Si mi novia fuera Donald Trump

 

 

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Su personalidad me impactó. Su cabello me sedujo. Su dinero jamás me interesó (así decimos quienes nos enamoramos de una millonaria). Vivimos años de intenso romance y quisimos dar el siguiente paso. Decidimos vivir juntos en mi apartamento para acostumbrarnos a la cotidianidad antes de casarnos. Ha sido todo un sueño hecho realidad despertar a su lado cada mañana y acariciar su cabellera.

 

Pasamos días dándole espacio a sus cosas para hacer de mi casa nuestra casa. Fue nostálgico. Entre todo el desorden, llegamos a un álbum de fotos mías. Donald veía mis imágenes de niño y se pintaba así a nuestros bebés. Cada página vista inflaba más nuestra idea de familia ideal, hasta que dimos con una foto en donde aparezco con mi antigua novia, una masajista morena. “¿Tuviste una novia negra?”, dijo. “¡Ja!… ¿Cómo pudiste caer con esa perra?… Hubiese sabido eso y no me empato contigo”. Tragué grueso, pero bueno, todos tenemos nuestros defecticos. Vivir en pareja es sinónimo de aprender a ver lo positivo del otro (y obviando ese comentario racista, Donald es una mujer con infinidad de bondades).

 

A la mañana siguiente llegó Mélida, mi señora de servicio de años. Donald no la conocía. Me angustió un poco el hecho de ver cómo estas dos mujeres se llevarían entre sí, pero todo fluyó de maravilla. A Donald le encantó la comida de Mélida y hasta tomaron café juntas. En la noche, ya acostados, Donald me dijo: “¿Te encantan las sirvientas mexicanas, no?”. Me reí, no dándole mayor importancia. Donald comenzó a llorar y hablar al mismo tiempo: “El hogar es el templo… el escondite de la sociedad. No debe estar invadido por extraños. Conocerán nuestras intimidades y luego puedan usarlas contra nosotros. ¿No te da miedo?”. La verdad no, pero vivir en pareja es el hermoso arte de saber dar el brazo a torcer. Boté a Mélida. Me dolió, pero entre mi bella Donald y Mélida, obviamente prefiero a Donald.

 

Una mañana salí a botar unas bolsas en el ducto de basura y el golden retriever de la vecina se metió corriendo a la casa. No terminé de llegar al ducto, cuando empecé a escuchar alaridos de Donald junto a golpes del haragán contra el piso. El pobre perro salió chillando. ¡Qué pena con la vecina! Me disculpé y de inmediato fui a hablar con Donald. ¿Se volvió loca? La encontré tirada en el piso, llorando, contándome de su fobia hacia los perros. Vaya… desconocía esta condición en Donald. No solo me apiadé de ella, sino aprendí algo: el padecimiento de tu pareja termina convirtiéndose en tu propia enfermedad. Por eso construí un muro entre el apartamento del vecino y el nuestro. Ya nos libramos del perro.

 

Para tranquilizarla un poco de ese incidente, salí y compré shawarmas para cenar. Al sentarnos a comer, ella desarmó el suyo y comenzó a revisarlo minuciosamente buscando un armamento biológico. “¡Los musulmanes pueden atacarnos por cualquier flanco!”, dijo. Ahora entiendo por qué los maridos se van a beber cerveza con los amigos.

 

Finalmente llegó el día. ¡Hoy nos casamos! ¡Qué emoción! La boda la organizó ella. Estuvo llena de detalles. Me asustó pensar en la lista de gastos, pero ahora entiendo por qué es millonaria. Sabe ahorrar. No gasta en lo más caro. Los masajes antiestrés antes de la boda se los dio mi ex, a todos los invitados les repartió shawarma y a Mélida la contrató para atender la cocina del salón de fiestas. En cuanto al perro de la vecina… no lo he visto más. Creo que fue la carne de los shawarmas.

Reuben Morales
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