Carta a mi champú
Querido champú, ¿quién lo diría? Gracias a mi escaso cabello, nuestra relación entrañable se acaba tras once meses, una semana y tres días (y eso, porque al final te mezclé con agua). Un tiempo precioso en donde siempre me enseñaste que lo más importante es ver esa mitad del pote que está medio llena. Aunque ese día en que te acabaste, entendí que sí existía algo más valioso que la última Coca-Cola del desierto. Eras tú, el último champú del desierto de mi cabellera.
Estamos hablando de una relación muy privilegiada que, en efecto, solamente entendemos personalidades sumamente selectas del mundo, como Michael Jordan, Jeff Bezos, “La Roca” Dwayne Johnson y esa exótica raza de gatos esfinge.
Es que ese día en que te fuiste, terminaste dejando un vacío muy grande en mi corazón (y en mi baño). Algo así como que pidas cerdo en un restaurante y te lo traigan sin grasa. Incluso recuerdo cuando te hice resucitación cardiopulmonar, presionándote el pecho, y me diste esa última señal de vida, mostrándome la gótica final de tu envase. ¡Más que suficiente para mi incipiente cabellera! Pues siempre supe que nunca era necesario tanto, porque una sola gota tuya bastará para lavarme.
Aunque después, lo inevitable. Partiste y terminó llegando algo mucho más duro: verte en todos lados. En ese espacio vacío que quedó en el portachampú de la ducha, en la peluquería que está abajo de mi edificio o cuando veo un juego de béisbol y termina habiendo dos envase. Toda una situación que debí tomarme con calma… pelo a pelo.
Sin embargo, realmente agradezco todos esos momentos lindos que vivimos juntos, querido champú. Cuando emigré a Colombia y estuve absolutamente solo, tú me acompañaste. Además, me hiciste ahorrar tanto, que nunca me faltó plata. Recuerdo también la vez cuando se terminó el jabón de la cocina y nos ayudaste a lavar los platos. O esa vez en que se estaba yendo el agua y me pude lavar el cabello con los residuos secos que siempre tienes por la parte de afuera de tu envase. ¿Y cómo olvidar esa oportunidad en la que estabas recién llegado a la casa, totalmente lleno, y me caíste en el pie? O todas las otras veces en que nos reímos cuando te estabas terminando, te exprimía y me saludabas con tu típico sonido flatulento.
Por todo ello, ahora no dejo de preguntarme a dónde van a parar todos los champús en esa vida después de la vida. ¿Acaso los recibe en las puertas del cielo el famoso San Pelo? ¿O terminan reencarnado en un Tupperware, una prótesis de seno o sus restos son echados al mar para que se los coma, accidentalmente, una ballena? Sea lo que sea, espero no acabes reencarnando en un preservativo.
Aunque recuerdo con gratitud cuando me diste esa señal para dejarme saber que ya tu alma descansaba en paz. Fue aquel día en que una paloma me cagó en la cabeza. Si bien me molesté en el momento y me limpié con el papelito de una factura, sé que fue tu manera de decirme que siguiera adelante con mi vida. Que comprara un nuevo champú.
Entonces fui al supermercado para pasar esta página amarga, pero más bien terminé mucho más confundido. ¡Es que fueron once meses en donde no tuve ojos para más nadie, sino para ti! Y ya ni sé qué elegir, pues ahora hay champú normal, con menta, té, manzana, dos en uno, tres en uno, “crece fuerte desde la raíz”, con colonia, que revitaliza con aceite de argán (¿qué es argán? ¿Aceite de haragán?), con aceite de coco, con cafeína para evitar la caída, anticomezón, con extractos de sábila, con carbón activado para purificar y la clásica versión que te lo deja “suave y manejable” (aunque ninguno hecho con lo más importante: que la tapa esté abajo para que la gravedad saque todo el champú).
Es por ello que he tomado una decisión radical. Seguiré viudo. De ahora en adelante me raparé el poco cabello que me queda y te seré fiel hasta la eternidad. Solo usaré jabón.
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