrados a jugárnosla con programas, gestión y trabajo.” Será difícil pero si la izquierda europea quiere volver a ganar elecciones va a tener que dejar las viejas costumbres a un lado y aprender de sus derrotas.
Ayuso supo mezclar la esperanza y el miedo en la justa medida. La esperanza fue aquella que en este momento pandémico los madrileños y todo el mundo anhelamos, ser libres para salir y comer y beber con los amigos. El miedo fue el miedo al “comunismo” que, según ella, representaba el secretario general del partido Podemos, Pablo Iglesias, forzado a abandonar la política tras el fiasco electoral de Madrid.
Como el peronismo, cuya ideología sigue siendo un misterio 75 años después, Ayuso supo conectar con la gente. Lo que entendieron sus asesores es que en una democracia los resultados electorales dependen de manera desmesurada en el talante del líder o, con más frecuencia hoy en día, la líder. Algunos estudiosos de la política considerarán que esta afirmación es simplista, incluso ofensiva. Se entiende. Les resta dignidad. Les gusta creer que su pasatiempo favorito exige un mayor grado de sofisticación analítica. Señalarán, como señaló Carmen Calvo, la importancia de los programas económicos. “Es la economía, estúpido”, dijo James Carville, el asesor de Bill Clinton.
Pero Clinton no ganó dos elecciones porque tenía un programa económico mejor que sus rivales. La enorme mayoría de los votantes no tenía ni idea cuál era su plan económico. Ganó no porque vendió un programa sino porque se vendió a sí mismo. Fue un genio de la política, un brillante seductor de masas. Sus antenas vibraron al ritmo de su época. Entendió que tras el final de la Guerra Fría los votantes querían oír un mensaje optimista; de miedos en este caso, nada. Clinton nació en un pueblo de Arkansas llamado Hope. Hope significa esperanza en castellano. Su consigna ganadora: The Man from Hope.
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Boris Johnson es otro fenómeno de la naturaleza. Ganó primero la alcaldía de Londres, por tradición territorio laborista; luego se coronó primer ministro; y ahora los resultados electorales de la semana pasada lo consolidan en el poder sin rival serio a la vista. Como Clinton, Johnson carga mucho bagaje personal. Escándalos sexuales, rumores de que ha tenido más hijos de los que reconoce. Pero da igual. Supo subirse al carro del Brexit, supo apelar al patriotismo inglés y supo transmitir la feliz noción de que todo iría bien. Su caótica, divertida, irónica personalidad hizo el resto. Puede que haya ido al colegio más elitista y a la universidad más elitista de su país, puede que cada vez que abra la boca quede clarísimo que pertenece a la ancestral clase dominante, pero la semana pasada en la abatida ciudad del norte de Inglaterra de Hartlepool, terreno laborista desde hacía 50 años, su partido conservador arrasó. Para el proletariado de Hartlepool Johnson es hoy “uno de los nuestros”.
La izquierda se lo puso en bandeja. El aguado mensaje laborista combinaba el miedo al neoliberalismo (palabra cuyo significado solo conocen los intelectuales de la izquierda) con la promesa supuestamente esperanzadora de combatir la desigualdad, sin poder explicar cómo. Pero la clave de la debacle laborista reside en la personalidad de su líder, Keir Starmer, un hombre decente, ambiguo y soso. Que el recuerdo de su predecesor, Jeremy Corbyn, siga fresca en la memoria del electorado tampoco le hace ningún favor. Progres como Corbyn que defienden el régimen venezolano y acusan a medio mundo de racismo o fascismo resuenan en las universidades, y entre los ricos biempensantes del norte de Londres, pero dejan heladas a las masas obreras que el laborismo pretende representar.
Está claro. Si la izquierda europea quiere cambiar el mundo ella tendrá que cambiar primero. Si sus líderes creen que centrar la conversación en las personalidades de los candidatos es superficial se equivocan. Tendrán que aprender a pintar no en grises sino en colores primarios. Con lo sencillo se llega lejos.
Fuente: Clarín
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