El papel que nos toca

Por María Teresa Urreiztieta V.

@mturreiztieta

 

 

 

De la serie: La (in) quietud

 

“Cada generación se cree dedicada a rehacer el mundo.

Sin embargo, la mía sabe que no lo rehará.

Pero acaso su misión sea más grande.

Consiste en impedir que el mundo se deshaga”

Albert Camus 

 

Fui a pasar tres días con mamá este año nuevo para acompañarla y celebrarla durante las fiestas. Cuando voy a su casa, solemos sumergimos en largas y muy ricas conversaciones acerca de nuestra infancia, de su vida con papá, de sus antepasados… vemos fotos, recordamos las bodas de la familia, las vacaciones en Adícora, los viajes a Maracaibo, las lechinas colectivas; recordamos los colegios donde estudiamos, los actos culturales en los que participamos, lo despreocupadas que vivíamos en aquella Venezuela apacible y prometedora en la que nos tocó crecer y vivir.

 

En medio de una de estas conversaciones me paré para ir al baño. Tomé un pedazo de papel tualé y… ¡oh sorpresa! mamá había colocado en el dispensador un rollo de papel que no veía desde hace mucho tiempo. Era blanquito, muy suave, sorprendentemente suave, con poritos esponjosos, las hojas compactas y gruesas, muy tersas. Al desprenderlas, en la mano se quedaba el cuadrado completo de la hoja; no se deshilachaba ni rasgaba por ningún lado, despedía un olor a limpio, a baño fresco, a la Venezuela que producía con calidad sus productos para la dignidad de su pueblo. Pero la mayor sorpresa no fue constatar sus características y recordar aquella Venezuela en la que el papel tualé nunca se erigió como tema de conversación social y política, sino que me causara tanto impacto reconocerlo como aquel que usábamos antes.

 

—¡Mamáaaa! ¿De dónde sacaste este rollo de papel? –Le grité sin esperar salir aún del baño —¡Mamá, mamaaá! ¡Dime, dime! ¿Dónde..? ¿Es gringo? ¿Colombiano?

 

—¡No niña!, es uno de esos marca Rosal venezolano, que hacían siempre y que ahora está desaparecido… el que se consigue ahora, lo hacen lo peor posible… ¡y hay que ver las horas que dedicamos para encontrarlo y la cola que hay que hacer para que te dejen comprar solo dos paquetes! ¡Aaah…! ¡Y cómo raspaaaa! -espetó mi madre querida alzando los brazos al cielo.

          

Mamá tiene razón: los de ahora tienen hojas transparentes y el rollo se va en un par de sentadas, son esmirriados, escasos; la mayoría bota un polvillo blanco detestable; se desprenden de manera desigual, desgarrándose en las manos, quedándose sus hilachas en parte del rollo, en las manos, en el suelo, instalándose pegajosas e insistentes abrazadas a la piel más delicada…

 

—Aquí sí que lograron eliminar las clases sociales (me decía el otro día una amiga): todos a limpiarse con esta porquería de papel. Dime tú: ¿Por qué no lo hacen todos buenos y ya? ¿Por qué no nos igualan a todos para arriba, a todos con buena calidad de vida?… mmm…sabia la amiga. Qué papelón hacemos los venezolanos acostumbrándonos a la escasez de alimentos y productos, a la indignidad fabricada de cada día… aceptando resignados lo que nos venden, lo que nos venga, como nos lo digan, como nos lo hagan… como nos lo ordenen.

 

No hablamos de las cosas buenas que tenemos hasta que cambian, hasta que fallan o se corrompen. Si permanecen en nuestra vida de esta manera, nos vamos acostumbrando casi sin darnos cuenta a la decadencia, a la descomposición que va sometiendo nuestros cuerpos, nuestra subjetividad, nuestras vidas a un mal vivir… es un proceso cotidiano tan lento, tan inadvertido, que hace que vayamos viendo poco a poco a la escasez, a la mediocridad, al maltrato, a la violencia que nos rodean como maneras naturales o “normales” de vivir.

 

«El conformismo y el totalitarismo son dos secuelas del vacío existencial», decía Frankl, aquel psiquiatra austríaco judío que sobrevivió a varios campos de concentración a punta de buscar los sentidos de todo lo que le pasaba para resistirlos y poder así sobrevivir a la ignominia lúcido y digno.

 

¿Cuáles son nuestros vacíos como venezolanos? ¿De cuál vacío existencial estamos hablando si aceptamos la tesis de Frankl? Del vacío existencial que vamos cavando en nuestro ser y en nuestra historia cuando le dejamos al autoritarismo y sus adláteres el control de nuestras vidas, de nuestra afectividad, de nuestro imaginario, de nuestras metas y sueños; de nuestro rumbo, de nuestras conciencias… haciendo como que fluimos mientras los atropellos y la ignominia avanzan indetenibles.

 

Las enfermedades del vacío, del sinsentido de lo que se vive y se va permitiendo sin resistirlo, nos llevan a la resignación, y ésta, cuando se hace crónica, a una quietud paralizada y paralizante de cualquier forma de creatividad e iniciativa, a ver natural lo que es un escándalo para la democracia, para la paz social, para la defensa de los Derechos Humanos, para la vida de cada uno, lo cual refuerza al autoritarismo y su empeño en imponer un sistema que socava los principios constitucionales y nuestras libertades.

 

¿Qué papel nos toca asumir? Por lo pronto, cuestionar en voz alta lo que nos atropella y disminuye como ciudadanos donde quiera que nos encontremos. Alzar la voz, tomar la palabra y expresar nuestros malestares. Irrumpir, resistir, incidir; construir redes de creación y acción alternativa como muro de contención al despojo de nuestros derechos y a la imposibilidad –en muchas ocasiones-, de poder cumplir con nuestros deberes de manera cabal. Cada quien que se lo pregunte –y se lo responda- en frío, imaginando a dónde vamos a parar de seguir la crisis económica, política y, sobre todo, moral que nos somete. Una buena idea al respecto nos la ofrece Boris Muñoz en un artículo reciente a propósito del asesinato de la actriz Mónica Spears y de su esposo: “Que el luto se transforme en indignación, la indignación en organización, la organización en acción, la acción en rebeldía, la rebeldía en fuerza y esa fuerza en cambio”.

 

Si queremos un país distinto, no nos queda otra que ir contracorriente y alborotar los espacios de la vida cotidiana que están detenidos, construyendo nuevos liderazgos, haciéndonos cargo de la realidad que nos oprime para liberarnos, convirtiéndonos en mediadores y pacificadores, es decir, en instrumentos de paz y democracia.

                                 

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