Facebook, consuelo artificial del puticlub
Hace muchos años, cuando estaba en la universidad, iba a un pub donde me encontraba de vez en cuando con un señor mayor estadounidense que me explicaba que el mundo no era cómo parecía, que todo lo controlaba un siniestro personaje llamado McGeorge Bundy. No recuerdo los detalles pero sí que me impresionó. El señor tejía una telaraña compleja y para mí, a los 20 años, creíble. Hasta que un día dejó de venir al pub, se me ocurrió que era un chiflado y me olvidé del él y sus teorías.
Lo recuerdo de repente porque Facebook está en las noticias y pienso lo mucho que habría disfrutado del vasto escenario que la plataforma digital ofrece. Convencido, como todos los conspiranoicos, de que el mundo no había reconocido su brillantez, anhelaba los aplausos del público pero se tuvo que conformar conmigo y dos o tres jovencitos más. Hoy podría haber contaminado las mentes de millones gracias a las redes sociales. Podría haber despertado el odio de las multitudes, podría haber cuestionado la legitimidad democrática de su gobierno, podría haber iniciado un movimiento que culminaba en una invasión del Capitolio.
Facebook le hubiera ayudado, como ayuda a todos los pesados, amargados, obsesivos o locos que viven con la necesidad de pelearse con el mundo. La rabia vende bien en Facebook y ofrece a su dueño, Mark Zuckerberg, la posibilidad de sumar millones más a su insondable tesoro personal. O la ofrecía. Ya no queda tan claro. Se abren grietas en los pilares del templo al que acude la tercera parte de la humanidad. Facebook se tambalea ante la tormenta de pruebas de que es una fuerza para el mal.
Menuda racha ha tenido el cíborg Zuckerberg. El lunes se le cayeron Facebook y sus satélites asociados, Instagram y WhatsApp, durante seis horas. Uno se imagina a millones de usuarios corriendo a mostrar textos de fake news o fotos de su desayuno a los primeros desconocidos que se encuentran en la calle, rogándoles que les respondan con un “me gusta”, porque si no la vida es todo soledad. El día después del desastre ciberespacial, una penitente exempleada de Facebook, Frances Haugen, lanzó una bomba durante una presentación en el Senado estadounidense. Aportó documentos internos demostrando el cinismo con el que la gran oligarquía digital manipula los algoritmos para anteponer el bien de la empresa al bien de sus 2,7 mil millones de clientes.
“Estoy aquí,” declaró Haugen, “porque creo que Facebook y sus productos causan daño a los niños, incentiva la división, debilita nuestra democracia y mucho más. Los jefes de la empresa conocen cómo hacer Facebook e Instagram más seguros, pero no emprenden los cambios necesarios porque han puesto sus inmensas ganancias por delante de las personas”. Fue una repetición, pero con más credibilidad que nunca, de lo que llevan diciendo hace tiempo cantidades de académicos, expertos en tecnología digital y algunos políticos, los pocos que se toman la molestia de ver que redes sociales como Facebook representan una amenaza tan grande para el bienestar general como el coronavirus o el cambio climático. Entre otras cosas porque promueven la noción de que ninguno de los dos representa un peligro real. Como ha dicho Joseph Biden, las empresas que llevan las redes sociales “están matando a gente” a través de las mentiras que publican sobre las vacunas contra la covid. Y, el presidente de Estados Unido podría haber agregado, sobre el papel que han jugado en fomentar la guerra civil fría en la que se encuentra su polarizadísimo país—el suyo, la Argentina y muchos más.
“Facebook es como un gobierno paralelo irresponsable, una amenaza a la democracia y a la seguridad nacional,” dijo esta semana Tristan Harris, uno de los testigos especializados en el área digital que salen en ‘Dilema Social’, el documental anti Big Tech. Como corresponde a cualquier gobierno, tiene su artículo de fe fundador. Lo cuenta un libro escrito por un par de periodistas del New York Times titulado “La fea verdad” en el que se cita un documento interno de Facebook que reza: “Creemos tan profundamente en conectar a la gente que cualquier cosa que nos permite conectar a más, más a menudo, es bueno en sí”.
La gran ironía del gran experimento social del siglo XXI, iniciado con tanto optimismo unificador, es que ha acabado contribuyendo a la fragmentación. Para Facebook da igual. Cuanta más rabia se genera, más tiempo la gente está en la plataforma y más oportunidad hay para minar más datos personales, la materia prima en cuya venta se basa el negocio. Scott Galloway, un profesor de la Universidad de Nueva York que lleva años haciendo campaña contra Facebook, lo explica de la siguiente manera: “Lo que han hecho es crear un modelo de negocio en el que las cosas más incendiarias, más polémicas, más dolorosas y muchas veces más falsas reciben más oxígeno del que merecen. ¿Porqué? Porque somos una especie tribal y cuando la gente nos agrede tendemos a responder. Cuánta más rabia, más clicks–y más dinero”. Galloway dice que Facebook “se ha convertido en la prostituta del odio más grande del mundo” y que su dueño es “la persona más peligrosa del mundo”. Se especulaba hace un par de años que Zuckerberg se presentaría como candidato a presidente de Estados Unidos. ¿Pero para qué lo haría? Ya posee un poder de alcance global sin limites. Anémico de aspecto, desalmado y obsesivo en su misión de crecer el monstruo que creó, es el malo en una película de James Bond. Lo mejor que se podría decir de él es que es indiferente al daño que causa.
Hubo una época, bastante reciente, en la que Zuckerberg era un tipo admirado porque estar en Facebook era “cool”. Ya no. Es tan rancio como pagar por el sexo. Los que siguen ahí, déjenlo. Dejen el consuelo artificial del puticlub, dejen esa droga, dejen de dar de comer al monstruo, antes de que se nos coma a nosotros.
Fuente: Clarin
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