LA CIUDAD DE LOS PÁJAROS

Por Luis Guillermo Valera

@guilloescritor

 

 

 

La noche del domingo llovió con ese sonoro caer de gotas pesadas sobre los techos, las calles y la densa oscuridad capitalina. La madrugada del lunes despertó con un mundo de charcos sucios y drenajes desbordados. Como el resto, Rosalba salió de su casa cargando encima la dulce pereza que da con el sereno y que nos susurra no salir de la cama. «Hay que darse prisa, no vaya a ser que se haga muy larga la cola para el carrito», se dijo al restregarse las lagañas somnolientas de los ojos.

 

El sol todavía no empezaba a alumbrar sobre la ciudad refrescada por las lluvias recientes. Salió a la calle a encontrarse con el sin fin de gentes que se debaten para llegar a sus destinos, en esta odisea cotidiana que es la vida.

 

Levantarse demasiado temprano, llevar el cansancio a cuestas. Montarse en el carrito y tratar de reponer el sueño mal durmiendo en el asiento. La siesta de la hora pico. Siempre llegar a deshora. Reventarse los riñones y la paciencia. Salir al mercado: comprar lo que alcance y si es que hay. Regresar a la casa luego de hacer la cola de los camiones de regreso y repetir el ciclo.

 

En ese ir y venir de cola en cola, ahora esperando frente al cajero, Rosalba se dio cuenta de algo: «¿Por qué hay que hacer tanta cola? ¿Es que no se dan cuenta de la pérdida de tiempo que era todo esto? No es como si les estuvieran haciendo un favor como para que tuviéramos que hacer cola para sacar los cuatro centavos que nos pagan». Entonces miró hacia adelante: al lado del cajero había otro desocupado.

 

—Disculpe, ¿sabe si funciona ese cajero?- le preguntó a quien estaba delante de ella.

 

—Ni idea.

 

Fue hacia el otro cajero y en menos de medio minuto hizo lo que había estado esperando media hora. Miró la fila india formada frente al otro cajero: nadie se movió de su lugar.

 

Con los cincuenta bolos que tanto le había costado sacar fue directo a formarse para el autobús. En el camino se encontró con un par de pozos en las calzadas descuidadas. No tuvo más opción que zanquearlas. Hasta las medias se le calaron en el agua pantanosa. Sintiendo el escurrir de sus medias al pisar, tomó su lugar en la cola.

 

Aguijoneada por el berrear de los vendedores de chucherías, Rosalba se la pasó tiritando en el autobús: el chofer había encendido el aire acondicionado, enfriando sus pies empapados, arrugados y fríos. Con los ojos cerrados, se repetía que se diera prisa el autobús. Quería llegar a su casa, quitarse las medias y darse una ducha caliente. Pero la lluvia de la noche anterior había dejado las calles húmedas, ralentizando el tráfico. Al final, una tranca de cuarenta y cinco minutos había pasado a ser un embotellamiento de tres horas.

 

Cuando por fin llegó a su casa, Rosalba sentíase víctima de una pulmonía fulminante. Apenas se sacó los zapatos y se vio los dedos pálidos y feos creyó que le tendrían que apuntar los pies.

 

De lo cansada que estaba se tiró en la cama luego de desvestirse. Y fue entonces, frotándose un pie con el otro tratando de darles algo de calor, que una idea le paso por la mente: «en este país no dejarían de formarse como pendejos ni aunque le salieran alas a la gente». Se durmió rumiando de la rabia acumulada a lo largo del día.

 

Despertó sabiendo de antemano que algo había cambiado, ahora era un ruiseñor. Todas las preguntas que se le pudieran haber ocurrido se esfumaron ante el universo de posibilidades que se le ocurrieron al ver el cielo de un azul imposible. Riendo, trinando, salió por la ventana con toda la fuerza de su nueva libertad.

 

Al verla revolotear de aquí para allá, su familia puso el grito en el cielo: «que cómo era posible, que no se habían fajado dándole lo mejor para  que a la muchacha le diera por pajarear por ahí, que esto y que lo otro». Ante tal alharaca, Rosalba solo agarró sus alas recién estrenadas y fue a probar qué tan lejos podían llevarla. Cuando regresara el pleito seguiría donde lo había dejado.

 

Al verla empezamos a burlarnos de ella y su nueva forma, haciendo nuestras colas como la gente decente. Rosalba no nos paraba bola y seguía con sus experimentos aerodinámicos, como si nos viera desde arriba.

 

Acostumbrados a verla ir y venir por los aires, algunos empezamos a envidiar su nueva libertad. Cuando bajaba a la tierra la rodeábamos para escuchar sus historias sobre el mar de arriba y los peces de las nubes.

 

Sabiendo que se podía, puesto que lo habíamos visto hacer a alguien más, no tardamos mucho en poblar la ciudad con aves-personas.

