ACEITE

Por Amaya Barrios

@amayabarrios88

 

 
 
El despertador sonaba a lo lejos. Era atorrante. Era realmente insoportable y sofocante. Una mano gorda y torpe empezó a tantear el terreno. Primero la pared, luego una hamburguesa mordida en la mesa de noche, y fue golpeando todo, desde un pote de pastillas, una lámpara, helado, hasta llegar al aparato que chillaba sin cesar. Lo apretó, meneó y sacudió, pero seguía con su ruido incesante. La mano logró empujarlo y el viejo reloj cayó en un cesto de basura llena de un líquido con grumos y tropiezos color marrón con rojo. Esta especie de fluido espeso y movedizo pareció tragarse el reloj sin ningún esfuerzo, disipando el sonido hasta matarlo.
 
La manó regresó y desapareció entre la cobija de una cama donde un cuerpo soñoliento ocupaba la mitad de su tamaño king size. Sonó el teléfono y una almohada sobre la cabeza pareció la manera perfecta de olvidarse del mundo, del sonido, de la gente, del trabajo y de sí misma. La llamada terminó pero en seguida el ring ring la exasperó.
 
Por partes, como si fuese un largo y tedioso proceso, el cuerpo se puso de lado, el brazo empujó el colchón, las piernas salieron hacia lo que para ella era un infinito viaje hasta el piso, y atendió. Ya era la quinta vez que sonaba. Silencio. Habían trancado. Se puso el auricular sobre la oreja y el frío le gustó. Lo pasó por su mejilla, su boca, su cuello, sus senos y al llegar a su barriga frenó el movimiento y en un arrebato repentino tiró el teléfono al suelo haciendo que se rompiese en mil pedazos.
 
Se paró con una lentitud sufrida, casi insoportable de ver y se dirigió a su lugar de refugio y trampa. Ese espacio que la amenazaba y llevaba al límite del precipicio pero que, a la misma vez, la tranquilizaba y reconfortaba de alguna manera que no conocía. No soportaba ese sitio pero era su lugar seguro.
 
Se paró ante él, primero con los ojos cerrados. Esta era su rutina y sin embargo, cada día debía prepararse para el rito. Abrió los ojos despacio. Era como si cualquier movimiento de cuerpo le doliera. Como si hubiese estado inmovilizada por años y el despertar brusco y súbito hiciera que sus huesos crujieran.
 
La imagen que apareció en el espejo fue inquietante y lo mostró con una mueca de disgusto. Se quitó el gran camisón blanco talla XXXXXXL y quedó completamente desnuda. Cambió de posición varias veces. De frente, con sus senos monstruosos que colgaban deprimidos de su pecho, hizo el mismo gesto. Su expresión no cambió cuando se puso de lado y cuando le dio la espalda a su reflejo. Cuando volvió a su posición original, se vio con humillación y maltrato su celulitis, estrías, várices y pedazos de piel que se cubrían entre sí, y empezó a pellizcarse los rollos. Agarraba duro zonas de su piel y la extendía hasta sus límites desde donde la soltaba haciendo que el resto de la barriga temblara. Hizo esto hasta que la zona se tornó morada con fucsia y luego subió la mirada para rechazarse nuevamente.
 
Su asombro llegó cuando los pedazos de estómago empezaron a caer sobre la alfombra, a deslizarse por el suelo, subir la pared y lanzarse por la ventana. Las capas de grasa comenzaron a desprenderse de su cuerpo y hacer pequeños grupos, cómplices entre ellos, de enfrentamiento contra la mujer de quien hasta unos segundos eran parte, que los había creado, implicados en una huida de su guarida.
 
Ella, perpleja, veía cómo su barriga después de ser desprovista de carne, empezó a ser líquido, líquido que corría por sus piernas y creaba pozos inmensos a su alrededor. El olor empezó a ser más fuerte. Olía a aceite. Su grasa era aceite. Estaba desprendiendo aceite. Olió después a algo frito. Algo que se mezclaba con el aceite y dirigió la mirada a la ventana, donde algo parecía volar, o más bien, caer. Se acercó a la ventana y se dio cuenta que desde su apartamento salía humo. Su PH estallaba en llamas y sus vecinos, desesperados y sin hallar otra solución, salían del espejo y se lanzaban al vacío. Observó sus cuerpos perfectos desplomándose y convirtiéndose en pedazos de carne. Se transformaron en grasa, en su grasa, en grasa de la barriga de aquella mujer.
 
Cerró la ventana y volvió al espejo. Esta vez levantó la mirada más rápido. Esta vez se pasó la mano por sus costillas hambrientas, por sus piernas desnutridas, por su cara cadavérica donde su piel tocaba sus huesos, sus chupadas nalgas, y se sentó en el piso, derrotada.
 
Esta vez vio su mano y escondió todos sus dedos menos el índice, el cual metió en su boca y empujó hasta la garganta, provocando pequeñas convulsiones que finalmente hicieron que estallara un chorro de líquido espeso, con grumos y tropiezos, color marrón y rojo.
 
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