LA ETERNIDAD
Por Javier Ignacio Alarcón
Para Sofía González
y Oscar Alarcón,
quienes recibieron
la noticia conmigo.
Una idea que siempre me ha obsesionado es la trascendencia. Con ella, todas las nociones asociadas a ese lugar abstracto en el cual ocultamos nuestros ideales: la perfección, el bien, la eternidad. Generalmente, la proyección de nuestra realidad en “otro lugar” sirve para reproducir nuestro presente, de la misma manera que todo futuro no es más que el sueño de un presente perfeccionado que perece con el paso del tiempo. Y nosotros coqueteamos con esa trascendencia, nos aferramos a ella. Es, en resumen, un bote que nos sirve para navegar en este océano en el cual habitamos, que nos ahoga y nos aterroriza, nos reduce a una nada que sólo podemos superar construyendo estructuras ideales que crean la ilusión de estabilidad. Sin embargo, el recuento de nuestro pasado, materia prima de nuestros futuros imaginados, suele ser muy pobre, por lo menos si lo miramos libre de matices románticos y sobre construcciones nostálgicas.
El fin del gobierno de Chávez, que todos habíamos imaginados, oficialistas y opositores, fue en el fondo mucho más crudo de lo que pudimos haber pensado. Una cadena (entre muchas otras) y unas palabras del ya nombrado sucesor sirvieron para confirmar una noticia que de alguna manera todos habíamos repasado en nuestra cabeza: el escenario no dejaba de parecer familiar, pero es probable que nadie lo hubiera previsto. “La gran historia”, que no tardó en materializarse en el funeral del presidente, nunca existió, como suele ocurrir. Sólo vivimos, cada uno de nosotros, una pequeñísima historia, un presente que no tardó en morir y en convertirse en anécdota. En mi caso, fue una llamada telefónica de una amiga que vive en Barcelona, un breve momento de incertidumbre, una llamada desde Caracas de mi madre y un recorrido por las calles de Madrid con la esperanza de toparme con algún venezolano para compartir una noticia que, de alguna manera, nadie esperó (aunque todos imaginaban que venía).
Y así, de la más vana realidad, nace la eternidad. Palabras que fueron pronunciadas durante la llegada del Ataúd a la Academia Militar: “nuestro comandante presidente partió a la eternidad”. Cómo suele ocurrir en un pueblo nostálgico como el venezolano, la historia, incluso la más reciente, la de dos días atrás, pasó a ser un acontecimiento esencial de quiénes somos.
Fue el mismo presidente quien aseguró, parafraseando a Fidel, que la historia se encargaría de juzgarlo. Pero nuestra historia es frívola, superflua, es una sobre construcción. Son las personas quienes se encargan de medir la grandeza de un personaje, y esas personas son quienes construyen una historia que no juzga a nadie, sino que reemplaza el mundo por símbolos. El mito Chávez tiene tiempo existiendo, ha sido reconstruido en los últimos meses y el día de su muerte parece haber pasado a la “eternidad”.
Durante sus catorce años de gobierno el presidente moldeo su imagen, desapareció en su “personaje político”. En algún momento dejó de importar quién era Chávez, sólo nos importó lo que él representaba. En el proceso, se transformó en nuestro único referente, nuestro eje, nuestro punto de reflexión, el centro de nuestra realidad. Él era la gran figura que explicaba y configuraba nuestro mundo. Chávez era culpable y responsable de todos los males y los bienes de nuestro país (y a veces, del mundo).
No sería aventurado decir que la persona murió hace mucho tiempo, hace años, quizá. El simulacro tomó el lugar del individuo, el símbolo reemplazó el mundo y la vida de Venezuela se volvió toda una señal de la revolución bolivariana. Es en este sentido que nos debemos preguntar, no por el pasado que reinterpretamos desde el presente, sino por el futuro de un mito que ha sido sembrado en lo profundo de nuestra sociedad, que ha pasado a formar parte de nuestra idiosincrasia. La muerte “real” del presidente ha terminado de convertirlo en nuestro mártir, un alimento más para ese complejo de culpa que nos persigue desde que botamos a Bolívar de Venezuela.
¿De qué vamos a escribir ahora? ¿Cómo vamos a mirar el mundo (una calle destruida, una obra inacabada, un pobre pasando hambre en la calle, etc.) sin pensar en Chávez? Lo más probable es que no podamos. Y lo que se proyecta en el plano de la trascendencia, de nuestra sobre construcción de la realidad, ¿cómo refleja el mundo cotidiano? Pareciera que la idea, que ha esperanzado a tantos opositores, de que no existirá un chavismo sin Chávez, no puede estar más alejada de la realidad. El hombre ha desaparecido, pero el símbolo y el mito empiezan a perfilar un pasado confuso, que se disuelve en el imaginario de las personas. La paradoja permanece, ya no como un personalismo sin persona (como hace unas semanas), pero como un pasado reciente que pareciera ser, desde ya, parte de nuestra Gran Historia, parte de la eternidad.
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