 

Le dio mucha gracia a Rosalba ver el caos que se formó al darnos cuenta que despertamos con plumas en vez de manos y pies en lugar de nariz. Pegándonos contra ventanas, muebles y paredes, nos las arreglamos para salir a los techos. Al ver que los demás habían sufrido la misma metamorfosis, se nos quitó el susto. Viendo cómo el ruiseñor nos animaba, empezamos a batir nuestras alas y fue como si viéramos una infinita escalera invisible enmarañada en el cielo: aprendimos a volar.

 

A los que les dio mucho miedo aventurarse al azul del mar de arriba y se quedaron en el suelo evolucionaron en gallinas, pollos y demás aves terrestres. Otros, por su parte, consideraron indigno de su majestad perder el tiempo con aquella chusma que atestaba los cielos: se volvieron pavos reales y desde entonces se dedicaron a saquear las riquezas que dejamos atrás y construir los más bellos nidos que se verían en la ciudad de los pájaros.

 

Alegre, Rosalba, se dedicó a enseñarnos la verdadera naturaleza del cielo que antes creíamos transparente: era en verdad un inmenso mar de aguas cuajadas donde nadaban peces de nubes, medusas de lluvia, ballenas de nieve, tiburones de bruma, erizos de granizo, delfines de niebla y muchas criaturas igual de fantásticas; cuya carne era  las más deliciosa que la de cualquier animal, real o imaginario, que pudiera existir. Atrapó una tortuga con caparazón de tempestad y escamas de oxígeno y nos las dio a probar: tras picotear la tiernísima carne, decretamos que nunca comimos nada tan delicioso.

 

Con los días aparecieron muy diversos tipos de aves que se fueron apropiando de las techumbres y se colgaron de los cables. Loros y guacamayos para cotorrear entre ellos. Pelicanos que se llenaban la boca con peces de nubes para repartirlos entre las aves que no podían subir tan alto. Canarios y cristofué que se la pasaban cantando aunque no hubiera quien les escuchase. Otros cambiaban dependiendo de sus estados de ánimo o por la hora del día. Y aún cuando la ciudad se  pobló  de miles de nuevas especies, Rosalba no encontró otro ruiseñor.

 

La soledad le pesaba aún más en cuanto vio cómo las aves de plumajes similares empezaron a juntarse. Tucanes con tucanes se fueron a vivir a los nidales del este, las gaviotas se contentaron con los basurales, las garzas tomaron para sí las quebradas y los ríos, las palomas se pusieron a gorgorear en las plazas. Algunos para tener compañía, otros para sentirse seguros, y la mayoría para dejar de sentir aquel frío que padecíamos al irnos a dormir en nuestros tiempos como humanos. Pero había quienes tenían propósitos más siniestros.

 

Los zamuros, infelices por ser carroñeros, pero incapaces de cambiar su naturaleza, se reunieron en bandas para robarles los plumajes a las demás aves y disfrazarse con ellas, por considerarlas de bonitos colores. No tardaron, pues, en codiciar las bellas colas oculares de los pavos reales, hasta entonces cómodamente apoltronados en sus nidos de oro saqueado. Al ir a sus quintas y encontrarse con su opulencia, a los zamuros se le encendió la mirada ante el contraste de estas con los tristes celdillas de lata y cartón en las que habían roto el cascarón. Con la rabia y la envidia ardiéndoles en la sangre, los zamuros masacraron a los pavos reales. No contentos con robarles sus plumas de colores, se apropiaron de sus nidos dorados.

 

Ya nadie podía confiar en nadie, no fuera a ser un zamuro disfrazado. La noticia se regó por todas las pantallas, frecuencias y antenas. Aprovechándose del caos reinante se armaron trifulcas, trancas, protestas, marchas y contramarchas. Ardieron los nidos de lata del este como si fuera un ritual ancestral para celebrar la caída de los pavos reales. Desde sus guaridas usurpadas, los zamuros, nuevos señores de la ciudad, se regodearon viendo las llamas. «No importa que andemos desnudos», repetían complacidos aquel mantra mientras cepillaban sus plumas recién robadas.

 

Los pocos pavos reales que decidieron quedarse –la mayoría de los supervivientes empacaron lo que quedaban de sus alas con gemas engarzadas y emprendieron migración, en escuadras de refugiados políticos autoproclamados– hicieron lo que nunca antes: algo.

 

Se lanzaron a las calles vociferando consignas de campaña, mil veces repetidas, que calaron en la conciencia de los pobres, deseosos de tener esperanza en algo. En Asamblea Constituyente, y para restaurar la paz y la convivencia entre los estimados conciudadanos, se aprobó la moción de construir una colosal jaula que cubriría la ciudad entera.

 

—¡Esta será la respuesta definitiva a la problemática que carcome las buenas costumbres y la moral de nuestra amada ciudad!- declaró con flema un zamuro mal camuflado con las plumas de un canario- Al segregarnos de la corrupción que las potencias extranjeras, seremos los fundadores de una nueva sociedad.

