El diablo asturiano

La tarde del 19 de junio de 1814, José Tomás Boves recorrió las últimas leguas que lo separaban de Valencia. Antes del ocaso montó su campamento en el tope del cerro El Calvario y organizó las piezas de artillería, es su mayoría robadas luego de la penosa retirada patriota en La Puerta unos días antes. 

Empotró los cañones en posiciones estratégicas y apuntó sus bocas en dirección de la ciudad, buscando exhibir su poderío. Entonces, despachó emisario portando mensaje con sus términos, ofreciendo dos opciones, rendirse o sufrir las consecuencias, ya que, de no recibir respuesta en el plazo de un día, pasaría por las armas a todos sus habitantes.

Esa mañana reinó una tensa calma en la ciudad. Los valencianos pudieron contemplar a lo lejos, coronando el tope del cerro, las fuerzas comandadas por Boves, debidamente instaladas y prestas para iniciar el asedio. Desconcertados, acudieron a los templos, rezándole a Cristo por un milagro capaz de salvarlos de una carnicería. Una vez caída la noche, al comprender que no obtendría respuesta al mensaje, iracundo, hizo sonar el zafarrancho e impartió directrices a sus lugartenientes.  

-¡Si Valencia quiere guerra, guerra le dará Boves! 

A la medianoche, una vez caducado el plazo previsto para la rendición, iluminaron el firmamento las llamas de los cañonazos, quebrando el silencio nocturno con sus estruendos, acompañados de alaridos desgarradores de quienes tuvieron que refugiarse ante aquel chaparrón balístico. Cesado el primer bombardeo inició la embestida y su “Legión Infernal” se afincó con furia monstruosa contra los defensores. Muchos cayeron abatidos por parte de ambos bandos en la sangría, aunque los valencianos se mostraron tenaces al momento de repeler el ataque, logrando evitar la ocupación.

Frustrado el plan de tomar Valencia con un ataque frontal de su horda de llaneros, decidió sentarse a esperar que se rindieran. Eso sí, esmerándose por darles razones para hacerlo. Mantuvo el sitio, represó el suministro de agua de la ciudad, y, por las noches, durante dos semanas, hizo llover plomo de artillería pesada, cuyos impactos sirvieron a la muerte para bailar sobre los tejados, cobrando vidas de quienes, por mala suerte, estaban parados donde no debían.   

Lentas transcurrieron las horas, largos se tornaron los días, y ese par de semanas que duró el acoso pareció una eternidad. Sin embargo, con cada jornada, Boves iba estrechando el cerco, aproximándose, poco a poco, al centro de la ciudad. 

A sabiendas que nadie acudiría en su auxilio, se fueron dejando amilanar por la desesperanza. Más cuando escasearon los víveres y el agua, en las calles se apilaban cuerpos y el hospital estaba saturado de heridos. El hambre y sed causaron estragos anímicos, empujándolos a cruzar el borde de la locura, teniendo que beber agua de charcos, desollar perros y gatos para asarlos, cazar ratas, o descubrir que friendo el cuero de sus botas y rociándolo con sal podían obtener una especie de chicharrón.    

El 30 de junio, agobiadas por tanta penuria, las autoridades de Valencia decidieron rendirse, ofreciendo capitular y entregar sus armas. Estaban listas para recibirlo, ávidas por dialogar con él, buscando que la ocupación se realizara de manera pacífica. El primero de julio por la mañana entró a la ciudad escoltado por una pequeña comitiva de sus hombres de confianza, dejando apostados en el campamento unos tres mil efectivos. 

Para su agrado y sorpresa, fue recibido como un héroe en acto de repudiable zalamería. La multitud salió de sus casas a vitorearlo, formando un pasillo humano que lo condujo entre aplausos por las calles hasta la Casa Capitular, frente a cuyas puertas aguardaba el gobernador Francisco Espejo y un grupo de notables, resignados a entregar el poder de manera formal en acto público. 

Luego de firmar el armisticio, esa tarde se ofició una misa de acción de gracias en su honor. Todos quienes ingresaron a la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro, o se congregaron afuera, escucharon los elogios pronunciados por el sacerdote desde el púlpito durante su homilía, bendiciendo el nombre de quien ofrendaba el olivo de la paz.

Él se levantó del banquillo, con rostro serio hizo un ademán, y, arrodillándose sobre un el cojín de terciopelo, juró frente al prelado y la imagen del Santísimo, respetar vidas y propiedades, tal como establecía el documento de rendición. El alivio se ventiló al instante, gracias a una repentina brisa, ocasionada por la exhalación sincronizada de todos quienes aguantaron la respiración cuando el caudillo se paró de su asiento.

Mientras el patriciado valenciano prestaba oídos a sus vocablos, lo veía persignarse y realizar ese juramento, a unos pocos kilómetros de la Plaza Mayor, Francisco Morales, su segundo al mando, esperaba que se ocultara el sol para empezar con las faenas de pillaje, saqueos y ajusticiamientos. 

Boves pernoctó en la ciudad. Al despertar la población estaba horrorizada y sumida en el pánico. Durante el desayuno en casa de Espejo tranquilizó a los notables, argumentando que tales hechos eran consecuencia inevitable al final de todo asedio. Su intención radicaba en disminuir el peligro y daños a la población de una urbe que, voluntariamente, se acababa de adherir al bando del Su Majestad. 

-Os prometo que pronto cesará el caos-, dijo antes de redactar un mensaje dirigido al campamento, firmarlo y despachar el correo, pidiendo a sus tropas mantener el orden.

-La paz que nos trae Su Excelencia debe ser celebrada con baile y banquete-, propuso halagüeño el gobernador. 

