¿Sexismo o no sexismo?
Hoy mi amigo Charlie me llama John y yo a mi amigo Charlie le llamo Charlie. La antigua costumbre de que cada ser humano tenga nombre propio tiene su utilidad para la comunicación. Pero hubo una etapa, hace muchos años, en la que Charlie me llamaba “Denis” y yo le llamaba “Denis” a él. “Hola, Denis.” “Hola, Denis.” Una broma, claro, un irónico reconocimiento de nuestra inferioridad masculina. Eran los años 80 en Nicaragua, entonces en plena efervescencia revolucionaria. Los dos estábamos casados con mujeres nicaragüenses, celebridades sandinistas a las que llamaban “heroínas de la revolución”. Charlie y yo éramos dos periodistas anónimos más. Íbamos en pareja a una fiesta y, mientras se armaba un alboroto alrededor de nuestras carismáticas señoras, nosotros nos sentíamos agradecidos si algún alma caritativa se tomaba la molestia de darnos la mano.
¿Porqué “Denis”? Porque en aquella época Margaret Thatcher era primera ministra británica y la mujer más conocida del mundo. Su marido se llamaba Denis. Nadie se interesaba por él. Vivía en la sombra de la Dama de Hierro. Charlie y yo éramos los Denis Thatcher de Nicaragua.
La Denis de Reino Unido hoy se llama Carrie Symonds. Solo que, según dicen, ejerce un papel muy diferente al consorte de la señora Thatcher. De sombra nada. A la esposa del primer ministro Boris Johnson, 24 años menor que él, se le acusa de ser el poder detrás del trono, la responsable de los males que han llevado a su marido al borde de la catástrofe. Según esta popular narrativa, Johnson es un flan; Carrie es la de hierro, la Lady Macbeth que ha manipulado a su esposo, aprovechándose de sus debilidades para conducirlo por el camino de la perdición. Si Johnson cae, como muchos predicen, ella será la culpable.
No todos comparten esta visión. Se ha visto una curiosa alianza esta semana entre ministros del partido conservador de Johnson, diputados opositores de izquierda y mujeres columnistas: denuncian de “sexistas” a los acusadores de Carrie Symonds. El primer señalado es un señor llamado Lord Ashcroft, autor de una biografía de la primera dama inglesa publicada este mes.
La biografía dice que ella no solo metió a su marido en los líos que han puesto en duda su carrera política, sino que ha tenido un peso desmesurado en las decisiones de estado. El primero de los escándalos que salió a la luz tiene que ver con la costosa redecoración de la residencia donde ambos viven. El dinero provino, se dice, de un millonario que deseaba congraciarse con Johnson. Se da por hecho que Carrie tuvo bastante más que ver con este episodio que Boris.
Según Lord Ashcroft las ínfulas de Carrie iban más allá de la estética del hogar matrimonial. Convenció a su marido durante la caída de Kabul de que fletara un avión para extraer no afganos humanos en peligro sino perros y gatos abandonados; enviaba mensajes de texto a diputados en nombre de su marido; seleccionaba miembros del personal de Downing Street; persuadía a su marido a desmarcarse de decisiones tomadas en el gabinete de ministros. Y en cuanto al “Partygate”, las fiestas que se organizaban en la residencia del primer ministro mientras él ordenaba a los ciudadanos a confinarse con sus familias en casa, lo último que ha salido en la prensa es que era ella la que las montaba, ella la que se entretenía con la travesura de invitar a sus amigos treintañeros a emborracharse en la corte donde se marca el destino del gran pueblo británico.
El debate que se ha desatado en Reino Unido es si las acusaciones contra Carrie Symonds son justas o si se trata de otro caso más de prejuicio machista. Para mí, como hombre, éste es territorio minado. Quizá no debería entrar. Pero ya que he sido víctima en otros tiempos de lo que se podría llamar discriminación sexista, y por tanto considero que tengo cierta autoridad en el tema, me la juego. No. No es sexismo. La Symmonds se merece las tortas que recibe.
La cuestión se resuelve de la siguiente manera: preguntémonos cuál hubiera sido la reacción si Denis Thatcher hubiese interferido en las actividades en Downing Street de la misma manera que dicen que Carrie Symonds interfiere hoy. Está claro que el trato hubiera sido igual, que se le hubiese criticado duramente si hubiese influido de manera determinante en la toma de decisiones, o si hubiera nombrado en puestos importantes administrativos a amigos de su club de golf, invitándolos después a borracheras en los venerables salones de la casa en la que vivía gracias no al voto popular sino a la casualidad de que un día una ambiciosa mujer lo eligió como pareja.
Muy hipotético todo esto, claro, ya que (si me perdonan la expresión) la que llevaba los pantalones en esa relación era Margaret y no Denis. En cambio, en la relación Johnson-Symonds el flojito es Boris. Detrás del papel circense que interpreta hay un tipo inseguro, fácil presa de una mujer lista y más joven que él. En el caso de que lo despidan sospecho que le dolerá más a ella que a él. Ella disfruta de ser reina de Downing Street; él, en el fondo, lo que añora es volver a ser un payaso en paz, a ejercer de periodista escribiendo columnas como esta y dando conferencias con el fin más de hacer reír a la gente que pensar.
Ante todo, es un error acusar de sexistas a los que atacan a la esposa del primer ministro porque es más sexista clasificarlos como tal. Es suponer que por ser mujer es una pobre indefensa. Es volver a las antiguas nociones de caballerosidad y creer que a las damas hay que darles especial protección.
La igualdad, si va en serio, tiene que significar adiós a la condescendencia en todos los terrenos. Por tanto, que Carrie Antoinette acepte las nuevas reglas del juego con la misma resignación que en nuestro día Charlie y yo aceptamos el papel, inevitable en las circunstancias, de hombres sumisos.
Fuente: Clarin
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