 

Por la vistosidad de sus plumas de colores, el resto de la Cámara aplaudió su iniciativa. Solo una lechuza, criatura perspicaz, se dio cuenta de lo que se avecinaba. «Seré muy lechuza y todo lo que quieras, pero hacerme el listillo no le dará de comer a mis polluelos», pensó y calló. Con los tiempos que corrían solo subsistían los que se hacían los pendejos.

 

Habíamos esperado ese momento desde tiempos inmemoriales, o al menos eso creímos al ver levantarse las rejas de la jaula como si estuvieran desenterrando las costillas de un monstruo ancestral. Fueron comisionados tocororos y faisanes para supervisar la construcción mientras los pequeños turpiales volaban llevando a cuesta los colosales andamiajes, según sus designios en lengua extranjera.

 

Aunque hicieron falta muchas refinanciaciones, varias reinauguraciones y muchas otras erres, la gran jaula contra los males del mundo se cerró. Los faisanes y tocororos se fueron, llevándose consigo buena parte de los nidos de oro a forma de pago, ahora convertidos en gallineros verticales y demás empresas estériles.

 

Con tantos cambios en los proyectos, tanto matraqueo y dame para el fresco, nadie se dio cuenta que en medio del afán megalómano de los zamuros, se habían olvidado construir una puerta: estaban encerrados. El mar de arriba era ahora inaccesible.

 

Nos quedamos viendo estupefactos al cielo tatuado en barras de hierro y tela de gallinero. El recuerdo de los disturbios pasados nos atemorizaba a tomar acción. No queríamos sentir más aquella desesperanza. Solo pudimos quedarnos viendo horrorizados y fascinados la terrible majestuosidad de la jaula, cuyos cimientos ya empezaban a resentirse bajo en peso de la corrupción.

 

Vimos a un ruiseñor lanzarse contra la estructura anquilosada con toda la fuerza de su rabia. Gritaba y lloraba. Aunque no le hacía ni un rasguño con sus arremetidas seguía precipitándose contra el esqueleto monstruoso que se interponía entre ella y su libertad. Escuchamos su llanto en los cuatro costados del gran aviario en que se había convertido la ciudad.

 

Nos le quedamos viendo, intrigados por su insistencia. Pasaban las horas y seguía golpeando a la jaula. De uno en uno nos fuimos cansando. La empezamos a ignorar. Solo ella no se daba cuenta de la futilidad de sus intentos. Pero era más que eso. Teníamos grabados en la memoria colectiva los fuegos que exiliaron a los pavos reales. Recordábamos las trifulcas, las ballenas, el plan y el peine. No queríamos volverlo a vivir. Como todo buen pueblo acostumbrado a la desdicha, nos habíamos hecho a la idea de vivir entre cuatro rejas y a repudiar a los que se negaran a aceptar sus desdichas.

 

Privados de la infinidad de los cielos y de los frutos de su océano de ensueño, redescubrimos nuestra ciudad. Asustados ante lo desconocido, nos adentramos en las que fueron nuestras casas, exploramos los despojos de los edificios, invadimos las plazas, nos colgamos en los postes telefónicos; anidamos en las techumbres de nuestros ranchos.

 

Rosalba seguía con su cruzada de derrumbar su prisión. Gracias a la viveza de las aves extranjeras y a la vagabundería de los zamuros, los hierros de la jaula se oxidaron, corroídos de adentro hacia afuera por acción de la corrupción de sus constructores. Solo hizo falta la insistencia del ruiseñor para que cedieran las vigas.

 

Salió disparada a la azul infinidad. Extasiada por la conquista de su libertad, Rosalba regresó a la ciudad a contarles a todos, pero ya no había nadie que quisiera escucharla.

 

En las ruinas de una ciudad-estropajo hacíamos cola en el cielo, buscando con qué distraer el hambre de nuestros estómagos, como si con eso apaciguaríamos todas las demás.  La ingesta de comida en mal estado provocó una nevada de diarrea que lo salpicó todo con proporciones de diluvio universal.

 

Cuando la loca Rosalba volvió, vino a molestarnos con que si el cielo de arriba, que si la jaula estaba rota, que esto y que lo otro. No le hicimos caso y seguimos con lo nuestro. Desolada, la vimos volar toda loca hacia un recoveco abierto en la jaula.

 

Se nos quedó viendo con ojos tristes como los de los perros hurgando en la basura. ¿Se iría? Allí estaba su tan deseada libertad. ¿Por qué quedarse en esta ciudad donde hasta las últimas ruinas de los otros nidos de oro se cubrieron de mierda? Entonces se dio cuenta: «La opresión nunca le pesaría menos que la soledad». Dicho esto, tomó su lugar en la cola.

 

Esa noche Rosalba durmió arrullada por el tintineo de las plastas en los techos de lata. Despertó siendo humana de nuevo. Creyendo sus peripecias aviares un sueño, fue a bañarse, desayunó y se alistó para salir. Al ver por la ventana se topó con las titánicas costillas fosilizadas que cortaban con el horizonte de la ciudad espolvoreada en excrementos.

 

«Si me doy prisa no habrá mucha cola para el carrito al trabajo», se dijo.

 

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