En una mansión se reunió la nata y canela de la sociedad valenciana en gran agasajo para entretener al distinguido cabecilla realista. Los invitados, luciendo sus más refinados atuendos, colaboraron poniendo sobre la mesa todo tipo de manjares, vinos y espirituosos. Consumibles ocultos en sus bodegas mientras el resto de los habitantes agonizaba del hambre. Brindando al escenario melodía tétrica, un cuarteto de violinistas, rasgaba cuerdas con sus arcos, interpretando piezas musicales que a Boves le parecieron tristes. Esas composiciones de Johann Sebastian Bach, Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart, o Ludwig van Beethoven, no le gustaban para nada. Las consideraba deprimentes.

Observó curioso la residencia, inspeccionando cada uno de sus rincones, muebles, obras de arte, adornos y lujos, prestando especial atención a las caras de todos los invitados. Embutido en su traje de gala de coronel español, estrechó sus manos al presentarse, averiguando nombre, apellido y oficio, regalando minutos de conversación amigable, mientras veía como todos ignoraban con desprecio a los negros, indios y zambos que integraban su escolta personal.

El doctor Espejo, como buen anfitrión, propuso un brindis de bienvenida en honor a Su Excelencia. Por el jefe invicto, máximo héroe y salvador de Valencia. Boves pidió una copa repleta de ron, y, luego de oír aquellas palabras, por medio de las cuales pretendía el jurista olvidar las grietas que los distanciaron en el pasado, sólo pudo decir salud y engullir de un trago el contenido del cáliz. Emocionado por tan plácido recibimiento, pidió más caña, se acercó a la mesa repleta de comida, le arrancó la pata a un pollo asado, y, al meterle un mordisco, con la boca llena, mientras masticaba, solicitó a los violinistas tocar música alegre. 

-Maestros, por favor, algo que podamos bailar, quiero escuchar un piquirico… Cada quien agarre su pareja y a dar vueltas hasta que se derritan las alpargatas. 

Aplaudió dos veces, abanicó las manos, y sonó el joropo, animando el salón. Sonreído, casi extasiado, zapateó y chasqueó con los dedos el compás, dando por empezado el baile. Sus deseos fueron órdenes. Sumisos, sin chistar, cumplieron con la petición. Al verlos divirtiéndose, pegó otro gran sorbo de su copa, pidió la tercera, lanzó el hueso de pollo sobre una alfombra, y, haciéndole un guiño a los suyos, procedió a darle toque macabro al festejo. 

Le pasaron llave a la puerta principal de la morada, luego hicieron lo mismo con la del salón. Se acercaron, formando un círculo alrededor de los danzantes y retribuyeron el obsequio, tornando el evento en trágico al mostrar los hierros. Acto seguido, sonó el cuero de su mandador contra el suelo, amenazando a violinistas y bailarines. 

-No se detengan… ¡Sigan carajo! ¡Quien deje de tocar o bailar se lleva el primer tiro!

Ante el asombro de los presentes, empuñó su pistola y le metió una bala entre las cejas al primer desobediente, dando inicio a lo que se convirtió en una espantosa orgía de sangre y muerte, bajo la ley de lanza para los hombres y machete con las mujeres. Los caballeros fueron cruzados con estacas entre pecho y espalda. Una vez atravesados, eran sostenidos por varios en cada extremo, sacudiendo sus cadáveres para que siguieran moviéndose al ritmo del piquirico.   

Todo intrépido que osó resistir fue decapitado. En cuanto a viudas y señoritas, temblorosas, aterrorizadas por el cruel destino de sus maridos o pretendientes, dejaron que los desalmados hallasen satisfacción en sus impulsos carnales, unas abriendo sus piernas, rogando por conservar la vida, otras arañando como fieras, prefiriendo que las asesinaran antes de ser violadas. El destino de todas, tanto dóciles como ariscas, terminó siendo el mismo. Al culminar con ellas, recibieron pasaje de metal amolado para acompañar a sus parejas en el otro mundo. 

El único que pudo salvarse de la masacre fue el doctor Espejo, quien, espeluznado, llorando como un niño sin consuelo, después de presenciar tan dantesco episodio, se tumbó ante los pies de Boves, besándole la punta de las botas, para suplicarle, por el amor y misericordia de Dios, que lo perdonara, jurando lealtad y fidelidad por el resto de su vida si no lo mataba esa noche. 

-Así será pues… Fiel hasta la muerte-, dijo antes de mandar a encadenarlo, colocarle un par de grillos en los pies y meterlo preso. 

Tres días permaneció bajo arresto, hasta que la tarde del 15 de julio, el jefe realista apareció en la cárcel para comunicarle la noticia de su liberación. Don Francisco se alegró con la buena nueva, prometiendo mantener su juramento de serle fiel hasta el final. Una expresión siniestra se delineó en el rostro de su captor, perturbando al viejo Espejo, quien se mostró confundido al instante que le removieron los grillos, pero no las esposas.

Comprendió que restaban pocas horas para cumplir su promesa cuando José Tomás Boves, con una seña, hizo entrar al calabozo un par de negros corpulentos que lo sacaron a rastras. Un escalofrío le recorrió la espalda, desde la cintura hasta la nuca, al ver una multitud aguardando por él en la Plaza Mayor. 

El gobernador de Valencia, nombrado por Simón Bolívar tras su exitosa “Campaña Admirable”, fue amarrado al tronco de un camoruco frente a un pelotón de fusilamiento 

El diablo asturiano sonrió justo antes de dar la orden de fuego, carcajeando apenas sonaron las descargas que llenaron de orificios el pecho de Francisco Espejo. 

Ahora, la próxima ciudad en caer será Caracas y toca montarle cacería al diezmado ejército patriota, comandado por el mantuanito que hace llamar Libertador.  

Jimeno Hernández
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